miércoles, 17 de julio de 2013

La torre de mi abuela



Ahora que se acercan las vacaciones, y aún no tengo claro si pararé de trabajar (al menos) una semana, me ha invadido la melancolía. Nostalgia por no tener los suficientes días de vacaciones como para llegar a aburrirme. Es un drama que arrastro desde que dejé de tener tres meses de recreo por parón escolar a, solo, dos semanas festivas por no dejar un mes sin facturar (es la maldición del autónomo). Reconozco que el cambio fue demasiado drástico.

El recuerdo que me viene a la cabeza es el lugar donde más he veraneado en mi niñez. Sin duda fue en la torre de mis abuelos (actualmente solo abuela), situada en la comarca del Penedés. Por torre me refiero a una casa funcional, construida con sus propias manos; un terreno donde cultivaban toda clase de frutas y verduras; y un corral donde habitaban gallinas, conejos y herramientas para labrar. Visitar esa segunda vivienda era la forma que tenían mis ancestros de pasar un fin de  semana feliz. Les daba la oportunidad de salir de la ciudad y, seguramente, disfrutaban trabajando la tierra de la misma forma en que lo hicieran, años atrás, en sus respectivos pueblos.

Para mi era como un destierro. Me llevaban a un lugar apartado de la civilización, junto con mi hermana, donde no había distracción para niños y nadie nos entretenía. Ahora puedo entender que tampoco los adultos buscaban diversión, solo la satisfacción de recolectar sus propios productos para poder alimentarse de la tierra. Reconozco que era una sensación que pocos urbanitas han podido experimentar. Ir en busca de una lechuga, una escarola, unos tomates, un par de cebollas y unos rábanos para, tras un buen enjuague, construir una ensalada en tiempo real no tiene precio.

Allí aprendí a diferenciar un peral de un manzano, un cerezo de una higuera, o una encina de un almendro; a escarbar con una azada para extraer patatas; a recoger las mejores fresas, ciruelas o nísperos. Y ese sabor .. Mmmm... Sé, con toda seguridad, que jamás volveré a probar unas frutas tan jugosas y unas verduras tan potentes. Ahora las fruterías anteponen el aspecto al sabor. Siempre recordaré el sermón que nos soltaba mi abuela cada vez que desechábamos una manzana picoteada o mordida por algún gusano: "Seguro que esta es la mejor. A ver si os creéis que el gusano es tonto; pudiendo elegir entre todas las del árbol siempre irá a por la más buena."

He esquivado gallinas (de mirada asesina) para robarles los huevos, di de comer a los conejos y saqué agua de un pozo. También aprendí que los alimentos se pueden encontrar, sin necesidad de cultivar, solo paseando por el monte. Sé reconocer tomillo, romero o hinojo. He "cazado" caracoles tras una buena tormenta de verano y he recolectado moras y espárragos trigueros de la vera de los caminos. Incluso hemos "tomado prestado" algún que otro racimo de uva de los campos colindantes, pertenecientes a Freixenet.

Estas enseñanzas, que no se aprenden en la escuela, me parecen imposibles hoy en día. Poca gente se compra un terreno para cultivar nada. Las segundas viviendas se utilizan para instalar una piscina y disfrutar en una casa con jardín y barbacoa, cosa nada reprochable. Eran otros tiempos y otra cultura del esfuerzo, las palizas que se dieron mis abuelos no se las recomiendo a nadie. Pero ese era su sueño, incluido el ver corretear a sus hijos y nietos por allí, y se dejaron media vida en él.

Hoy a penas queda algo de esa tierra fértil (aún crece alguna acelga silvestre) que daba para alimentar a varias familias. Mi abuela está demasiado mayor (94 años) para arar un huerto infestado de malas hierbas o subirse a un árbol y, la vivienda, está semi-abandonada. Ya no nos pide que la acerquemos porque no se ve con energías y ha intentado, sin éxito, delegar la propiedad en favor de algún hijo/a para que se mantenga en pie. El proyecto de mi abuela se diluye con sus fuerzas y ya nadie sabe qué hacer con la torre; aunque lo que veo en sus ojos no es tristeza, sino resignación. No esperaba que el sueño de unos padres fuese la pesadilla de sus hijos. Pero también tiene su lógica: los sueños son personales e intransferibles y, normalmente, no se pueden (ni deben) heredar.

Foto aérea de la torre




4 comentarios:

  1. Cuanta razón tienes. Y cuantos esfuerzos perdidos. Pero la vida sigue y tenemos que aceptarlo todo lo bien que podamos. Y que nos quiten lo bailao!!!!

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  2. Ya te digo.
    Y que bailemos mucho más!!!

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  3. Me ha encantado esta entrada. Yo siempre he sido de ciudad, no he sabido lo que es tener una casa en el campo con su huerto. Tiene que ser precioso, y me encantaría probarlo... Una semana. Más tiempo sin wifi y bajo las inclemencias del tiempo me parece impensable.

    Por cómo has contado la historia, me estaba imaginando el anuncio de Casa Tarradellas :P. La tele, que es muy mala. Un saludo,

    Cristina

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  4. Pues sí, no recordaba ese anuncio pero podría parecerse. Aunque te puedo asegurar que muchísima más humilde.
    Un saludo y bienvenida de nuevo.

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