lunes, 16 de noviembre de 2015

La emboscada



Hoy, en el trabajo, hemos acabado la faena antes de lo habitual. Este hecho a propiciado que nos dejáramos llevar por una larga y distendida charla mientras esperábamos la hora de plegar. Y hoy, también, ha sido la primera vez, en casi dos años de temas tratados, que entre los compañeros hemos comentado anécdotas de nuestro servicio militar. Yo apenas he contado nada, pues cuando no tengo un teclado delante soy más dado a escuchar que a relatar, pero he recordado que tengo una entrada pendiente sobre este asunto y en cuanto he llegado a casa me he puesto a redactar. No hay como una buena charla entre amigotes para despertar las ganas de escribir.

Antes que nada, por si alguna persona visita por primera vez estos lares y lee esta entrada, diré que este escrito puede ser considerado como la secuela de "El centinela", otro relato publicado por aquí anteriormente y que, junto con este, conforman la sección "batallitas de la mili" que abrí hace no mucho y que es muy posible que acabe finiquitando hoy. Todo dependerá de si Hollywood me compra los derechos de estas dos y demandan una nueva historieta para completar la trilogía. Pero vamos, que lo dudo mucho.

Como introducción, recordaremos brevemente lo ocurrido en "El centinela". 

Durante el transcurso de unas maniobras militares enfocadas a simular una guerra entre dos bandos, me encomendaron una guardia de dos horas durante la madrugada. Al ser sorprendido, digamos que por fuerzas de la naturaleza totalmente ajenas a mí, y encima agravar la situación con mi habitual idiotez, no fui capaz de realizar un simple relevo a la hora convenida, provocando que el sargento se enfadara conmigo y me premiase con dos días de arresto, a cumplir en cuanto regresáramos al cuartel. A partir de aquí retomaré el relato.
No recuerdo si fueron dos, tres o cuatro días más tarde (tampoco pienso que sea demasiado importante) pero, a pesar de mi probada inutilidad para la guerra, fui requerido para una nueva misión. 

Al sargento de la primera batería (recordemos que yo pertenecía a la segunda), quizá herido en su orgullo de militar por haber sido abatido unos días atrás, se le ocurrió organizar una emboscada para dar caza a unos pocos boinas verdes. Hasta la fecha, nuestra única dedicación había sido la de defender posiciones, con el nefasto resultado de no haber provocado ni una sola baja en el bando contrario y, por contra, de haber sufrido un número considerable en el nuestro.

Sin embargo, el sargento Rodríguez (que así se llamaba) no quería debilitar su campamento seleccionando a una decena de hombres y marchando con ellos a las montañas. Pensad que si dejaba desguarnecida a su tropa y volvían a ser derribados no sólo sería considerado el peor sargento del cuartel (que ya lo era), sino que acabaría siendo el hazmerreír de todo el regimiento. Así que echó mano de su camaradería para hablar con mi sargento y le pidió prestados unos cuantos soldados para, junto con algunos de los suyos, forma un escuadrón con el que poder llevar a cabo la emboscada.

Mi sargento, viendo que ya quedaban pocos días para finalizar la contienda y que sus hombres eran de los pocos que no habían sufrido ni un solo ataque, tampoco es que quisiera arriesgar su condición de invicto. Pero como al parecer le unía una fuerte amistad con Rodríguez, le ofreció cinco hombres; los que, a su entender, eran los peores y no servían para nada. Y entre esos cinco estaba yo, por supuesto.

Como comprenderéis, todo esto tan solo son suposiciones mías, porque, como buen repudiado que era, yo andaba haciendo labores de limpieza por el campamento sin tener la más remota idea de lo que se tramaba en el interior de una tienda de sub-oficiales. Hasta que, nada más terminar de comer, apareció mi sargento para comunicarme que había sido seleccionado, de entre todos los voluntarios presentados, para unirme al grupo del sargento Rodríguez que iba a realizar una emboscada. Y, encima, presionándome para que me personara en menos de diez minutos delante de su tienda, equipado con zapapico y poncho mimetizado, si no quería ganarme otros dos días de arresto.

Yo no recordaba haberme presentado voluntario a ninguna misión, pero ese desconcierto que mostraba no tenía ninguna importancia para mi sargento. En aquel mundo castrense donde tan bien se desenvolvía, todos y cada uno de nosotros, por el simple hecho de permanecer a sus órdenes, éramos voluntarios abnegados a cumplir sus deseos. Y uno de sus mayores anhelos era, sin duda, perderme un rato de vista. Además, mi sargento siempre fue un hombre que destilaba una gran coherencia; no paraba de decirme que sólo servía para estar escondido, así que el permanecer oculto y al acecho seguramente le parecería una tarea ideal para mí.

Me presenté puntual junto a la tienda del sargento Rodríguez y un cabo nos hizo aguardar su llegada en formación, pero fue al observar el aspecto de mis compañeros cuando empecé a sospechar que quizá no iba del todo bien pertrechado para la misión. Los dos utensilios que había mencionado mi sargento era lo único que almacenaba mi mochila. En cambio, el resto de soldados iban bien protegidos del frío con chaquetones y bragas, además de llevar una mochila a la espalda por la que asomaba una recauchutada esterilla y un saco de dormir. 

Sin tener la más mínima oportunidad de aclarar mis dudas con el cabo, el sargento Rodríguez ladeó la lona que cubría su tienda e hizo acto de presencia. Saludó al pelotón con un gesto marcial, nos echó una mirada desafiante y con un escueto <<En marcha>> le dio la orden al cabo para emprender la caminata.

Lo cierto es que aquel hombre imponía. En las pocas semanas que llevaba en el cuartel nunca había cruzado palabra con él, pero su aspecto irradiaba una enorme fiereza. Medía más de metro ochenta, podía atravesarte con su severa mirada y a menudo se mesaba una barba que le procuraba un semblante realmente sanguinario. No es que fuera un gran atleta, pero vestía siempre entallado y bajo su ropa se podían adivinar unos brazos poderosos; incluso puede que estuviera algo pasado de kilos, aunque su figura dibujaba una tripa que lo situaba más cerca de la robustez que de la obesidad. Sin duda alguna pertenecía a esa clase de tipos que no querrías importunar bajo ninguna circunstancia.

Nos pasamos gran parte de la tarde ascendiendo por la montaña en completo silencio, pues el ritmo era tan intenso que a nadie se le ocurrió malgastar ni un ápice de aliento en cháchara intranscendente. 

Al llegar a la cumbre, el anochecer ya empezaba a asomar. El sargento Rodríguez, siendo él quien encabezaba el pelotón y la única persona conocedora del lugar idóneo para la emboscada, detuvo la expedición y nos soltó un discurso que recuerdo muy parecido a este:

— Ceñorez —comenzó su alegato con una ridícula voz nasal—, ezte ez el enclave ezcogido para practicar la embozcada. Como ya ez tarde, lo ciguiente que haremoz cerá comer algo. Abran laz lataz y recuperen fuerzaz, porque laz nececitarán. Traz la cena noz diztribuiremoz por el terreno. Que aproveche.

No, no es que se me haya estropeado la tecla "ese". Yo me quedé igual de sorprendido que vosotros cuando escuché hablar por primera vez al sargento Rodríguez y descubrí que no sabía pronunciar esa letra. Y aquella voz de parecía haber aspirado helio... Puedo asegurar que no soy una persona que disfrute burlándose de la forma de hablar de los demás; de hecho, yo vocalizo de pena y pocas veces se me entiende a la primera. Pero lo que no pude evitar es que aquella imagen de fornido guerrero, aquella estampa de fiero vikingo que había amasado en mi cabeza durante días, se desmoronara ante mis ojos con la primera frase.

La cena no fue más que un tentempié, una ración individual de combate (no hay que olvidar que simulábamos estar en guerra) compuesta por una lata de dos calamarcitos en aceite, otra de medio melocotón en almíbar y un paquete con tres o cuatro galletas. Lo justo para matar el hambre. Llegados a este punto, y viendo lo distendida que fue la cena, ya me pude convencer de que la salida que había supuesto de unas horas se iba a convertir en una acampada nocturna. Y yo sin los enseres adecuados.

Una vez recogidos y guardados los desperdicios (no podíamos dejar sobre el terreno evidencias que alertaran al enemigo de nuestro paso), el sargento Rodríguez nos reunió para explicarnos cómo llevaríamos a cabo la emboscada. Lo primero que hizo fue sacar de su mochila la esterilla, desplegarla en el interior de un pequeño badén y poner el saco de dormir encima. Luego se revistió con el poncho mimetizado y se introdujo en el saco, dejando que los faldones del poncho camuflaran por completo el badén donde estaba metido. La intención era que el cuerpo, a excepción de la encapuchada cabeza, quedara sepultado bajo un manto mimetizado. Y lo cierto es que el resultado era muy convincente; no negaré que un tanto ridículo, pues la cabeza parecía una seta surgida del suelo, pero el cuerpo quedaba totalmente oculto.

Tras la demostración, se puso en pie y continuó con las instrucciones.

— Ezta —dijo señalando el badén— cerá mi ubicación. Ahora ce dezperdigarán en torno a ella, guardando una diztancia mínima de cinco metroz, y camuflarán zu cuerpo igual que he hecho yo.

Todos miramos en derredor durante unos segundos. Nos encontrábamos en la cima de la montaña, bajo una espesa arboleda, pero sobre todo en una planicie donde no existían más agujeros que aquel para ocultarse. Alguien, no recuerdo quién, quiso dejar patente este hecho.

— Mi sargento, no hay más badenes donde esconderse.
— Cierto —dijo el sargento, como si no lo supiera ya— Pero zomoz zoldadoz, y zi el terreno no acompaña a nueztro propócito, lo modificamoz. Azí que cojan loz zapapicoz y conztrúyance zu propio badén.

De esta forma empezamos todos, menos por supuesto el sargento, a cavar.

Por suerte veníamos de unos días en los que una fina lluvia nos había acompañado de forma intermitente. Esto propició un suelo algo más blando de lo normal para que no hiciera falta deslomarse a picazos, aunque igualmente fue una tarea cansada que nos llevó un buen rato y sudamos la gota gorda. Pronto empecé a darme cuenta de que cuanto más hondo hacía el badén, más embarrado lo dejaba. A nadie parecía importarle este pequeño detalle, pero no debemos olvidar que mis compañeros portaban en sus mochilas una esterilla y un saco de dormir que les resguardaría de la humedad, y yo no. Mi preocupación crecía por momentos.

Para cuando acabamos el maldito socavón ya era de noche. El sargento Rodríguez organizó unas guardias muy cortas, de tan solo media hora, pues contaba con tantos soldados que no vio necesario castigar a cuatro de nosotros con dos interminables horas de desvelo. Si repartía el tiempo entre los presentes apenas supondría una pequeña molestia para cada uno. Y la verdad es que todos lo agradecimos.

Ahora mismo no recuerdo haber informado al sargento Rodríguez sobre mi escasez de equipo. Creo que no. De todas formas, si llegué a hacerlo le importó un pimiento, porque acabé en una zanja igual de húmeda que la de mis compañeros. Pero sin esterilla ni saco, claro. Como ya me veía retozando en el fango, se me ocurrió fabricar en su interior un lecho natural con la hojarasca esparcida por el suelo. No fue de mucha ayuda, pero al menos me acosté sobre algo más seco y mullido que aquella argamasa de grava y tierra empapada.

Una vez instalados y camuflados en nuestros respectivos agujeros, el sargento aprovechó para darnos las últimas instrucciones.

— Duerman con zuz fucilez ciempre a mano y, zobre todo, no hagan el menor ruido. El éxito de la mición depende de lo cigilozoz que ceamoz, azí que todoz calladitoz. Uzted, Munuera. —dijo mirando a la cabeza del soldado que sobresalía del suelo a su derecha— Uzted cerá quien efectúe la primera guardia. Dé la alarma ci ve acercarce al enemigo y mantenga a la tropa en completo cilencio. No quiero oír ni una mozca, ¿entendido?
— Sí, mi sargento —contestó Munuera.

Y así estuvimos durante unos instantes, envueltos en un silencio apenas quebrado por los tenues crujidos de los ponchos cada vez que nos acomodábamos. Pero he de admitir que al final, una vez colocados todos en la postura idónea, el ambiente quedó embargado de un mutismo perfecto. Parecía que allí no había nadie.

En menos de cinco minutos comencé a tener frío. Hasta al momento, supongo yo que por haber mantenido mis músculos ocupados con el dichoso badén, no había notado la bajada de temperaturas que trajo consigo la noche, pero en cuanto estuve un rato quieto empezaron los escalofríos. Y encima, para colmo de mis males, empezó a calar la humedad a través de mi nido de hojas.

Tumbado boca arriba, en un ambiente cada vez más fresco, con pantalones y camisa mojados por su parte trasera, miré a mis compañeros y no pude evitar echar de menos a mi acogedora tienda de campaña. Allí había dejado abandonado al saco, la esterilla y una manta de repuesto que, de haber sabido que era una acampada nocturna a ras de cielo, con toda seguridad me hubiera traído a la emboscada. Además, la estampa era surrealista. Ya llevaba días con la sensación de no saber que pintaba yo en el ejército, pero pasar una noche en la cumbre de una montaña, metido en un hoyo y rodeado de cabezas brotando del suelo, no hizo más que incrementar mi desazón.

Otra vez, como ocurriera en "El centinela", volvía a invadirme ese más que deshonroso deseo de querer ser abatido por el enemigo. Sería una muerte simulada, eso por descontado, pero no veía otra forma de acabar con la misión para volver al cobijo de mi tienda.

De pronto, empecé a escuchar una respiración fuerte que, poco a poco, subía en intensidad. Intenté observar a mis compañeros para adivinar de quién provenía ese resuello, pero, entre que la noche era cada vez más cerrada y que todos íbamos encapuchados, no fui capaz de distinguir a los que dormían de los que no. En pocos segundos, la respiración pasó de ser un mero soplido a un ronroneo gutural, que, a su vez, fue transformándose en escandalosos ronquidos. 

A pesar de las incomodidades y el frío, al menos había una persona durmiendo a pierna suelta. Por un lado sentí un poco de envidia, pero pronto recordé las últimas instrucciones del sargento Rodríguez y me alegré de no ser yo quien armara semejante follón. No quería seguir sumando jornadas de arresto en mi casillero, pero si Munuera no conseguía atajar esos ronquidos estaba seguro de que a alguien le acabarían cayendo. Lo cierto es que ya llevaba un rato en marcha la sinfonía y el encargado de mantener el orden aún no había intervenido. Eso me extrañó un poco.

— Mi sargento... —se escuchó susurrar a Munuera.

Por fin, ya era hora. Aunque pensé que, antes de dar aviso, podría haber intentado aplacar ese escándalo despertando al fuelle humano. Chivarse directamente al sargento me pareció una enorme falta de compañerismo.

— Mi sargento... —insistió Munuera con algo más de energía.
— ¿Eing...? grrr, ¿eh...? ¿Qué... qué paza? —contestó despertando de golpe y cortando de esta forma todos los ruidos.

¡La madre que lo parió! ¡El autor de los ronquidos era el propio sargento!

— Mi sargento, está usted roncando. —informó Munuera en voz baja.
— ¿Eh...? ¿Ah, zí? ¿Ceguro?
— Sí. Y lo está haciendo demasiado alto —dijo con mucho tacto, por no soltarle que parecía el motor de una Harley al ralentí.
— Ah, bien, bien. Buen trabajo Munuera, procuraré no volver a hacerlo.

Y, acto seguido, volvió el silencio.

Pero, como era de esperar, no pasaron ni dos minutos cuando volvió a la carga con aquellos resoplidos. De verdad que parecía un caballo encabritado. Y luego afloraron de su garganta los mismos ronquidos que tan bien había demostrado interpretar. Aunque esta vez se escucharon un poco más fuerte.

Vale, aquí ya empecé a preocuparme. Es cierto que no me importaba que el enemigo pudiera deducir nuestra posición con los ojos cerrados. Incluso rezaba porque así fuera. Pero me dio por pensar que, al detectar aquellos acompasados mugidos, podría acercarse un oso, o vete a saber tu qué clase de bestia, creyendo escuchar a una hembra en celo. Y no me hubiera hecho ninguna gracia toparme con un bicho de esos sexualmente frustrado, mientras admiraba el huerto de cabezas que una decena de gilipollas habían plantado en el suelo. Llamadme pesimista, pero no era capaz de imaginar un final feliz para aquella situación.

Por suerte, allí estaba el soldado Munuera para impedirlo.
— Mi sargento...—se escuchó susurrar de nuevo a Munuera.— ¡Mi sargento!
— Grrflg, ¡¿eh?!... ¿Qué... Qué paza? —contestó sobresaltado.
— Otra vez, está roncando otra vez —notificó Munuera.
— ¡Oh!, genial, bien —dijo con un deje de ironía— Entoncez cerá mejor que cambie de poztura, ¿no le parece?
— Sí, mi sargento —convino Munuera— También creo que será lo mejor.

Escuché el crujir de su poncho mientras el sargento Rodríguez se retorcía en el badén, a la búsqueda de una posición que evitara esos gruñidos inhumanos. Pero pronto quedó claro que la única postura adecuada para llevar a cabo tal cometido sería colocarse boca abajo, con la cara enterrada un palmo bajo el suelo y, a ser posible, dejando de respirar. Desgraciadamente, no fue la opción escogida por el sargento, así que, tras dos largos suspiros, volvieron los ronquidos. Y con unos decibelios que ni un grito a garganta pelada podrían superar.

— Mi sargento...
— Grrffgl... ¿Qué? —contestó secamente. Al parecer ahora lo había pillado con el sueño más ligero.
— Nada... —dijo Munuera, algo acobardado— Que continúa roncando.
— ¿Eztá ceguro que zoy yo zolo?, porque aquí zomoz muchoz y no veo que dezpierte a nadie máz...
— Sí, mi sargento, le aseguro que es usted el único que pone en peligro la emboscada.
— Vale, de acuerdo. —zanjó el sargento.

Y volvió el silencio. Al menos durante dos minutos.

Los siguientes ronquidos comenzaron sin previo aviso, como si un Tiranosaurio Rex hubiese despertado con un hambre feroz tras pasar los últimos sesenta y cinco millones de años hibernando. Incluso empezaba a dar miedo. Pero un soldado tan obcecado en su tarea como era Munuera, no iba a dejarse amedrentar por una fiera surgida del inframundo.

— Mi sargento... ¡Mi sargento!
— ¡Oztia puta, Munuera! ¡¿Pero quiere dejar ya de tocarme loz cojonez?! ¡Olvídece de mí!, porque le aceguro que como vuelva a dezpertarme le quito el zaco, el poncho, la ropa y lo mando ladera abajo en pelotaz para darme el placer de ver cómo el enemigo lo fucila. ¡¿Entendido?!

Munuera contestó con un escueto <<Sí, mi sargento>> y no volvimos a escucharlo en toda la noche. Ni a él ni al resto de la tropa. Lo que sí oímos fue al sargento Rodríguez roncando sin parar, como si no existiera un mañana. Y puede que no me creáis, pero lo que le dejó hacer Munuera era tan sólo un aperitivo de sus inabarcables facultades para roncar.

Yo por mi parte no pude pegar ojo en toda la noche. El frío que me atenazaba, junto a la insufrible serenata del sargento, se encargaron de que así fuera. Recuerdo un fragmento en especial, allá sobre las cuatro de la madrugada, donde los ronquidos se acompasaron con el eco que ellos mismos producían sobre las montañas para lograr un sonido estereofónico que jamás he vuelto a experimentar. No, al menos, en un ronquido. Casi estuve a punto de considerar al sargento Rodríguez como un verdadero artista en su faceta de roncador.

No negaré que lo pasara mal, pero creo que lo mío no fue para tanto si lo comparamos con el sufrimiento del sargento. Porque aquella noche entendí que pasar frío y escuchar durante horas a una morsa no es equiparable a conciliar el sueño y ser despertado a los dos minutos. Una y otra vez. Esa es la forma más bestia de freír el cerebro a una persona, digna, sin lugar a dudas, de encabezar los mejores manuales chinos sobre torturas.

Podría haber inventado un giro inesperado para acabar con la narración, pero entonces esta entrada dejaría de ser una anécdota para pasar a ser un cuento, así que no lo he hecho. Pero concluiré aclarando que por allí no apareció nadie. Ni enemigos, ni osos, ni ningún científico chalado confundiendo a nuestro sargento con el Yeti. Eso sí, en mi mente quedó grabada la jornada como una de las noches militares más absurdas que he pasado en mi vida. Quizá a la altura de la Noche Vieja en la que me destinaron a cubrir una serie de guardias dentro de la cárcel militar. Otro de los regalitos que me tenía guardado mi estimado sargento. Y eso que estuvo a punto de mandarme cuatro meses a una isla semi desierta, pero no pudo porque...

Uy, me parece que esto es otra historia. Mejor será que la deje para cuando reciba la llamada de Hollywood.