martes, 24 de junio de 2014

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Sé que cualquier día de estos acabaré con una extravagancia que cada vez comparto con menos gente: no tengo smartphone. Y no disponer de un móvil de última generación es igual a no estar conectado a redes sociales. Ni Facebook, ni Twitter, ni What's up, ni Instagram. Es probable que a más de uno le pueda dar un patatús con tan sólo pensar en la posibilidad de encontrarse en mi misma situación, pero creedme cuando digo que no es para tanto.

El otro día, mirando la televisión, me quedé embobado mirando la esquina izquierda superior de la pantalla. Normalmente vuelco todos mis sentidos en la programación emitida, pero se trataba de telecinco y casi nunca transmiten nada que capte mi atención. Así que, como persona dispersa que soy, me distraje con ese pequeño enlace a Twitter que suele aparecer en casi todos los programas. Supuse que ese galimatías servía para interconectar a todos sus usuarios, con el fin de compartir ocurrencias o ideas sobre lo que estaban viendo y escuchando en ese mismo momento. Entonces pensé, ¿para qué sirve Twitter y por qué debería incorporarlo a mi vida?

Sobre la primera pregunta llegué a tres conclusiones, aunque es muy posible que existan muchas más, pero uno da para lo que da.

La primera conclusión es obvia: para conectar a multitud de personas que están disfrutando de un evento (ya sea televisivo o de forma presencial) y hacer que todas las ideas, opiniones o diferentes puntos de vista se propaguen entre sus usuarios. No sé a quién le puede interesar esto, pero desde luego que a mí no. Cuando veo un programa, una película, un encuentro deportivo o un concierto, no me gusta ser molestado. Soy una persona meticulosa, que le gusta disfrutar de los gestos corporales en un debate, de un plano secuencia rodado para una serie o película, del momento en que un deportista anticipa sus movimientos para ganarle la partida al contrario o del modular de una nota en un punteo improvisado de guitarra. Para mí, son en esos minúsculos detalles donde reside la magia de lo excepcional. Y todo eso corro el riesgo de perdérmelo si tengo que estar atento a los silbidos que anuncian un nuevo tweet en mi móvil. Quizá sea una persona rara, pero prefiero centrarme en un mensaje especialmente pensado para el espectador y paladearlo, que tragar con varios avisos intrascendentes a la vez que trato de leerlos a toda prisa. Además, entrando en la página web de un programa y observando lo que se twitea, tampoco me pierdo gran cosa.

La segunda conclusión es también de sobras conocida: hacerme seguidor de gente y lograr que otros me sigan a mí.

Esta búsqueda de aprecio virtual nunca me ha interesado demasiado. Hay gente muy enganchada al "chute" efímero de endorfinas que proporciona un "me gusta" o un comentario cursi en su muro de Facebook. Y no los culpo por ello, a todo el mundo nos agrada sentirnos queridos, pero soy demasiado reflexivo para dejarme llevar por palabras o gestos banales. Veis, ya estoy desprestigiándolas con sólo pensar en ellas. A veces me gustaría ser más impulsivo y alocado, menos consciente, para dejarme embriagar por frases pueriles. Pero uno es como es y hay que aguantarse.

Tampoco pienso que sea muy sano para mi estado de ánimo estar continuamente esperando una aprobación, en su mayor parte de desconocidos, sobre mis palabras. Porque unos comentarios positivos pueden hacer que te sientas eufórico, pero también corres el peligro de hundirte en la miseria si todo el mundo se empeña en criticarte. Y una montaña rusa de sentimientos puede acabar por desquiciarte.

Definitivamente no, conseguir seguidores en Twitter jamás se convertirá en el objetivo de mi vida.

Ser seguidor de personas tampoco me interesa demasiado. Sí, puede que encuentre gente que twitee cosas interesantes pero, para ser sinceros, elaborar una idea en ciento cuarenta caracteres es muy complicado y siempre se suele twuitear de forma impulsiva e inmediata, lo que suele acabar resultando un aborto de idea.

Precisamente el otro día vi por la tele una entrevista al escritor Sergi Pàmies que dijo una frase con la que concuerdo sobre este tema: "Hay que tener muchos huevos para poner una idea en Twitter porque, probablemente, será una mierda de idea. Y, hasta la fecha, las ideas de mierda se quedaban dentro de uno, rebotando, hasta que el organismo las desechaba."

En definitiva, que no llegué a vislumbrar ninguna utilidad que me convenciera y dejé que mis principios se impusieran ante la imposibilidad de encontrar algo plausible que diera sentido a esa aplicación.

Pero mis principios son muy volátiles y, en esta vida, todo principio tiene su final; incluso los éticos. Así que, al día siguiente, volví a interesarme por el tema y me puse a investigar.

Por lo pronto encontré que esta aplicación cuenta con la friolera de... no sé, un porrón de cientos de millones, porque fui incapaz de encontrar una cifra actualizada de sus consumidores. Una cosa es que me ponga a indagar, y otra muy distinta es que atesore las mismas capacidades resolutivas que Sherlock Holmes. En fin, que hay muchos, muchísimos; demasiados usuarios, diría yo. Entonces también me percaté de una cosa muy curiosa: hay un enorme número de cuentas que no están asociadas a una persona en concreto, sino que representan a una organización o un objeto. Y quedé prendado.

Así pude ver cómo twuiteaba con gran ternura Brazuca, la pelota del mundial de fútbol, unas horas antes del estreno de la selección Argentina en la competición: "El mundo entero tiene la mirada puesta sobre Messi, pero él sólo tiene ojos para mí"

O cómo estrenaba su cuenta la CIA con esta frase tan enigmática: "No podemos ni confirmar ni desmentir que este sea nuestro primer tweet"

Y aquí llegó mi tercera conclusión: Twitter también sirve para insuflar de alma a objetos y sedes. Y ese concepto me fascinó. Así que no os extrañe que, el día que posea un smartphone, me haga seguidor de los más ridículos y peculiares objetos o entidades que encuentre por la red.

Puede que penséis que soy un tipo raro y huraño que no quiere saber nada de las personas, pero no creo que sea exactamente así. Detrás de cada una de esas cuentas singulares hay un ser humano que le da vida con su ingenio, con sus maneras diferentes de ver el mundo, y esas son la clase de personas que realmente me despiertan curiosidad.

martes, 17 de junio de 2014

Sexo olvidado



Se trataba de la pareja de amigos más extravagante que se hallaba en El Pub. De hecho no eran ni amigos, tan sólo compañeros de oficina que rara vez se habían dirigido la palabra. La juventud de James, su desparpajo y su atractivo, chocaban frontalmente con la decrepitud, la fealdad y la timidez que exhibía Jenaro. Aún así, allí estaban. Compartiendo una ronda de cervezas que, amablemente, se había ofrecido a pagar Jenaro.

 - Bueno, colega -dijo James, tras acabar de un trago la caña- Tú dirás para qué me has traído a este tugurio.
 - Verás, es que yo... no sé muy bien cómo decirlo...
 -  ¿Te importa si voy pidiendo otra ronda? -interrumpió James- Me parece que la voy a necesitar para oír lo que me vas a soltar.

Soltó una risotada, le propinó una palmada en el hombro y, sin esperar respuesta, se volvió hacia el interior de la barra para solicitar la demanda.

 - Sí, claro -concedió, ya sin necesidad alguna.

A Jenaro se le notaba atenazado. Una persona tan retraída como él jamás se podría sentir cómoda en un sitio tan estridente y concurrido como era aquel, pero su intención había sido buscar la complicidad de un James que, por contra, parecía encontrarse en su salsa. Y no se le había ocurrido un lugar mejor para revelar una confidencia, aunque tenía la oscura sensación de que el ajetreo del local interrumpía sus pensamientos y no le ayudaba a encontrar las palabras adecuadas.

Miró a James de soslayo y quedó embelesado, admirando las dotes de seductor que su inusual compañero proyectaba a quien le estuviera observando. Por un momento envidió su sofisticación, su esbelta figura, ese espíritu aventurero que le había llevado a residir en Londres, Nueva York o Sidney a sus escasos veintiocho años. Y ahora se encontraba junto a él, dispuesto a compartir su experiencia vital.

James hizo lo propio con Jenaro. Echó un vistazo al adefesio con el que compartía barra y se sorprendió de que, tras cinco cañas, continuara con su impertérrito semblante. Pero lo que más le fastidiaba era constatar lo mucho que se había echado a perder un hombre de cuarenta y tantos años que aparentaba llevar vivo muchos más. Cierto que la genética no le acompañaba, pues daba la impresión que todo lo que sus genes ahorraron en belleza se lo habían otorgado en tolerancia al alcohol, pero James pensaba que ese no era suficiente motivo para dejar al cuerpo atrofiarse a su libre albedrío. Con un poco de ejercicio y una alimentación sana podría alcanzar unos niveles estéticos aceptables, pensó.

 - Mira, iré al grano -dijo por fin Jenaro- Quería hablar contigo porque esta noche tengo una cita y necesito un par de consejos.

James abrió exageradamente los ojos y, sin pestañear ni desviar la mirada de su colega, dio un largo sorbo a su cerveza.

 - Vale, cuenta.
 - La verdad es que nunca he mantenido una relación, digamos estable, con una mujer. Y soy conocedor, por lo que se comenta en la oficina, de tu larga trayectoria como conquistador de féminas.
 - Sí, follo a menudo. Si es a eso a lo que te refieres -dijo James de la forma más sutil que supo.
 - Pues sí, exactamente a eso. Y te agradecería unos consejos...
 - Espera, espera -cortó James- Entonces... -se acercó a su oreja y susurró- ¿Eres virgen?
 - Bueno, no exactamente. Creo haber practicado sexo con una amiga cuando era un adolescente, pero todo ocurrió en un cuarto oscuro y, la verdad, no sé muy bien qué hice. La experiencia fue tan desagradable que nunca más me volvió a interesar ese asunto.
 - Ya -espetó un incrédulo James.
 - Pero hace unos meses, entablando conversaciones en un chat de internet, encontré a mi alma gemela. La mujer más maravillosa del mundo. Un ser capaz de obrar milagros.
 - Sí, claro. Ese efecto siempre lo causa una buena jamelga -subrayó James.

Pero Jenaro estaba tan ensimismado en su amada que no escuchaba nada.

 - Visitamos juntos las mismas tiendas de ropa, de electrónica y, una vez por semana, nos dejamos caer por el Museo del Prado. Lo cierto es que es una guía increíble, siempre me lleva a los rincones menos transitados del lugar y...
 - Vale, vale. No me cuentes más. Os tocáis y hacéis manitas en sitios públicos ¿no?

Jenaro se echó hacia atrás y cambió su inescrutable gesto por otro de profunda repulsión.

 - Pero... ¿de qué guarradas me hablas? -dijo indignado- Nuestros encuentros son siempre virtuales. Quedamos en una web y comentamos su contenido vía Skype. ¿Pero qué bicho raro te crees que soy?
 - No el que yo pensaba -susurró James para sí mismo- Perdona, continúa por favor.

Tras unos segundos de duda, Jenaro volvió a su posición original mientras se aclaraba la garganta con un trago.

 - El problema es que ayer recibí en casa un paquete con una camiseta de los Power Rangers que habíamos visto juntos la semana pasada, acompañada de una nota que decía: ¡A metamorfearse!
 - Ajá -soltó James sin comprender nada.
 - También me citaba en persona, hoy a las nueve en punto, para ver cómo me quedaba puesta -dijo mientras se desabrochaba la camisa para dejar entrever la camiseta- No sé, sospecho que me imaginó vestido así y acabó por excitarse.

James miró la psicodélica prenda y repaso de arriba a abajo a su compañero.

 - Sí, bueno. Yo tampoco me lo explico -apuntó.
 - Tienes que ayudarme James -rogó Jenaro- Estoy casi seguro de que querrá practicar sexo y no estaré a la altura de sus expectativas...
 - Pero, vamos a ver. Me acabas de decir que tú ya has tenido alguna experiencia -rememoró James.
 - Ehh... sí -titubeó Jenaro.
 - Pues no te preocupes por nada. Tú propio cuerpo lo recordará. Piensa que es como montar en bicicleta.
 - ¿Estas seguro de eso? -preguntó Jenaro, algo más tranquilo.
 - Por supuesto. Escucha, no te lo digo por decir. Te hablo desde mi más profunda experiencia, que no es poca.


Jenaro gozó de una velada estupenda junto a su novia. Aunque se le hizo corta, muy corta. Cuanto más se acercaba el momento de quedarse a solas con ella en su casa, más nervioso estaba. Seguramente por eso le enseñó el barrio durante dos horas y luego su piso, incluido parking y trastero, en el transcurso de una más.

Por fin, en la intimidad de su dormitorio, se desnudaron, se acurrucaron bajo las sábanas y se empezaron a besar. Tras un rato de magreo preliminar, Jenaro supuso que tenía que pasar a la acción. Su cuerpo se lo pedía, aunque no sabía exactamente el qué. Entonces, como retumbando en su cabeza, recordó las indicaciones de James.

Entre caricias y jadeos, Jenaro aprovechó para separar, con suma dulzura, el largo cabello de su amada en dos perfectas coletas. Las asió con fuerza, se montó encima y pedaleó... y pedaleó... y pedaleó...

martes, 10 de junio de 2014

Política decepcionante


El otro día, tras depositar mi voto en una urna, tuve una charla conmigo mismo y me pregunté por qué me parecía tan vano ese gesto. Siendo un niño, me enseñaron que es de mala educación no hacer caso a una pregunta, así que me esforcé en no quedarme en vilo y busqué una respuesta razonable. No querría ser impertinente con nadie y menos conmigo mismo, por lo que esa determinación me llevó, inevitablemente, a poner mi máxima atención en la respuesta.

Esta clase de conversaciones las tengo muy a menudo y seguramente son un síntoma de algún desequilibrio psíquico grave. Pero no os preocupéis por mí, siempre las mantengo en voz baja y apenas gesticulo para que nadie se dé cuenta. Así evito que me encierren tras los muros de alguna institución especializada en trastornos mentales.

Sin embargo, para obtener una respuesta con una pizca de criterio sobre un tema tan peliagudo, mi mayor problema suele ser conseguir recordar algo que en alguna ocasión me haya molestado o entristecido. Veréis, mi mente utiliza un mecanismo de defensa muy peculiar que consigue eliminar los malos ratos vividos para que no pueda volver a pensar en ellos. Sé que es una forma extraña de evadirse de las malas experiencias, pero se trata de un pedazo de cerebro totalmente autónomo que escapa a mi control. Imagino que así logra que jamás me pueda deprimir, pero realmente me cuesta horrores recordar algo malo o echar algo en cara a la gente cuando es necesario. En cualquier caso, si me esfuerzo lo suficiente, acabo por rememorar esos malos tragos.

Pero creo que estoy diluyendo esta reflexión en mi enorme tontería mental, así que dejaré a un lado las divagaciones y procuraré ir al grano.

Pues, como iba diciendo, tras pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que es probable que la forma de ver el mundo, y seguramente muchos de nuestros traumas, provengan del periodo infantil y adolescente de cada uno. Y, en cierto modo,  parece lógico que así sea, pues es en esa época donde tenemos la primera toma de contacto con los diferentes aspectos funcionales de la vida, en general, y de la sociedad, en particular.

Mi primer acercamiento a la política, si por acercamiento damos por válido sencillamente una atenta observación, ocurrió a la edad de catorce años. Recuerdo que ese día me encontraba enfermo y no pude acudir a la escuela como era de costumbre. Este simple hecho, unido a mi enorme aburrimiento y no menos enorme curiosidad, propició que acabara cautivado por la retransmisión desde el congreso de los diputados de un debate, de no recuerdo qué ley, que se prolongaba durante todo el día.

Pensé que podía resultar fascinante ver cómo se desenvolvían, enfrentándose con tesis y argumentos, las mejores mentes de nuestro país para, entre todos, crear una ley que ayudara a evolucionar la sociedad. O eso era lo que me habían explicado de la esplendorosa democracia. Qué queréis que os diga, mis conocimientos no daban para más.

De pronto, me turbó la emocionante idea de estar presenciando algo vetado a los menores. Como si realmente estuviera invadiendo la intimidad de los adultos cuando mi sitio debería estar en la escuela y no mirando unos discursos que, sin duda alguna, no iban dirigidos a mí. Incluso me sobrevoló el temor de no estar intelectualmente a la altura de esos, tan trascendentales como desconocidos para mí, temas de mayores que acabarían desplegándose a lo largo de la jornada. Pero, aún así, me arremoliné en el sofá y me dispuse a volcar todos los sentidos en intentar comprender lo que allí se cocía.

Si no recuerdo mal, los primeros minutos fueron cedidos al partido del gobierno (por aquellas fechas el PSOE) para que pudieran presentar las nuevas normas que se iban a implantar en caso de prosperar las votaciones de forma favorable. Fue una exposición sencilla, casi pueril, sin profundizar en los pros y los contras ni en las consecuencias que acarrea una decisión de este tipo a toda una sociedad. Unos preliminares planteados con una jerga deliberadamente (o eso imaginaba yo) poco exigente para facilitar la percepción de los espectadores. Y, sorprendentemente, lo había entendido todo, aunque tampoco había mucho que entender.

Bien, ahora le tocaba el turno al partido de la oposición. En este caso, como ha pasado siempre y pasará toda la vida, no estaban de acuerdo con la aprobación de la ley. No me sorprendió demasiado, pues era una de las dos posibilidades lógicas existentes, aunque lo que realmente me dejó perplejo fueron las razones que mostraron para disentir: ninguna. El grueso del discurso estuvo enfocado a un ataque personal contra el presidente del gobierno con la famosa frase "márchese, señor Gonzalez, márchese", junto a alguna que otra descalificación de mal gusto. Bueno, pensé en ese momento, igual es alguna rencilla personal que tienen entre ellos, pero seguro que, en cuanto se aclare, se ponen manos a la obra con la nueva ley, que es a lo que han venido hoy aquí.

Me equivocaba. Lo que vino después fue un desfile, durante ocho horas, de cabezas de partidos políticos que pasaban por el atril insultándose, amenazándose y soltando puyas para intentar desprestigiarse los unos a los otros. Pero lo único que conseguían era perder, aparición tras aparición, toda la credibilidad ante mis atónitos ojos. Creo que no se salvó ni aquella mujer, situada a pocos metros del estrado, que no paraba de teclear los improperios que salían de todas y cada una de sus bocas.

Bueno, para ser justos y no caer en prejuicios, mencionaré a un político que habló un rato sobre la ley que se iba a votar y razonó, sin mucho entusiasmo, el por qué se debía desestimar: Miquel Roca. Aunque sospecho que lo hizo más por vergüenza ajena que por convicción.

Y así acabó el día. Sin sorpresa final ni frase antológica que me hiciera remontar el ánimo tras la gran decepción sufrida. ¿Esto era todo lo que podían ofrecer los cargos electos en una sesión parlamentaria? Nada de lo que había visto se acercaba a lo que me habían contado sobre la democracia. Fui inculcado con la idea de llegar a acuerdos entre las personas a base de razonamientos, no de violencia verbal. Pero lo más inquietante no fue el triste espectáculo que ofrecieron unos energúmenos, lo peor fue pensar en las sandeces que se dirían, en la intimidad, a tenor de las chiquilladas que habían perpetrado, sin pestañear, delante de todo el país.

Todo esto me sucedió a mí, a una persona común, por primera vez, en un día cualquiera a principio de los noventa. Y seguramente me volverá a ocurrir porque, en unos minutos, eliminaré de mi memoria todo rastro de ese trauma. Y es que me han comentado que, cada cierto tiempo, vuelven a reunirse políticos en el congreso de los diputados, insultándose, lanzándose desagravios y haciendo, más o menos, lo mismo que hicieran en aquel lejano día. Así que, si os interesa y ponéis un mínimo de atención, aún podéis llevaos ese bonito chasco. Claro que, yo de vosotros, y dando por sentado que os acompaña una mente sana y equilibrada que todo lo recuerda, no estaría tan seguro de exponerme a tamaña frustración.

martes, 3 de junio de 2014

El hombre invernadero



Querido diario, ¿cómo va tu encuadernada existencia? Sé que llevo unos meses sin escribirte, y espero que no me lo tengas en cuenta, pero hoy me he levantado temprano, sin saber qué hacer, y he sentido el impulso de manosear tus hojas para trasladar los grandes cambios sucedidos últimamente en mi vida.

Sí, ya tengo un año más de edad. Veinticinco. Y, como habrás podido comprobar por los estratos de polvo acumulados en tu lomo, ahora vivo solo. Si revisas tus páginas con atención, podrás encontrar numerosas referencias a las intenciones de mis padres de instalarse en la casa del pueblo una vez se hubieran jubilado. Pues bien, hace dos meses cumplieron con su amenaza y me abandonaron a mi suerte. Así que no me he emancipado, me han emancipado.

Pero, ¿he dicho que me han dejado solo? Lo siento, no quería mentir y perder tu confianza en nuestro esperado reencuentro. Porque, ahora que lo pienso, no ha sido realmente así.

Ya te he contado alguna vez las contradicciones que muestra mi madre con respecto a la incapacidad de manejarme con soltura en las tareas domésticas. Por un lado me echa en cara mi inutilidad con una escoba, mientras que, por el otro, nunca deja que agarre una y aprenda como es debido porque lo único que consigo es desperdigar la suciedad por el piso y le doy doble faena. No, lo suyo no es la pedagogía. Y todo es culpa mía, claro, por pasar el día holgazaneando.

Por si no tuviera bastante con hacerme cargo del piso, los bancos, la comunidad y mi trabajo de becario, se le ocurrió regalarme un perro para que supiera qué sacrificios acarrea responsabilizarse de otro ser. Y para que, dicho con sus palabras, me hiciera madurar. En cuanto se lo conté a mis amigos no tardaron ni medio segundo en re-bautizar al chucho con el mote de perro invernadero.

Se llama Toby. Seguramente ya le tendrás echado el ojo a su hocico, porque lleva más de dos meses olisqueando todos y cada uno de los objetos que hay en esta casa. Sí, esa cosa marrón y peluda que pasea con un plumero por cola.

Al principio nos costó un poco hacernos a la nueva situación porque no sé si mi madre olvidó dármelas, pero el perro no traía instrucciones. Para él, mi piso se trataba de un lugar intrigante y exótico, a punto para ser explorado; en cambio, mi novedad fue tener que esquivar y recoger tres veces al día una boñiga del suelo, a punto de ser aplastada.

Pronto se habituó al desorden implantado desde que se fueron mis padres, apropiándose de los lugares más acolchados de nuestra morada. Camas y sofá son los rincones donde puedo hallarlo cuando desaparece de mi vista. Pero, en general, se comporta y cumple escrupulosamente con su tarea de centinela, avisando con unos frenéticos ladridos, sin importar que estos se produzcan de madrugada, cada vez que alguien cruza por nuestro rellano. Imagino que este acuerdo lo pactó con mi madre, porque a mí nadie me preguntó nada.

Pero, hace aproximadamente un mes, he notado unos cambios en la actitud de mi mascota que me hacen recelar sobre su conducta. Sin embargo, es posible que todo sea perfectamente normal, al fin y al cabo nunca he tenido perro y jamás me ha interesado estudiar nada sobre ellos. Aunque la afirmación más cercana a la realidad sería, sencillamente, que jamás me ha dado por estudiar.

Todo empezó el día en que me despertó para ir a pasear. De hecho, lo que me sobresaltó fue el portazo que dio cuando salió a la calle por su cuenta. Es cierto que tampoco le hice demasiado caso y continué durmiendo apaciblemente. Sin embargo, al final tuve que levantarme, pasada media hora, cuando no dejaba de apretar el timbre con el morro. Bueno, reconozco que quizá tardé un poco en alcanzar la puerta, pero todo el mundo sabe del pequeño problema que arrastro cada vez que he de abandonar una posición cómoda para ir a realizar cualquier acción. Y creo que Toby también captó esa deficiencia en mí, porque al día siguiente se llevó las llaves de casa y no me molestó.

Desde luego que no siempre pasea solo. En ocasiones espera a que me desperece y me acerca la correa para que se la ate al cuello, aunque ya no recorremos el barrio igual que antes. Ahora noto enérgicos tirones en mi mano cada vez que a Toby le apetece cambiar de dirección. Incluso me llega a gruñir y me enseña los dientes si me opongo a su voluntad. Pero, ya me conoces, por no discutir acato cualquier sugerencia con mi condescendencia habitual.

Durante los primeros días coincidimos en el interés por las comidas, llegando a ser buenos compañeros de sobremesa. Yo me sentaba a la mesa para dar buena cuenta de los alimentos, mientras él fijaba sus ojos en mí y recogía las migajas que caían al suelo. Deduje que esta forma de mantener limpio el parquet era una de las utilidades que aportaba un perro a la vivienda, aunque ahora ya no estoy tan seguro de que sea así. Es cierto que no ha dejado de tragar los restos de comida desperdigada que encuentra por el piso, pero me he dado cuenta que complementa su dieta, tres veces al día, con unas poco apetecibles bolitas marrones que extrae de un saco situado en la despensa. No sé, igual no tenía suficiente con los mendrugos y sobras que encontraba. Él sabrá lo que se lleva a la boca.

Otro de los cambios que ha experimentado estos últimos días tiene mucho que ver con sus momentos de ocio. Nunca puse demasiado interés en esos juegos tontos que proponía. Me acercaba una pelota o un muñeco y esperaba que hiciera algo con ellos. Aún no sé el qué. Tras varias semanas probando estratagemas para que interactuase con sus juguetes, se dio por vencido y optó por acomodarse a mis hábitos de distracción: ver la tele.

Se apoltrona en el sillón de mi padre, se adueña del mando a distancia y cada tarde hay que ver, como mínimo, un par de capítulos de el encantador de perros, sino no hay quien le aguante. Además, intuyo que allí, ocupando el sitio de mi padre, percibe una sensación de amo de la casa que ningún otro lugar puede proporcionarle. O puede que sean imaginaciones mías, no sé. Pero todos estos cambios en su comportamiento me están dando qué pensar.

La verdad es que nunca imaginé que un perro fuera tan autosuficiente. Cada día que pasa lo noto más seguro, más predispuesto a afrontar los problemas de la casa para hacer nuestra vida más agradable. Y sobre todo a cuidar de mí, a preocuparse de mis necesidades y a que no me falte de nada. Creo que ahora empiezo a entender esa famosa frase de que el perro es el mejor amigo del hombre. Y es curioso, porque parece que todo lo ha aprendido solo, sin haberle prestado apenas atención.

Bueno, ha sido un placer descargar mis pensamientos en tus páginas, y esperemos que el abandono no me pueda para volver pronto por aquí, pero tengo que marcharme al comedor. Acabo de escuchar a Toby zarandeando la caja de los cereales y ese sonido es señal inequívoca de que tiene a punto mi desayuno. Y si se me enfría la leche puede que se enfade y no me saque a pasear.