martes, 29 de julio de 2014

Club Bilderberg



 - ¡Mamá, mamá! ¡Mira que pelota tan grande he moldeado!
 - Si, ya lo veo Zikus. Anda, deja ya de jugar y ven a comer tus jugos proteicos, antes de que se enfríen.

Tal y como había sido designado en el calendario del astrocrucero Escarg, la temperatura en el patio de entrenamiento oscilaba en torno a unos gélidos veinte grados. Los niños debían aprender las diferentes estaciones y cambios térmicos que les esperaban en el nuevo mundo.

Zikus desenganchó la bola de sus astas con las dos patas delanteras, la depositó sobre un nido de mugre y, valiéndose de las otras cuatro extremidades, se dirigió hacia su madre hasta que pudo acariciar su gran caparazón con las pequeñas antenas. Siempre era el último en llegar a la balsa de comida y a su madre le ponía enferma esa despreocupación por su alimentación, aunque era tan cariñoso con ella que pocas veces le reñía.

 - Zikus, deja de intentar masticar la comida y traga. Si no te olvidas de esa tonta manía acabarás con un corte de digestión.
 - Sí, mamá -dijo obediente.

El silencio se rompió por un siseo de electricidad estática que invadió los altavoces. Sonó un pequeño tintineo y la voz de la secretaria del comandante irrumpió en la sala.

 - Mr. Bilderberg, acuda al centro de intercomunicación. Mr. Bilderberg -repitió con más énfasis- acuda al centro de intercomunicación.

Zikus levantó la cabeza hacia el techo de la nave y sus dieciséis ojos negros brillaron de alegría.

 - ¡La cúpula, mamá! ¡Se está abriendo!
 - Así es -dijo su madre sin molestarse a mirar- Como cada año por estas fechas.

La nave rotó hasta encarar La Tierra, lista para la transmisión de datos, dejando a la vista de los pasajeros una preciosa estampa azul y brillante. Zikus no podía apartar la mirada del que pronto sería su nuevo hogar. De pronto, observando un oscuro gajo del planeta que aún no llegaba a iluminar el Sol, le pareció ver unos destellos blancos de luminosidad.

 - Mamá, ¿está habitado este lugar? -dijo señalando al cielo con una de sus patas.
 - Ya sabes que sí -dijo su madre, algo cansada de contestar siempre a las mismas preguntas- Por animales, plantas y esos bípedos semi-inteligentes que lo explotan. Todo está lleno de organismos putrefactos ideales para nuestras bolas de heces, aunque su atmosfera es algo hostil. Pero no hay por qué preocuparse, Mr. Bilderberg lleva tiempo mandándoles directrices a esos seres y pronto, en menos de cien años, ya no existirá la capa de ozono y el nivel de oxígeno será tan insignificante que podremos pasear sobre la superficie sin peligro.

Zikus se quedó maravillado ante la cercanía del inminente aterrizaje.

 - Esos bípedos tienen que ser muy generosos cuando adaptan su planeta a nuestras condiciones de vida ¿no?
 - Bueno -apuntó su madre- algo a cambio si que nos han pedido.
 - ¿El qué? -dijo Zikus sin quitar ojo a su preciada bola de excrementos.
 - ¡Oh!, nada. Continuar gobernando.
 - ¡¿Que?! Pero... pero si gobernar es el mayor castigo de nuestras leyes. Responsabilizar a alguien del bienestar del resto es lo más cansado y aburrido que hay.
 - Bueno, no creas que lo del bien común se lo toman muy en serio ahí arriba. Parece ser que sólo el hecho de someter al resto del planeta esta muy valorado por esos mamíferos, y que sus decisiones beneficien a la gran mayoría, o no, resulta ser lo de menos.

Zikus bajó la cabeza hacia la balsa, pensativo, y continuó engullendo. Tras unos minutos volvió a levantar la cabeza y miró a su madre.

 - Mamá, ya sé por qué gobernar es el mayor deseo de esos seres -dijo orgulloso.
 - Ah, ¿sí? ¿Por qué? -preguntó su madre con la boca llena.
 - Porque nunca han tenido la oportunidad de jugar con una enorme bola de mierda -sentenció.
 - ¡Eso, por supuesto! -exclamó su madre mientras retorcía las antenas para lograr una carantoña.

Y los dos rieron al unísono.



martes, 22 de julio de 2014

Viaje espiritual


Como diría mi abuela, llevo una tontería encima que no hay Dios quien me aguante. Y lo puedo demostrar casi a diario. El otro día, por ejemplo, justo en la entrada del supermercado me topé con dos testigos de Jehová. Lo cierto es que pude esquivarlos y tan sólo escuché parte de una conversación que mantenían con una anciana, pero me bastó para empezar a maquinar una de mis gilipolleces.

La mujer mayor escuchaba con una sonrisa en la boca, gozosa por encontrar a unos chavales dispuestos a departir un rato con ella, y ellos le explicaban algo sobre un viaje espiritual necesario para encontrar a Dios. Pues así, con esos mínimos datos, mientras estrujaba con los pulgares las dos puntas de un melón (aún no sé muy bien para qué), fui capaz de hallar una de mis absurdas epifanías.

Rápidamente vi la conexión del viaje espiritual con el físico, sobre todo cuando observaba los dos maletines que acompañaban a los oradores. En un viaje al uso yo pondría en mi maleta mudas de ropa, una guía del lugar a visitar, complementos de aseo personal y un pequeño botiquín de emergencia; lo normal para estar mínimamente asistido, y respaldado ante una situación imprevista. Pero unos viajeros espirituales como ellos seguramente irían equipados para paliar un indeseable descenso de Fe, tanto suya como de sus oyentes. Así que lo más probable es que cargaran su maletín con una Biblia (indispensable), unos artículos contrastados (o no) sobre los beneficios del cristianismo y, para casos de emergencia, algún que otro milagro documentado o exorcismo, porque nunca viene mal un toque aventurero.

Si viajáramos fuera del círculo de países castellano parlantes, necesitaríamos unas nociones básicas del idioma y una pequeña introducción a sus costumbres para ayudarnos a interpretar alguna situación que nos pudiera parecer extraña. Incluso podríamos tomar unas clases culturales con algún profesor nativo. Esta formación ya les viene dada a los testigos de Jehová, pensé cuando intentaba discernir las diferencias entre un berberecho, una chirla y una almeja (obviamente sin lograrlo), pues tienen como profesores a sus sacerdotes para entender las extrañas demandas que exige su religión o las dispares interpretaciones que pueden encontrarse en una Biblia.

Más tarde, mirando los ojos vidriosos de una lubina (y sin acabar de recordar si esa característica era síntoma de su frescura o de su podredumbre), me vino a la mente algo totalmente indispensable para culminar cualquier viaje: explicarlo a la vuelta. Es indudable que si uno no se sienta con familiares y amigos, aprovecha para enseñar fotos, videos o folletos, y los aderezar con comentarios sobre la experiencia, es como si jamás se hubiera realizado ese viaje. Y que duda cabe que, al menos en ese sentido, también estos creyentes gozan de una larga e insistente tradición.

Para cuando llegué a la cola de caja, ya había desentrañado la esencia del viaje espiritual necesario para encontrar a Dios. Entonces me ocurrió una cosa asombrosa. Allí, embrujado por los colores psicodélicos de un expositor de chicles, tuve un momento de reclusión mental que mucha gente denominaría, y no sin razón, quedarse embobado. Comencé a ver trompetas con los oídos, a escuchar violines con los ojos y a saborear, en mis papilas gustativas, la textura esponjosa del poder supremo. Y, en ese preciso instante, sentí por un momento la presencia de Dios.

Por supuesto que todo quedó en un leve vahído en cuanto me tocó sacar la cartera para pagar, y volví a mi estado agnóstico habitual. Creo que el problema no fue que yo me acercara a Dios y lo rechazara, sino que él me vio a mí y se largó corriendo (o levitando, que queda más esotérico). Pero no me preocupé en exceso, porque ya lo había vaticinado mi abuela: llevo una tontería que no hay Dios quien me aguante.

martes, 15 de julio de 2014

Poder atrofiado



¿Alguna vez habéis pensado en las películas de super-héroes? Si os fijáis, prácticamente en todas ellas se repite la misma escena: en un momento dado el protagonista pierde sus poderes. Pues a mí me sucedió lo mismo ayer, mientras paseaba por la calle con mi mujer.

Pero tranquilos, no he nacido en otro planeta ni me ha mordido un bicho radioactivo. El don que atesoro me viene otorgado por dedicar una cantidad ingente de horas en buscar direcciones, así que no es exclusivo de mi propiedad. He de suponer que todo aquel que haya trabajado más de diez años repartiendo paquetería lo posee; se trata del sentido de la orientación.

Mucha gente cree poder realizar las mismas proezas que nosotros, con lo que apenas se reconoce esta virtud como algo excepcional. Pues yo digo que es mentira. Es más, la gran mayoría, seguramente ante la envidia que les corroe por dentro, simularán tener la misma facilidad para indicar cómo llegar a los sitios. Porque no hay más que parase en un lugar concurrido, para preguntar a cualquier viandante la situación de una calle poco conocida o, si me apuráis, de un pueblo pequeño, y ser víctima propicia de su embuste. Puede que nos encontremos con alguna persona honesta que reconozca su incompetencia y no esté dispuesta a engañarnos con pistas falsas, pero otras muchas os contestarán con tal aplomo y seguridad que os será imposible detectar el fraude. Incluso puede suceder que sigáis sus instrucciones y, al no encontrar la dirección, penséis que la culpa es vuestra por no atender bien a las directrices. Nada más lejos de la realidad. Sólo tenéis que toparos con un tipo como yo para notar la gran diferencia con esos malditos farsantes.

Pensad que tenemos el sentido de la orientación tan desarrollado que podemos trazar varias rutas alternativas para llegar a una misma dirección en el menor tiempo posible; y cada día será diferente dependiendo de las variables. Procesamos tanta información en nuestro cerebro que ese camino será modificado según el día de la semana, franja horaria, condiciones climatológicas, huelgas o manifestaciones; en ocasiones estamos tan concentrados en el fluir del tráfico, que sabemos con total precisión cuantos segundos tarda en cambiar cualquier semáforo de la ciudad y qué calles están reguladas por los que han sido coordinados para que no sea necesario frenar hasta recorrerla por completo. Con nuestro poder, optimizamos los desplazamientos y diseccionando las arterias de comunicación para transitar de la manera más eficiente. ¿Parece una locura?, pues puede llegar a serlo. Con sólo decir que la visión que Neo tenía de Matrix (esas líneas que barrían la pantalla de arriba a abajo con ceros y unos) esta basada en la que despliega un transportista por la ciudad, está todo dicho.

El caso es que paseábamos por las afueras del casco urbano, se paró un coche a nuestro lado y, desde el asiento del copiloto y con un GPS en la mano, una chica nos preguntó por un parque acuático para perros que han inaugurado hace poco cerca de mi pueblo.

Los GPS, otro maldito sucedáneo de nuestros poderes que jamás nos llegarán ni a la altura del callo que guardo en mi pie izquierdo como recompensa de tanto apretar el embrague. Hay personas que han acabado extraviadas, con las cuatro ruedas de su vehículo dentro de una riera o brincando en una pista montañosa, por obedecer de forma abnegada a las indicaciones de ese abominable cacharro. Un consejo: deshaceos de ese engendro y conseguid un mapa de carreteras.

También sé que me encuentro ante una encrucijada, pues esta es una ocasión claramente idónea para profundizar en mis teorías sobre la idiotez humana, pero voy a dejar para otro momento lo del parque acuático para canes y no me desviaré de la anécdota.

Primero querría aclarar una cosa. En mi matrimonio, como pareja bien avenida que somos, tenemos los roles muy bien definidos y normalmente, por culpa de mi extrema timidez y la mundialmente conocida dificultad que arrastro a la hora de comunicarme, se hubiera encargado mi mujer de responder a la pregunta. Pero en esta ocasión el entuerto demandaba a un verdadero gurú del tráfico terrestre. Y la gran responsabilidad que ataña este poder no me dejaba otra opción que no fuera tomar la iniciativa. Así que me adelante un par de pasos y comencé con la detallada explicación.

 - Sí, por supuesto que sé donde está -dije con arrogancia- Seguís para allá... eh, cuando lleguéis a la carretera, a la derecha... eh, segunda salida y ahí es.

¿Para allá?, ¿carretera, qué carretera?, ¿acaso no se encontraban ya en una carretera?, ¿segunda salida y ya está? ¡¿Pero que mierda estaba diciendo?! ¡Si esas explicaciones no las comprendía ni yo!

Por un momento me quedé atónito. Y las caras de no entender nada que me lanzaron desde el interior del coche tampoco me ayudaron a salir del estupor. No podía ser, debía intentar de nuevo extraer de mi interior unas indicaciones lógicas, apoyadas en referencias visuales... un cartel, un árbol, una fábrica... algo que evidenciase que mi don estaba ahí, que no me había abandonado...

 - Eh, para allá... -volví a señalar con el dedo- eh, llegaréis a la carretera... eh...

¡Otra vez!, ¡lo estaba haciendo otra vez! El desconcierto se apoderaba de mí. Estaba siendo arrastrado por unas indicaciones sin sentido y mi cerebro se ahogaba bajo la espesa niebla en que se había convertido mi orientación. No podía percibir mi don, se había esfumado. Una parte de mí había desaparecido, dejando en su lugar una extraña sensación de orfandad difícil de explicar.

Por suerte, mi mujer, viéndome en un aprieto, terció en mi absurdo discurso justo antes de que sucumbiera a la desesperación.

 - Continuáis por esta misma carretera -dijo dando dos pasos al frente- pasáis el centro comercial y llegaréis a una rotonda. La primera salida os llevará a la ronda que tenéis que coger en dirección Barcelona. Salís en la segunda salida y preguntáis en la gasolinera.

 - Gracias -contestaron los excursionistas, con un semblante algo más tranquilo. Se incorporaron a la carretera y se marcharon.

La intervención de mi mujer fue sobria. Funcional. Sin llegar al nivel excelso que atesoramos los profesionales del ramo, había dado las indicaciones justas y precisas para guiar eficientemente a esas personas. Incluso me sentí orgulloso de ella.

Entonces, sucedió algo asombroso: mis poderes retornaron. Fue como un cosquilleo que comenzó en la palma de las manos y que no tardó en extenderse por todo el cuerpo. La niebla se disipó. Ahora podía ver con claridad.

Por defecto profesional, repasé instintivamente los puntos de referencia elegidos por mi mujer. Había indicado un centro comercial, aunque, de haber estado en plenas facultades, yo hubiera sido más concreto y hubiera señalado directamente al McDonalds por su inconfundible letrero; pero el suyo tampoco había sido un mal consejo. También podía haber sido más precisa con la rotonda y, para evitar equívocos, comentar que había que incorporarse a la ronda que la cruzaba de forma elevada. Y en la segunda salida podría haber complementado la información con su número o con el nombre que indica el cartel. En la gasolinera... ¿Gasolinera?

 - ¿Les has dicho que preguntaran en la gasolinera? -dije girando la cabeza hacia mi mujer.
 - Sí -contestó ella, totalmente despreocupada.
 - No hay ninguna gasolinera en esa salida. La gasolinera está en la anterior -apunté.
 - ¡Ah!, ¿sí? -dijo encogiéndose de hombros. Y continuó paseando, sin darle la mayor importancia al dato.

Qué queréis que os diga, después del mal rato que había pasado, sólo me invadió un sentimiento profundo de admiración hacia mi mujer: al menos ella pudo fingir.




domingo, 6 de julio de 2014

Poesía callejera



Javier llevaba tres cuartos de hora asomado a la ventana del comedor. Vivir en un tercer piso le proporcionaba una panorámica inmejorable del parque que colindaba con el edificio donde residía.

De pronto, por uno de los costados, apareció el grupo de chavales que cada tarde acostumbraba a poblar alguno de los rincones menos transitado del jardín. Para Javier sólo se trataba de una ristra indeterminada de niños y niñas sin el menor interés, pues su mirada no podía ver más allá de Julia, la chica que encabezaba la comitiva y que le tenía encandilado con su deslumbrante belleza.

Cerró la ventana, se atusó el flequillo ante el espejo y salió disparado por la puerta.

Mientras bajaba de tres en tres los escalones, iba ensayando mentalmente los versos que pensaba recitar ante Julia. Había sido testigo de cómo un niño de su misma edad la deslumbró, tres días antes, interpretando un grotesco Rap ante todo el grupo. Y Javier estaba convencido de poder mejorar esa actuación. Cambiaría esas rimas soeces por los mejores versos de algún prestigioso poeta; el baile simiesco por una sobria y grácil representación; el tono de yonki por una voz aterciopelada. Y, sobre todo, el vestuario desgarbado por una camisa blanca, planchada y abrochada hasta el último botón. Decidirse sobre qué talla de pantalones enfundarse le había costado más. Recordó la imagen del chico rapero y a su descarado culo asomando sobre unos tejanos deliberadamente caídos y no le pareció muy elegante. Sin embargo, Javier no estaba seguro de que enseñar los cachetes no fuese el equivalente masculino a unos senos bien escotados: al fin y al cabo se mostraba un mismo canalillo. Pero, tras media hora de probaturas con ropa de su padre y trastabillarse en un par de ocasiones, desechó la idea por temor a quedar en ridículo ante una inoportuna caída. La función tenía que salir perfecta.

Javier llegó frente al distraído grupo de adolescentes, se tomó cinco segundos para recuperar el aliento y se dirigió a la niña de sus ojos.

 - Hola Julia. ¿Puedo enseñarte una cosa? -dijo excitado.
 - Sí, claro -concedió Julia sin hacerle demasiado caso.

Equilibró los pies en el suelo, irguió la espalda y, tal y como había estado ensayando durante unos días, entonó el poema.

A trabajos forzados me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.

Ni concibe mi mente mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.

No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.
Que ningún juez declare mi inocencia,

porque, en este proceso a largo plazo
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.

Y acabó la última frase con los brazos abiertos, esperando la ansiada cadena de su abrazo.

El grupo, que durante el transcurso de su interpretación fue poco a poco enmudeciendo su algarabía, se fue girando progresivamente con cara de asombro. Para cuando hubo acabado de recitar, el silencio era absoluto y todos los ojos estaban clavados sobre él.

De pronto, dos niñas que flanqueaban a Julia, con la parsimonia de quien sufre un hechizo, se adelantaron hasta quedar a unos centímetros de sus brazos. Javier estaba confundido. ¿Era posible que la magia de su interpretación hubiera embelesado, sin pretenderlo, a esas dos chicas?

Con la rapidez de un rayo, y sin que Javier lo viera venir, recibió un puntapié en la espinilla por parte de la niña situada a su izquierda. La de la derecha, aprovechando la cercanía de su cara al doblarse de dolor, le lanzó un escupitajo que fue a parar, con precisión milimétrica, entre ceja y ceja. Y el silencio se desvaneció en el aire con el estallido de unas sonoras carcajadas.

Javier se quedó aturdido por un instante, con una mano agarrando su dolorida espinilla y con la otra limpiando su cara de babas. Ya nadie le observaba. Julia le había dado la espalda y charlaba alegremente con las dos arpías que le agredieron.

Decidió irse para casa. Se dio la vuelta y arrastró los pies, dejando a cada paso un trocito de su autoestima. En cierto modo ya se lo había advertido su hermano mayor, el día anterior, mientras le observaba ensayar: "la poesía está muerta", le dijo. Ahora lo había comprobado. Y aferrarse a ella era acabar devorado por la muerte.

martes, 1 de julio de 2014

La derrota del conquistador


David era todo un seductor. Poseía el increíble don de susurrar al oído las palabras precisas para que cualquier mujer cayera rendida a sus pies. Muchas veces se había encontrado con chicas recelosas por tener la extraña sensación de haber sido espiadas en su intimidad, pero volvía a utilizar su embriagadora prosa para encauzar el entuerto y todo acababa en un malentendido que le hacía parecer aún más encantador. Aunque, en cierto modo, sí que las investigaba antes de dirigirles la palabra. Desde la distancia, observando su estado de ánimo y su lenguaje corporal. Con eso le bastaba.

Para que su mente pudiera procesar las señales que mandaban las chicas y se concentrara en idear las frases que esperaban oírle, necesitaba una sangre fría y un aplomo que sólo alcanzaba cuando se desprendía totalmente de sentimiento alguno. No podía sentir miedo, vergüenza, ni cariño; no si quería encontrar las palabras adecuadas para cada situación.

Sabía perfectamente que el hábitat idóneo para explotar esa característica era, sin duda, un lugar sosegado. Por eso mismo jamás iba a una discoteca, un concierto, o cualquier otro sitio que el sonido ambiental solapara su voz. Aunque vetar unos cuantos espacios urbanos no le suponía un gran problema, pues quedaban otros tantos perfectos para desplegar su cautivadora magia.

Había logrado conocer a cuantas mujeres quería. La gran mayoría guapas, todas simpáticas y algunas con sentido del humor, pero ninguna dispuesta a abandonarle tras experimentar su embrujo. Sin embargo, no solamente lo utilizaba para encontrar pareja, también podía abandonarla en el momento que le viniera en gana con la misma facilidad. Todos sabemos lo complicado que resulta poner fin a una relación sin una discusión o, al menos, una decepción que no acabe deteriorando el mutuo aprecio; todos menos David. Su labia estaba tan perfeccionada que cada vez que se empeñaba en romper con su novia acababa por convencerla de ser la mejor opción para ella, convirtiéndose a partir de ese momento en uno de sus mejores y más íntimos amigos.

Jamás había alargado un noviazgo más allá de seis meses y nunca había sentido la necesidad de convivir con su pareja. Pero lo que David no sabía es que "nunca" es un término demasiado largo para cualquier persona, por muy excepcional que se creyera. Y todo cambió el día en que conoció a Isabel.

La primera vez que la vio no pasó nada especial, nada destacable. Se cruzaron en la biblioteca de la universidad, la observó para trazar su estratagema y, unos instantes después, comenzaron a cuchichear sobre el libro que ella ojeaba. Más tarde salieron a tomar un refresco y, casi sin proponérselo, acabaron besuqueándose en la parada del autobús.

Isabel no era ni más bella ni más lista que la mayoría de las chicas con las que se le había visto relacionarse. Y el esfuerzo había sido el mismo, si no menos, que el utilizado con cualquier otra para que cayera rendida en sus brazos. Así que, con la despreocupación que irradiaba gracias a la enorme seguridad en sus artimañas, programó una segunda cita para el día siguiente.

Esta vez se encontraron a las puertas del Parque de la Ciudadela. Por cómo Isabel leía aquel libro el día anterior, David había deducido que se trataba de su poeta favorito. Así que apareció con un ejemplar idéntico y, haciéndolo pasar por suyo para que Isabel viera lo mucho que tenían en común, se ofreció a leerle unos versos mientras retozaban en el césped. La idea, como era de esperar, no pudo ser mejor recibida, pues sus metódicos planes nunca incluían fisura alguna que entorpeciera su galantería. Y esta vez no iba a ser una excepción.

Así pasaron dos semanas, citándose un par de horas diarias para que David la deleitara con su interminable abanico de frases, presentes y adorables planes.

Pero el decimoquinto día de su relación todo se vino abajo.

Habían pasado el día en la playa bañándose, tomando el sol y regalándose caricias. Cada cosa en su momento exacto para que resultaran la mar de placenteras, sobre todo para Isabel. Pero a media tarde David se quedó dormido, momento que aprovechó Isabel para sofocar su calor con un baño. David se despertó con el aturdimiento clásico de quien alarga sin necesidad la siesta, buscó con la mirada a su chica y la encontró en la orilla, saliendo del agua.

En ese preciso instante, aún nadie sabe bien cómo ni por qué, su percepción del Universo cambió.

Isabel tenía el rostro iluminado por la luz celestial que desprendían sus encendidas mejillas. El pelo, terso y mojado, se le pagaba a la espalda como si le cubriera los hombros el manto de una Virgen, evacuando el agua sobrante entre surcos de un manantial dorado. Cada huella que dejaba en la arena, cada pisada, estaba perfectamente acompasada para que sus caderas se contonearan simulando una sensual danza del vientre. Incluso a David le llegó a invadir la absurda certeza de estar observando cómo el mar lanzaba sus oleajes con el único propósito de acariciar los tobillos de Isabel.

Naturalmente, lo que sufrió fue, sin ningún tipo de dudas, lo que cualquier sociólogo denominaría flechazo de amor.

Isabel se sentó en su toalla, al lado de David, esperando escuchar la perfecta ocurrencia que le animara la tarde, pero él no pudo contentarla. Quiso hacerlo, pues era evidente lo que Isabel demandaba, pero sintió tanto miedo en defraudarla que no consiguió articular palabra. De pronto, comenzó a presentir una vaga posibilidad de ser rechazado si no le proporcionaba en el acto lo que ella quería y, dejándose llevar por un pánico irracional, le confesó su inconmensurable amor; así, sin meditarlo, sin darse unos segundos para sopesar la mejor opción. El problema fue que lo hizo con un estado de ánimo que reunía el temor, el afecto y la inseguridad en una misma mueca. Vamos, como lo haríamos cualquiera de nosotros declarándonos a la pareja de la que estuviéramos enamorados, pero como nunca lo hubiera acometido David de estar lúcido.

Isabel frunció el ceño con cara de estupor, pues no reconoció en esos gestos al chico que llevaba dos semanas encandilándola. Incluso llegó a pensar que se trataba de una broma de muy mal gusto y se enfureció al sospechar que le tomaban el pelo.

Cuanto más se disgustaba Isabel, más aterrorizado se mostraba David, llegando al punto surrealista de implorar misericordia igual que haría un condenado a muerte ante su verdugo. La escena que montó fue tan bochornosa que Isabel no tuvo más remedio que huir por la ardiente arena sin tan siquiera calzarse las chanclas. El guiñapo humano en el que se había convertido su apuesto amante no le hizo ninguna gracia, y se conjuró para no volver a saber nada más de él.

David regresó a casa solo, encomendándose a todas las redes sociales instaladas en su móvil para enmendar su torpeza con Isabel. Haciéndole saber cuanto la amaba, cuanto la quería y cuanto la necesitaba. Palabras leídas que jamás fueron contestadas.

Tras dos meses y ochenta mensajes sin respuesta, David perdió toda esperanza de recuperarla y aceptó la irremediable pérdida. Se dio cuenta de que engañar a una mujer era engañarse a uno mismo. Podía manipular los designios de una relación regalando todo lo que quisiera su pareja, pero sólo podría ser realmente feliz con una pareja que cuanto quisiera fuera a una persona como él.

Por supuesto que no dejaría de utilizar el poderoso hechizo oral que tanto dominaba, pero lo emplearía únicamente para romper el hielo en situaciones contadas y, nada más conseguirlo, se dejaría llevar por sus sensaciones. Así, si sus sentimientos no eran correspondidos, al menos no se traicionaría a sí mismo. Era consciente de dejar escapar muchas oportunidades si se abandonaba a sus sensaciones, pero en esos momentos de incertidumbre recordaba el dolor que había experimentado cuando, tras perder el control, se mostró tal y como era, y rápidamente volvía al refugio de su tesis con la esperanza de que no volviera a suceder tamaño desastre. Si le abandonaban sería porque él no era el hombre que andaban buscando; y no por simular ser todo lo que ellas anhelaban de un hombre.