sábado, 25 de junio de 2016

Día de San Valentín


          La noche era fría en palacio. La corte entera, encerrada en sus aposentos, se entregaba en cuerpo y alma a un sueño reparador. Salas oscuras, fogones apagados, cocinas abandonadas, rincones comunes desiertos; todo un mundo de estancias esperando un nuevo día con el que comenzar a dar servicio a sus moradores. Sólo los guardias, eternos pobladores de los adarves, lograban impregnar algo de vida sobre las murallas con su imperturbable caminar. Pero el interior de palacio permanecía en calma y dormido. Dentro, nada se movía.

          Una pequeña sombra encapuchada atravesó la oscuridad de los establos para luego cruzar veloz el Jardín de las Orquídeas. Sin ser detectada, logró escurrirse en el interior de la torre de defensa. Desde allí sólo podía continuar en dos direcciones: escaleras abajo o escaleras arriba. Las primeras iban a parar al subsuelo, donde un sinfín de escudos, lanzas y espadas esperaban  pacientemente ser empleadas por los soldados. En cambio las segundas, tras un caracoleado ascenso, conducían a los aposentos de Ser Jodryck Alastor, Capitán General del Reino y Primera Espada de Su Majestad. La sombra remontó los peldaños como una exhalación.

          Una vez hubo alcanzado la cima esperó, parapetado tras la pared comba, la concesión de un ángulo muerto creado por los centinelas al cruzarse. Con paso marcial, este se produjo sin más. Aprovechando los segundos de vulnerabilidad, la sombra corrió con zancadas mudas hacia la armadura decorativa que simulaba escoltar los aposentos del Capitán General, posó una mano sobre su lanza y la hizo girar ciento ochenta grados hacia la derecha. Sonó un ahogado click y el portón se entreabrió dos centímetros. Sin hacer el menor ruido, la sombra lo empujó y se introdujo en la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

          Cautelosa, se aproximó hacia el ornamentado camastro donde resollaba un despreocupado Ser Jodryck. Se despojó de la capucha y de entre las tinieblas apareció un rostro, mitad hombre mitad niño.

           — Despertad, mi señor —murmuró con voz aflautada— Ya es la hora.

          Ser Jodryck abrió los ojos de par en par y se irguió, como si por la espalda fuera empujado por un resorte y doblándose cual alcayata, para incorporarse en la cama. El joven visitante se sobresaltó, dio un respingo hacia atrás y acabó cayendo en el piso sobre sus posaderas.

           — Sí, sí... Te estaba esperando —contestó Ser Jodryck con una voz tan atronadora como inesperada— ¿Seguiste mis instrucciones?
           — Sí, mi señor —contestó el chico, incorporándose de forma azarosa— El caballo fue ensillado y le aguarda en los establos, junto a su armadura y su espada.
           — Perfecto —dijo Ser Jodryck mientras saltaba de la cama para comenzar a vestirse.

          Apartándose unos pasos, el chico quedó a la espera de nuevas instrucciones, con la extraña sensación de no saber muy bien qué hacía él allí.

           — Mi señor, ¿os puedo hacer una pregunta?
           — De hecho, acabas de hacerme una; por lo que tú mismo contestaste a tu pregunta —respondió Ser Jodryck mientras se calzaba las medias— Pero sí, puedes hacerme otra. A no ser que esa primera fuera tu única pregunta y no dispongas de ninguna más.

          El juego de palabras pilló desprevenido al pequeño escudero, dejándolo confuso durante unos segundos. Jamás había visto al caballero de tan buen humor.

           — Ehh, no... bueno, sí —dijo, aún algo desconcertado— Tengo otra pregunta: ¿me podríais decir, si no es mucha molestia, dónde pensáis ir a estas horas?

          Ser Jodryck dejó de anudarse los botines y clavó una severa mirada sobre el chico. Se llamaba Finneck y provenía de una familia de buena casta, aunque nunca fuera del todo reconocido. Pelo castaño claro, a media melena, muy liso, de aspecto desgarbado y ciertos andares de hiena. Se trataba, sin duda, de un hijo no deseado. Un bastardo engendrado en la barriga de alguna bella sirviente, sin fortuna que heredar pero de vida resuelta y desahogada. Aleccionado para servir con educación y respeto, mantenía la inocencia de quien jamás tuvo dificultades para alimentarse ni razones para recurrir a la picaresca. Un chico deseoso, como tantos otros, de probar su honor y hacer carrera en el único lugar de palacio donde era aceptado sin remilgos: La Guardia Real.

           — ¿Puedes guardar un secreto?

          El joven se cuadró con la mirada al frente, ofreciendo su escuálido pecho al Capitán General.

           — Por supuesto, mi señor.
           — Bien —aprobó Ser Jodryck— Porque es una sorpresa, y no sabes cuanto me enfurecería si estas palabras llegaran a oídos deslenguados.
           — Seré una tumba, mi señor.
           — Eso dalo por descontado. Porque, si por casualidad dejaras de serlo en sentido figurado, yo mismo me encargaré de rellenar una con tus huesos. ¿Entendido?

          El chico asintió con fuerza y tragó saliva.

           — ¿Sabes qué día es hoy? —preguntó el caballero.
           — ¿Tre... trece de febrero? —dijo el joven, todavía intimidado. Pero al ver cómo Ser Jodryck interrumpía sus movimientos para asaetearlo con la mirada, cayó en la cuenta— ¡Perdón!, ¡catorce!... catorce de febrero, ahora sí. Es que aún no me he acostado, pero cruzamos la media noche hará ya unas horas. Así que catorce de febrero, seguro...
           — Exacto —prosiguió Ser Jodryck— Catorce de febrero, día de San Valentín, patrono de los enamorados. El día en el que, por tradición, se le hace un regalo a la persona amada.

          Finneck no entendía nada. Quizá por ese motivo ni pestañeó. El caballero, observando una evidente cara de sorpresa en su semblante, continuó con la explicación.

           — Puede que mi tosca figura lo oculte con recelo pero, tras esta aguerrida pose, se esconde un romántico empedernido; un hombre capaz de cualquier cosa por demostrar su amor —dijo adoptando una pose gentil.
           — Vaya, lleváis toda la razón —admitió el joven, perplejo— No os tenía por un galán. Pero decidme, si no es indiscreción, ¿quién es la afortunada?
           — ¿Afortunada? —interpeló Ser Jodryck levantando una ceja— ¡¿Acaso pones en entredicho mis votos de castidad?!
           — Ehh... no, no, no —dijo el joven dando un paso atrás.
           — ¿Qué diantres os enseña el maestro armero? —arremetió el caballero adelantando su cuerpo con dos pasos amenazantes— ¿A seducir muchachas? ¡Claro que no! Su instrucción va encaminada a formar auténticos caballeros, guardias reales dedicados en cuerpo y alma a defender el reino. Ya deberías saber que mi amor... es decir, nuestro amor, ya que aspiras a ser nombrado caballero igual que yo, se traduce en devoción por Su Majestad, Pietrus III, y lealtad al trono.
           — Lo siento mucho, mi señor —dijo el chico con la cabeza gacha— Ha... ha sido una confusión.
           — Confusión, ¿eh...? —soltó Ser Jodryck con sorna— Tienes suerte de pillarme de buen humor, porque otro día te hubieras marchado a casa recibiendo una buena tunda.
           — Perdonadme, mi señor. No volverá a ocurrir.

          Tras dos minuto sin dirigirse la palabra, dedicados de lleno a completar su vestimenta por parte del caballero, y a no molestar simulando ser una estatua por parte del chico, a Finneck le pudo la curiosidad y trató de retomar la conversación por donde lo habían dejado.

           — Siento romper con este sepulcral silencio, mi señor. Pero, habéis hablado de hacer cualquier cosa por Su Majestad. ¿Acaso os referís a una gesta?

          Ser Jodryck cejó en sus vanos intentos por anudarse la camisola y, tras proferir un suspiro, volvió a mirar al chico haciéndole un gesto hacia atrás con los ojos. Era evidente que no estaba acostumbrado a vestirse sin un ayudante de cámara. Finneck captó la intención y se situó a sus espaldas, agarrando las riendas de la rebelde camisola para colocarla en su sitio. Esa abnegada cooperación, junto a la complicidad demostrada cumpliendo sus órdenes, acabó de ablandar el enfado de Ser Jodryck.

           — Bien, veo que volvemos a entendernos —dijo el caballero — Sí, hablaba de una gesta, una proeza. No hay persona en el reino que no sepa de mis victorias. He ganado torneos, batallas, incluso guerras, pero precisamente eso es lo que le falta a mi currículum para igualar al legendario Ser Pomeryck, "El Matagigantes": acabar de una vez por todas con la mayor amenaza de nuestros tiempos. Ese es, sin duda, el mejor regalo que puedo brindar a Su Majestad.
           — ¿Os... os estáis refiriendo al dragón?
           — Exacto, a ese maldito dragón —masculló Ser Jodryck entre dientes.
           — Pero... pero eso es un suicidio. ¡Os matará!
           — Es posible —aceptó el caballero— Pero sin riesgo no existe gloria.

          Hubo unos instantes de silencio. Una pausa que sirvió para que Finneck sopesara los inconvenientes de aquella tremenda tarea.

           — Dejadme ir con vos —soltó de pronto el muchacho con un tono de admiración.
           — ¿Cómo?
           — Portaré vuestro estandarte, cargaré con vuestras armas, haré todo lo necesario para ayudaros. Dejad que forme parte de vuestra aventura...
           — No, no, no —se apresuró a decir Ser Jodryck— Ni hablar. Eres un joven voluntarioso, de eso no hay duda, pero totalmente inexperto. No serías más que una carga en esta feroz contienda. Además, ya estás siendo de gran ayuda.
           — Pero... mi señor —suplicó Finneck.
           — Ni peros, ni peras —atajó el caballero con voz cortante mientras se dirigía a la puerta.

          Finneck quedó cabizbajo, totalmente derrotado, sin más argumentos que esgrimir. Pero Ser Jodryck aún guardaba un trabajo para él.

           — Lo más que me acompañarás será a los establos. Allí recibirás mis últimas instrucciones —dijo antes de asomar por la puerta para observar que aún permanecía desierta.

          A Finneck se le iluminó la cara.

           — Así lo haré, mi señor —aceptó con el pecho henchido.

          Dos sombras tomaron el camino inverso y regresaron, si cabe aún con mayor celeridad, a las caballerizas. No en vano se había ocupado Ser Jodryck de programar, personalmente, todos los pasos y movimientos de cada uno de sus centinelas, por lo que no tuvo la más mínima dificultad en esquivarlos. Salir de palacio sin ser detectado era indispensable para dar una sorpresa a Su Majestad.

          El caballero se equipó en el más completo de los silencios con espada al cinto, malla de acero y armadura al torso. Luego, los ojos de Finneck vieron desaparecer a Ser Jodryck tras la penumbra del establo número dos, para escuchar a continuación cómo accionaba un mecanismo oculto entre el heno y la paja. Con un agudo crujido se desplazó la pared orientada al norte, dejando al descubierto un pasadizo secreto lo bastante ancho como para poder circular sin problemas dos carromatos. El túnel había sido excavado dos años atrás, cuando Ser Jodryck, evaluando las defensas de palacio en caso de posibles asedios, decidió equipar al castillo con una vía de escape que desembocara en el bosque. De ese modo dispondrían de una salida en caso de abandono, o resultaría una buena jugarreta para la retaguardia del enemigo si se decidían a atacar. Jamás se había utilizado para tales menesteres, pues el reino llevaba más de una década inmerso en un clima de paz y prosperidad, pero eso no impedía ser usado, siempre de forma mesurada, para salir con discreción de palacio.

          Una vez Ser Jodryck montó en su corcel blanco, echó mano a su macuto y extrajo una carta que entregó a Finneck. El sobre estaba lacrado con el escudo y la insignia del Capitán General.

           — Si para mañana al mediodía no estoy de vuelta, significará que he fracasado; y, lógicamente, habré fallecido. Solo entonces deberás hacer llegar esta carta a Su Majestad, Pietrus III. En ella encontrará las explicaciones necesarias, junto con unas sentidas disculpas por no haber sido digno caballero de su confianza. Ahora ve y descansa, joven Finneck. Ojalá nos veamos de nuevo en este mundo. De no ser así, procura servir con honor a la corona y probablemente nos reencontremos en el reino de los cielos.
           — Mi señor —suplicó Finneck con voz compungida— tened mucho cuidado. Jamás he visto al dragón, pero escuché hablar de él a un campesino, el único superviviente de su último ataque, y parecía haber quedado enormemente impresionado ante semejante carnicería.
           — Gracias joven escudero, pero sé a qué me enfrento. —dijo Ser Jodryck agarrando la antorcha que sostenía el muchacho y espoleando su montura.

          El muchacho quedó atrás con el corazón en un puño, contemplando al caballero avanzar en la oscuridad mientras era engullido por la caverna. El crepitar del fuego iba desvelando las irregularidades de una galería con paredes húmedas y viscosas, muy parecido a lo que sería la garganta de un dragón, pensó Finneck. En ese preciso instante tuvo el lúgubre presentimiento de no volver a ver brillar jamás la armadura de Ser Jodryck. Aquel hombre no merecía ser devorado por la bestia. Sería un triste final para el mejor luchador del reino.

          El caballero emergió de la negrura por un montículo camuflado entre frondosos arbustos, situado ciento cincuenta metros más allá de las murallas, en pleno bosque. Allí le esperaba una enorme luna llena para acompañarlo durante las doce leguas en dirección sur e iluminarle el camino que recorrería hasta la guarida del dragón. El tiempo dedicado a recorrer campos, prados y aldeas, lo emplearía en pulir la mejor estrategia para la batalla final.

          No había exagerado lo más mínimo al asegurar conocer perfectamente el peligro que afrontaba. A cada ataque de la bestia le proseguía una concienzuda investigación de Ser Jodryck o, en su defecto, un informe detallado por parte del Batallón de Crímenes. Con ese proceder, pocos aspectos quedaban por analizar; y el bicho parecía guiarse por el particular instinto de su especie. La mayoría de sus fechorías ocurrían de madrugada, o a una hora muy temprana del día, y normalmente en lugares poco poblados. Solía asaltar rebaños, llegando a alimentarse hasta con tres o cuatro piezas por jornada, y jamás dejaba con vida a los pastores. Aunque tampoco los devoraba. Se encarnizaba con ellos y regaba los campos con sus entrañas, demostrando así un odio profundo e irracional hacia cualquier ser humano. Ser Jodryck se horrorizaba con sólo recordar alguna de las escenas visitadas.

          Pero no solo se había limitado a estudiarlas, también repasó de arriba a bajo la milenaria biblioteca de palacio y en todos los pergaminos aparecía descrito, más o menos, el mismo proceder en cada uno de los dragones conocidos. Incluso se tropezó con una más que interesante tesis ofrecida por el mayor sabio que habitara en el reino, Céfalo "El druida". En ella se describían los ensayos llevados a cabo sobre el único dragón apresado: Torrezno.

          Que Céfalo pudiera disfrutar durante un tiempo de Torrezno fue gracias a su corta edad y a lo desvalida que se encontraba la bestia al ser encontrada. Avistado entre unos matorrales cuando apenas contaba con el tamaño de una gárgola, fue reducido por tres campesinos y conducido al herrero para colocarle una argolla. Luego lo arrastraron hasta palacio, donde fue vendido a Céfalo, que por aquel entonces ya regentaba un puesto de confianza en la corte. Nada más verlo, el druida bautizó con ese nombre a la bestia, haciendo honor a su color oscuro y al persistente aliento a chamusquina que de su boca manaba. Luego fue sometido a toda clase de experimentos a lo largo de un año, hasta que fue imposible retenerlo por más tiempo debido al crecimiento desmesurado de su cuerpo y a la fuerza arrolladora de su especie. Tras ese intervalo, el dragón escapó sin remedio, vengando su cautiverio con una estela de sangre y sufrimiento por toda la región. Pero cuatro estaciones fueron suficientes para que Céfalo trazara el esquema de su anatomía, anotara una posible debilidad, y desvelara las razones de tanta animadversión hacia la raza humana. Al parecer, ese rechazo provenía de su particular sentido del olfato. Cada vez que le llegaba el aroma a persona, su semblante cambiaba: la nariz se le ensanchaba, dilataba sus pupilas y segregaba una espuma por la boca que, junto con ese arrebato que le empujaba a despedazar cuerpos, le otorgaba un aspecto realmente fiero. Ocurría por igual con todos los hombres, ya fueran jóvenes, adultos o carcamales; y de forma igualmente indistinta con casi todas las mujeres, exceptuando a las más jóvenes o aún por florecer, de las que además se alimentaba sin vacilar. Tras cientos de pruebas y ensayos, se señaló al hedor desprendido por las personas como único culpable del despertar de aquel desbocado instinto asesino.

          Ser Jodryck creía poseer un remedio para ocultar su olor. En su equipaje portaba un frasco colmado del mejor de los perfumes, regalado por el rey, Pietrus III, en la conmemoración de su treinta aniversario. De eso hacía ya dos años, y no había vuelto a recibir ningún presente del monarca. En aquella época habían estado muy unidos, fruto tal vez de las justas ganadas por Ser Jodryck en fastuosas disputas deportivas contra reinos colindantes. Por aquel entonces, a Su Majestad le gustaba presumir de Primera Espada asistiendo a todos y cada uno de los eventos y agasajaba al caballero con multitud de obsequios.

          Pero la relación se había enfriado hacía meses. De hecho, llevaban una semana sin verse por palacio. Ahora, Su Majestad, pasaba la mayor parte del día en la torre del hechicero, junto a Morguer, embaucado por ese desaliñado y calamitoso mago que mantenía su estatus a base de réditos.

          Ser Jodryck no lo soportaba. Sólo una vez llegó a reconocer su valía. Fue durante las guerras contra los nigromantes. En aquella ocasión el caballero había admitido (no sin reservas, pues para ponerlo en marcha había precisado de la incomparable habilidad de su tío Mólover, quizá el mago más lustrado de la familia) haber gozado del beneplácito prestado con el conjuro de protección a palacio. Aquella enorme cúpula invisible había sido realmente determinante para rechazar los ataques de magia negra. Pero, más allá de aquel día, Ser Jodryck no encontraba razón alguna para mantener en palacio a semejante holgazán; y menos aún para otorgarle una torre propia donde practicar sus trucos, por muy feliz que hiciera con ellos a Su Majestad. Aunque no le quedaba más remedio que resignarse a su presencia.

          Acunado por un lecho de nubes esponjosas, el sol asomó entre dos montañas para iluminar con fuerza un cielo extrañamente sonrosado y deslumbrar a Ser Jodryck. Había recorrido diez de las doce leguas que separaban palacio de la cueva del dragón, dejando atrás pueblos, aldeas y toda aquella civilización que, con muy buen criterio, jamás se establecería tan cerca de la morada de semejante monstruo. No tardó en alcanzar lo que hoy en día se denominaba Montepelado: una oscura colina flanqueada por dos columnas de humareda negra, con olor a roca calcinada y azufre, y cercada en su falda por un riachuelo que ejercía, por suerte para la región, de oportuno corta-fuegos. Los dominios del dragón.

          El caballero recordó varios de los frescos que servían de ornamentación en la sala del trono. Sin ser un gran entendido en pintura, siempre le había llamado la atención el titulado "Pietrus II veraneando en Monteflorido". En él se observaba al tatarabuelo de Su Majestad paseando a caballo por un campo tan verde y frondoso como una selva, entre las más exóticas flores y plantas, con arbustos recortados en cientos de formas geométricas y cuidados hasta el más mínimo detalle . Y no era el único cuadro en ofrecer tal exuberante vegetación.  Monteflorido, siendo el lugar más veces escogido por la realeza para disfrutar de sus vacaciones, aparecía en multitud de antiguos lienzos. Ahora, bajo la tiranía del monstruo, todo lo que quedaba de aquel paraíso era polvo y piedra ennegrecida.

          Ser Jodryck alcanzó la orilla del riachuelo apenas comenzada la mañana. Descabalgó antes de cruzarlo, atando las bridas de su caballo a una rama seca, y miró al abrupto monte. Desde ese lugar hacia arriba todo era tierra oscura y desolada. Aquella loma no recordaba en nada a las pinturas de palacio. Sin duda, el montículo había sido corrompido hasta sus entrañas por la abrasadora naturaleza del dragón.

          Poniendo en práctica su estudiado plan de infiltración, se dispuso a continuar a pie. Pero antes de abandonar su montura rebuscó en las forjas y extrajo el frasco con el perfume. Lo destapó y se lo vertió por la cabeza, quedando en unos segundos completamente empapado. No pudo evitar la caída de una lágrima, acompañada de tres toses, ante el cargante olor a cítricos y jazmín que desprendía todo su ser. Pero se obligó a tolerarlo con profundas respiraciones, pues la vida le iba en ello. Una vez restablecido del vahído inicial y acostumbrado a la penetrante fragancia, envuelto en la seguridad de permanecer del todo oculto al olfato del dragón, Ser Jodryck encaró Montepelado y comenzó su ascenso.

          La emoción se desplegaba por sus venas con cada paso que daba. Con la proximidad, el ansia por matar al dragón era más fuerte que nunca. Eliminar a la bestia suponía su pasaje hacia la posteridad, lograría convertirse en leyenda, en un mito, además de la ofrenda inigualable que supondría para Su Majestad. Pero, tanto si lo derrotaba como si no, sólo por el intento su fama sería imperecedera. Nadie se había enfrentado a un dragón cuerpo a cuerpo. Sí, aquella batalla olía a gloria, a un prestigio inabarcable. Aunque el mayor estímulo para el catalogado como "Primera Espada y defensor del reino" era acabar con el homicida más implacable de sus tiempos. Un inconmensurable odio invadió a Ser Jodryck, forjado a fuego con cada escabroso episodio, y barnizado en sangre por cada una de sus muertes. No existía ser más ajeno y detestable que aquel que se empeñaba en acabar con su pueblo. Era su más temido rival, el eterno adversario, su antagonista por decreto. Acabar con el dragón había sido, desde siempre, su razón de ser. Su destino.

          De pronto, Ser Jodryck sintió una inquietud golpeando su mente. ¿Y si entraba en la guarida y esta se hallaba vacía? El plan era sorprender a esa sabandija mientras dormía, pero nadie le aseguraba que permaneciera en la cueva. Según los apuntes de Céfalo, el metabolismo del dragón se ralentizaba justo antes de romper el alba; y lo había demostrado porque a continuación le seguía una larga siesta que se prolongaba hasta el mediodía. Sin embargo, aquellos textos eran muy antiguos; prácticamente habían pasado mil años desde su escritura. ¿Continuarían con las mismas costumbres los actuales dragones? De no ser así, el viaje habría sido en balde. No podría cumplir con su regalo de San Valentín. Y, sin consumar esa gesta,  jamás recuperaría la estima de Su Majestad.

          La ansiedad por conocer la respuesta le hizo acelerar los pasos.

          Bastó divisar de lejos la cueva para aclarar las dudas respecto a su inquilino. Desde la distancia se escuchaba un ronroneo, un colosal murmullo gutural de lava en erupción abriéndose paso entre la oscuridad para escapar por los veinte metros de falla que agujereaban el monte. Ya no albergaba dudas: el mochuelo ocupaba el nido.

          Ser Jodryck se aproximó con prudencia, observando cómo aquella terrorífica entrada repleta de arañazos había sido escarbada por aquella bestia que resollaba sin descanso. Era incapaz de discernir entre una respiración fuerte y unos ronquidos. ¿Estaría dormido el monstruo? Los bufidos acompasados así parecían indicarlo, pero no había forma de adivinarlo. Nunca antes había permanecido tan cerca de un dragón. Decidió desenvainar su espada y, tragándose sus temores, se adentró en la penumbra.

          El caballero avanzaba a tientas por la caverna, paso a paso, serpenteando en la oscuridad y masticando un hedor tan penetrantemente nauseabundo como para atravesar su perfumado halo protector. A medida que se acercaba, envuelto en la negrura más absoluta, podía percibir el incremento de los gruñidos rebotando por las bastas paredes y haciendo vibrar el ambiente. El pecho le retumbaba bajo la campana de metal que era su armadura. Ladeó un megalito, coronó una subida y se topó con una gran cavidad abovedada. Un haz de luz proveniente del techo rasgaba la oscuridad para señalar, enrollado sobre sí mismo, al descomunal dragón. Totalmente anestesiado, el monstruo permanecía ajeno a la visita.

          Ser Jodryck optó por acercarse con mucha cautela, buscando la axila del ala derecha, pues según había descrito Céfalo en su famosa tesis, era el lugar más blando y el ángulo más acertado para clavar una espada que le alcanzara el corazón. El resto del cuerpo permanecía cubierto por una coraza de escamas inexpugnables al acero.

          Una vez identificado el lugar de la estocada, Ser Jodryck se armó del coraje necesario para dar muerte a su enemigo. Allí estaba el dragón, a su merced. El odio corrió por sus venas en forma de adrenalina. Su instinto exterminador reclamaba sangre, teñir de rojo el suelo, aguijonear la carne y ver exhalar el último aliento.

          Armó el brazo para blandir su espada y... y...

          El destello de una escama distrajo los ojos de Ser Jodryck. Su color era embriagador. Un lucero en la oscuridad puesto allí para ser admirado. El caballero bajó la espada. Sintió el irrefrenable deseo de acariciar el brillo, de sentir su calor en la yema de los dedos. Se despojó del guantelete y apoyó la palma de la mano en el lomo del dragón. Al instante, un ardor le traspasó la piel para llenar sus dedos de júbilo. <<Que bestia tan hermosa, que majestuoso ejemplar>>, pensó. Su olfato dejó de sentir asco ante aquel pútrido aroma y encontró, difuminado entre el ambiente, agradables trazas de madera fresca y melaza. Era la fragancia del confort. De la lujuria. Del deseo.

          Guiado por sus impulsos más lascivos, Ser Jodryck comenzó a desnudarse. Quería estar más cerca del dragón, sentir el calor de aquel cuerpo en contacto con cada poro de su piel. Frotar contra aquella fascinante mole todas sus zonas erógenas y fundirse en un éxtasis que intuía sin parangón.

          Antes de abandonar su letargo, el dragón agitó una pestaña. Algo había interrumpido su sueño. Algo que presionaba levemente su tórax. Algo de lo que manaba un fuerte olor a sucedáneo de jazmín, con reminiscencias a un animal que no atinaba a recordar. Abrió el párpado, luego la membrana vertical que protegía su ojo derecho, y miró al suelo con desgana. Una persona, completamente desnuda, se restregaba con fruición contra su cuerpo. ¿Lo estaba soñando o un hediondo ser humano, con el culo al aire y el miembro erecto, había invadido su cueva para acosarlo? Tras el segundo que tardó en preguntárselo, hizo lo que cualquier dragón haría en aquellas circunstancias: dejarse llevar por su rabioso instinto destructor.

          El dragón se irguió, sin poder evitar los retoces que Ser Jodryck seguía propinando a una de sus patas, y comenzó a babear espuma por la boca hasta que sus pupilas dilataron. La nariz se le ensanchó, tomó aire y profirió un alarido tan atroz como para dejar al caballero, y a cualquier ser vivo que andara cerca, paralizado.

          Ser Jodryck se hallaba indefenso. Lo sabía y le daba igual. Cada segundo que pasaba en contacto con el dragón era un instante de placer eterno, de plenitud, y eso era todo lo que ansiaba. Si tenía que morir no encontraría un lugar mejor, ni fauces más apropiadas para quitarle la vida. Ofrecía al dragón toda su existencia, se la brindaba como único atributo realmente de su propiedad.

          El dragón tensó las garras, mostró los colmillos y... y...

          Y, para sorpresa de Ser Jodryck, su amor fue correspondido. Bestia y hombre se enzarzaron en un baile sexual, en una sinfonía de caricias que les llevó a yacer juntos, a provocarse orgasmos a lo largo de cuarenta minutos. A un desmedido éxtasis que desembocó en el placer más extremo y les condujo, exhaustos, a perder el conocimiento.

          Ser Jodryck despertó dos horas más tarde. Había dormido en una hamaca improvisada por el dragón con las membranas elásticas de sus alas, bajo el amparo de su regazo. El mismo dragón al que había amado y que ahora, tras aquella pasión desenfrenada, dormía para recuperar fuerzas. Ser Jodryck también estaba agotado. Aún así, se puso en pie y caminó unos pasos para alejarse de la bestia y observarla en toda su magnitud.

          ¿Qué había pasado? No lo podía entender. Miraba al dragón y le invadían unas ganas locas de acabar con él, pero, al mismo tiempo, el amor que sentía por aquel animal eliminaba de un plumazo todo intento de lastimarlo. Estaba confuso, de eso no había dudas. Pero era una confusión agradable, dulcificada por el inmenso afecto que sentía y a la vez amarga, pues se veía incapaz de llevar a cabo su exterminadora misión. Algo, un instinto primitivo de su ser, le decía que sólo abandonando aquel lugar podría aclarar su mente. Era imposible pensar ante semejante belleza.

          El caballero se vistió con rapidez, haciendo tanto ruido con el metal de su coraza que acabó por despertar al dragón. El animal lo escrutó con la mirada mientras profería un gruñido que a Ser Jodryck le pareció casi amenazador, pero al instante volvió la mirada amorosa con la que habían copulado.

          <<¿Qué pensará el dragón?>>, se preguntó el caballero. <<¿Me amará de la misma forma que yo lo amo a él?>>. El desconcierto que sentía estaba llegando a cotas absurdamente insoportables. Sin más arrestos para pensar, Ser Jodryck dio media vuelta y salió de la cueva a toda prisa, temiendo mirar atrás, como si echar un último vistazo le sentenciara a vivir su romance con intensidad, a olvidarse de su anterior vida y a quedarse allí para siempre.

          La claridad de un extraño cielo sonrosado lo recibió al salir de la cueva. El sol iluminaba en lo alto con fuerza, a pesar de continuar acunado en aquel lecho de nubes esponjosas con el que amaneciera. A Ser Jodryck no le importaba lo más mínimo el cielo. Lo único que le interesaba era respirar aire puro y aclarar sus ideas. El descenso fue un recorrido plagado de tambaleos y tropiezos, transformando al curtido guerrero en una marioneta trastornada  y confusa. Al llegar al riachuelo montó en su caballo y se alejó al galope de aquel monte baldío y perturbador.

          El viento en la cara despejaba su mente y destemplaba su cuerpo. Volvía a detestar al dragón; el cariño por la bestia se había esfumado. Ahora volvía a estar seguro de poder darle muerte. ¿Qué había cambiado en unos pocos minutos?

          La montura dio un pequeño brinco y, distraído por el odio como estaba, a punto estuvo de caer. Hasta ese momento no se había dado cuenta, pero su cuerpo desfallecía por momentos. Un vacío en el estómago le recordó no haberse alimentado desde el día anterior. Súbitamente pensó en la taberna del corzo. Quedaba a menos de media legua, de modo que decidió hacer allí un alto en el camino para reponer fuerzas. Con la barriga llena gozaría de una mejor perspectiva para decidir su próximo movimiento. La hostilidad del lugar no invitaba a detenerse allí, dado que era más conocido por sus numerosos altercados que por sus elaboraciones culinarias, pero a Ser Jodryck no le asustaba. La insignia en el pecho de su armadura, cuando no su cara, era conocida por todos, y no existía en el reino malhechor capaz de plantarle cara.

          Diez minutos tardó en alcanzar su destino: un ruinoso caserón rodeado por unos maderos astillados y hundidos en el lodo, que alguna vez conformaron una tapia. Nadie salió a recibirle, pero no era de extrañar. Recordaba aquel tugurio por haber resuelto el asesinato de dos mozos de cuadras durante ese mismo mes. La causa, sin duda, fue alguna clase de desacuerdo con los huéspedes. Era lógico que nadie se hubiese presentado para cubrir la vacante, así que no se sorprendió cuando no tuvo más remedio que llevar él mismo su caballo al establo, aliviar su estancia despojándole de las alforjas y refrescarlo. Luego, se dirigió a la puerta de la posada. Antes de franquearla pudo escuchar una tremenda algarabía surgiendo de su interior. <<No pasa nada>>, se dijo Ser Jodryck. <<Tan sólo son disputas de rateros. No intervendré si nadie me molesta>>. Tenía mucho en qué pensar y no estaba con ánimo de aleccionar a nadie.

          El jolgorio con el que se topó el caballero era más propio de una celebración que de una reyerta. El local estaba repleto de rufianes y canallas de la peor ralea. Su aspecto desaliñado y amenazante así lo señalaban. Pero todos cantaban al unísono, se abrazaban como hermanos y brindaban al aire con sus jarras de hidromiel. <<¿Pertenecerán a la misma banda?>>, se preguntó Ser Jodryck. Aunque, como máximo representante de la ley, sabía muy bien que no existía ningún clan activo por aquellos lares.

          De todos modos, no le apetecía nada investigar aquel asunto. Que se divirtieran cuanto quisieran. Incluso supuso un pequeño alivio, dada su debilidad física, encontrar tan buen ambiente en aquella posada con fama de conflictiva. Mientras no le molestaran no habría ningún problema.

          Caminó hasta el mesonero esquivando comensales, encargó el sustento, estofado del día acompañado de agua, y se evadió de todo festejo mientras esperaba, sumido en sus pensamientos, a que se la sirvieran en un solitario rincón.

          ¿Por qué no había podido matar al dragón? Aquella pregunta le torturaba una y otra vez el cerebro, desafiaba toda lógica y ponía en entredicho, incluso para él mismo, su abnegada lealtad al reino. Y no quedaba ahí la cosa. También tenía presente la bochornosa escena de sexo, aunque increíblemente placentera, practicada con el dragón. ¿O era dragona? Ser Jodryck no tenía ni idea; no se había parado a averiguarlo. Aunque era un detalle totalmente insignificante ante el hecho de haber fornicado con un animal salvaje. De pequeño se había criado entre vacas, ovejas, caballos, conejos, gallinas, patos, perros, gatos... y jamás se había sentido atraído por ninguno de ellos. Como mucho habían jugado juntos. Pero, mayormente, aquellos correteos servían para propinarles un buen garrotazo con su espada de madera mientras imaginaba ser un célebre caballero en medio de alguna gran batalla. Sin embargo, un dragón no era un perro; ni un caballo; ni tan siquiera un pato, por muchas alas que este tuviera. Un dragón jamás podría ser situado al vulgar nivel de esos animales tan comunes. ¿Serían las bestias exóticas el deseo oculto de sus fantasías? ¿Acaso padecía alguna clase de zoofilia elitista? Aquello tenía más sentido. De todas formas, nada explicaba porqué el dragón no le había arrancado la cabeza de un bocado y se había entretenido haciendo pinturas rupestres por toda la cueva con su sangre y vísceras. Cuanto más repasaba los hechos, más confundido estaba.

           — Señor, se os ve preocupado —dijo un hombre cojo, harapiento y mellado mientras se acercaba con una jarra de hidromiel en las manos— os invito a este trago.

          Dejó la bebida sobre la mesa y, despidiéndose con una destartalada sonrisa, volvió a los festejos.

          Ser Jodryck reconoció su cara al instante. Se trataba de Foley tres dientes, anteriormente apodado cuatro dientes. La rebaja en su mote había sido impuesta aquella misma semana, en un calabozo, por obra y gracia de Ser Jodryck, quien no había dudado en abofetearlo con su guantelete metálico cuando este se negaba a aceptar las órdenes de los carceleros. Aquel hombre no era más que un torpe ladronzuelo, un tipo que entraba y salía de las mazmorras con la misma frecuencia que lo haría una abeja recolectora de su panal. Incluso entre los guardias se producían apuestas sobre el tiempo que transcurriría antes de volver a contemplar aquella desdentada mueca por las celdas. Nunca había superado las setenta y dos horas.

          Para el Capitán General era extraño ver a un pícaro de su calaña invitando a beber, pero resultaba mucho más insólito si tenía en cuenta las veces que le había arreado un buen sopapo. <<No me habrá reconocido. O, si así ha sido, puede que se trate de alguna especie de soborno, por si se me pasa por la cabeza capturarle o saltarle otra pieza dental>>, dedujo el caballero. De cualquier forma, tenía mucho en qué pensar. Así que no le dio más importancia al asunto ni quiso prestar mayor atención al jolgorio.

          ¿Con qué arrestos se presentaría ante al rey? Había cometido alta traición. Y, encima, había disfrutado enormemente de ello. ¿Quien podría asegurar que no volviera a repetirse? Él no, desde luego. Su rendición ante el embriagador influjo del dragón había sido total, y estaba seguro de volver a las andadas en cuanto se produjera un nuevo encuentro. Es más, casi lo estaba deseando. ¿Sería posible una relación estable con aquel ser maravilloso? Quizás. Pero sería del todo incompatible estar al servicio del reino durante el día y entregado a su nuevo amor por las noches. Supondría un engaño mayúsculo, una mera pantomima, una burla al rey, a los dioses y, sobre todo, a su inmaculado honor. La conclusión era clara: estaba obligado a elegir.

          Ser Jodryck salió de la posada con la barriga llena y el ánimo repuesto, fue en busca de su caballo y montó en él. Antes de partir alzó la vista al cielo. El astro rey, todavía acurrucado en aquel extraño lecho de nubes rosáceas, recibió indiferente su decisión: dejaría las armas, se excusaría ante Su Majestad aduciendo alguna extraña enfermedad (al fin y al cabo, ¿qué era sino el amor?) y, ante todo, no contaría nada de lo sucedido. Luego volvería a la cueva, donde pasaría el resto de sus días exprimiendo la nueva aventura en compañía del dragón. Su vida sirviendo al monarca podía darse por finiquitada. Pero antes debía ir a palacio y presentar su dimisión. Mentir sobre las razones de esta era lo más duro para el caballero. Jamás había ocultado nada al rey, su honor no se lo permitía, pero si contaba su desliz con el enemigo se arriesgaba a ser decapitado. Pietrus no se andaba con remilgos ante esa clase de traiciones. Debería ir con cuidado.

          Trece horas habían transcurrido desde su secreta salida de palacio. Trece horas tratando de ofrecer a Su Majestad el regalo perfecto para San Valentín. Trece horas abocadas al fracaso. Trece horas en las que el aplomo del valeroso guerrero había sido transformado, por una parte, en profunda y amarga depresión. En cambio, por la otra, deseaba acabar lo antes posible con su renuncia para volver al dulce refugio de la cueva.

          Un muñeco de trapo tambaleante apareció ante las murallas de palacio. Montaba un corcel blanco, como el de Ser Jodryck, vestía armadura dorada, como la de Ser Jodryck, y el estandarte era idéntico al del Capitán General. Sin embargo, los guardias del foso fueron incapaces de reconocerlo en la piel de aquel burdo monigote decaído. Finalmente, no sin antes pedir santo y seña para verificar la identidad de su señor, accedieron a abrir el portón. Cabizbajo, el caballero se dirigió hacia los establos, con la extraña sensación de ser juzgado por cada individuo que cruzaba su paso. Tras dejar la montura en manos de los mozos de cuadras, Ser Jodryck se dirigió hacia la Sala del Trono cruzando el patio de armas, donde un voluntarioso Finneck, acompañado por quince jóvenes compañeros, se ejercitaba en el arte de la estocada bajo la atenta mirada del maestro.

           — ¡Ser Jodryck! —gritó el muchacho nada más verle— ¡Estáis vivo!

          El caballero levantó la vista del suelo, sorprendido, pues andaba tan absorto en sus pesares que apenas había percibido a la cuadrilla de escuderos. Sus ojos huyeron hacia los establos buscando una vía de escape; hacia la puerta de la cocina, más allá del jardín de las orquídeas, escrutando cualquier otro lugar que no fuera la mirada de Finneck. Por un momento se vio acorralado. De alguna forma intuía ser descubierto por el muchacho si aceptaba hablar con él.

           — ¿Os encontráis bien? —preguntó Finneck al ver el rostro de Ser Jodryck perlado en sudor.
           — Bien... sí... todo bien —dijo el caballero sin devolverle en ningún momento la mirada— ¿Y por aquí qué, todo en orden?
           — Sí... como siempre —contestó el muchacho, sin mostrar demasiado interés por el tema— Pero, decidme, ¿habéis matado al dragón, le hicisteis pagar por sus crímenes?

          ¿Qué podía explicar? Aquel chico anhelaba convertirse algún día en alguien como Ser Jodryck; supuestamente, un guerrero dispuesto a dar su vida por el reino. Pero todo había cambiado. Ahora no era más que un embustero, un vil embaucador intentando escapar de aquel entuerto.

           — ¿Eh... al dragón? —intentó disimular Ser Jodryck— No, no. No pude —se apresuró en mentir el caballero— Entré en la cueva y estaba vacía. Vete a saber dónde andará...
           — Oh, vaya —masculló el chico, visiblemente decepcionado— Que lástima...
           — Pues sí, es una lástima —convino Ser Jodryck al ver cómo su respuesta era dada por válida y conseguía así el efecto deseado.

          De pronto recordó la carta dejada en manos de Finneck. Una cabo suelto en la mentira que iba a desembuchar al encontrarse con Pietrus.

           — Por cierto —intervino al instante— ¿entregaste la carta a Su Majestad?
           — No, aún no —respondió el chico mientras la sacaba del bolsillo— Precisamente iba a hacerlo al terminar con nuestros ejercicios...

          Ser Jodryck interrumpió su perorata con un zarpazo y se hizo con el sobre.

           — Bien, pues ya no hará falta —concluyó— ¿Ves lo sano y salvo que he vuelto?, así que la entrega carece ya de importancia. Yo mismo daré las buenas nuevas a Pietrus. Imagino que podré encontrarlo en la sala del trono, ¿verdad?
           — Sí, creo que está allí. Y, al parecer, de muy buen humor. Seguramente será por...
           — Otro día, joven Finneck, otro día me lo cuentas —cortó Ser Jodryck con premura— Ahora he de visitar al rey. Si Su Majestad llegara a enterarse de que el motivo de su espera fue la mera conversación con un escudero, nos regañaría a los dos, ¿verdad? —dijo mientras le revolvía el pelo con la mano.
           — Pero... —intentó replicar el muchacho— ...será mejor que os diga...
           — No seas pesado, Finneck. Otro día me lo cuentas —zanjó el caballero mientras se alejaba hacia palacio.

          Los pies de Ser Jodryck se movieron con agilidad, cruzando patios, escaleras, puertas y estancias. Y entre ellos sorteó damas, maestres y soldados; figuras con excesivas ganas de hablar pero que muy poco interesaban al caballero. Cuanto antes se encontrara con Pietrus, antes se libraría de la pesada losa en la que se estaba convirtiendo su engaño. Por suerte para el caballero no fue necesario recorrer el largo trecho que le separaba de la sala del trono. En mitad de un pasillo se topó con una nutrida comitiva encabezada por Su Majestad, siete de sus más devotos aduladores, y cerrada con la elegancia innata de Doryos, el sirviente con piel de ébano que guiaba siempre los pasos del monarca.

           — ¡Bueno, bueno, bueno! —exclamó el rey— ¡Pero si tenemos por aquí a nuestro Capitán General!
           — A su servicio —contestó Ser Jodryck, al tiempo que realizaba un taconeo acompañado de una pequeña reverencia. Luego se acercó con disimulo a su oreja— Majestad, tenemos que hablar —dijo en voz baja.
           — Sí, sí. Lo que queráis —contestó Pietrus con un ademán de indiferencia— Pero antes contadme, ¿cómo os fue con mi regalo?

          Como si fuera una iguana, Ser Jodryck transformó su curtida cara en una sábana blanca. ¿Quién le había puesto al corriente de sus planes? ¿Finneck? No lo creía, no había gozado del tiempo suficiente. Además, la carta estaba ahora en su poder, a buen recaudo. Como mucho podía haber difundido sus intenciones entre sus amistades; cosa, por otra parte, poco probable dada la lealtad perruna brindada por el chico.

           — ¿Os encontráis bien? —preguntó Su Majestad al ver cómo el caballero balbuceaba algo ininteligible entre susurros.
           — ¿Eh...? Sí, sí... bueno, no... —corrigió con la intención de aprovechar la pregunta para retomar la táctica planeada: simular una grave enfermedad— De eso precisamente quería hablaros. He sufrido unos desmayos extraños y llevo todo el día indispuesto... creo que no estoy en muy buenas condiciones...
           — ¡Oh, tonterías! Quizá estéis un poco sucio, nada que no podáis arreglar con un buen baño. A saber de dónde salís para traer con vos ese extraño olor a jazmín, azufre y sudor —apuntó el rey mientras con una mano se tapaba la nariz y con la otra abanicaba el ambiente— Pero siento de veras que os hayáis perdido mi regalo, aunque aún estáis a tiempo.

          El caballero estaba atónito. Cualquiera podría reconocer ese hedor a dragón. Iba ligado al rastro dejado en cada una de sus matanzas. Pero si Su Majestad no era capaz de relacionar esos olores con el monstruo... entonces... ¿por qué insistía con lo del regalo?

           — ¿Vu... vuestro regalo? —dijo un desconcertado Ser Jodryck.
           — Bueno, no es mío del todo. Mía fue la idea, eso por descontado, pero sin un gran mago a mi lado poco podría haber hecho. Por suerte contamos con Morguer, el más excepcional de todos.
           — ¿Mor... Morguer?
           — Sí, Morguer —dijo el rey echando un curioso vistazo al caballero— Si no vais a parar de repetir mis últimas palabras, empezaré a pensar que realmente os ocurre algo grave.

          Ser Jodryck parpadeó cuatro veces, en parte para salir de su estupor y en parte para intentar comprender la revelación del monarca.

           — Majestad... no entiendo... —musitó, masajeándose las sienes con una mano— Veréis, estuve fuera y acabo de llegar... la verdad es que no he tenido un buen día...
           — ¡Oh!, pues lo siento mucho. En cambio el mío ha sido magnífico —repuso Pietrus sin importarle lo más mínimo el confesado malestar del caballero— Os busqué esta mañana para contaros mi plan, pero ya veo por qué fue imposible dar con vos. El hecho es que estaba harto de ser yo quien recibiera siempre regalos por el día de San Valentín. Que si flores por aquí, que si piedras preciosas por allá... Total, ¿qué presente podría conseguirme nadie que yo mismo no pudiera regalarme? Ninguno, desde luego. O quizá, siendo muy aventurado, la cabeza del dragón servida en una bandeja de plata. Pero a estas alturas ya lo doy por imposible...

          Con amargura, Ser Jodryck recordó lo cerca que había estado de cumplir con aquel deseo.

           — ... de modo que, ante la perspectiva de sufrir otro monótono San Valentín —continuó el rey—, decidí ser yo quien ofreciera en esta ocasión un regalo adecuado para mis súbditos. Y para ese fin conté con la inestimable ayuda de Morguer. Llamadme soñador si os place pero, aprovechando el día de los enamorados, se me ocurrió convertir mi reino en el lugar más dulce y amoroso de la tierra; un lugar insólito en este mundo cruel donde, por un día y hasta la puesta de sol, el odio más intenso se transformara en el amor más puro. De esta forma conseguiría que no se produjera ni una sola pelea a lo largo de todo el territorio. ¿No os parece hermoso?, aunque he de decir que a Morguer le pareció excesivo mantener el encantamiento a lo largo de toda la jornada; ya sabéis cómo es, si algo derrocha ese hombre es, sin lugar a dudas, holgazanería. Pero por una vez se impusieron mis caprichos a sus pocas ganas de trabajar.
           — Lo... lo cierto es que no tenía ni idea... —dijo Ser Jodryck sin poder cerrar una mandíbula que se le fue abriendo conforme avanzaba la explicación. Luego, con la misma cara de estupefacción, hizo la pregunta más innecesaria que su embotada mente pudo elaborar— ¿Y... funcionó?

          A Pietrus se le iluminó la cara con una enorme sonrisa.

           — ¡Por supuesto que funcionó! Me explicó una cosa sobre la creación de un filtro solar que lograra transformar en amor el odio depositado en nuestras pupilas, o algo así. Me parece que algo tienen que ver esa acumulación de nubes rosáceas ancladas en el firmamento. No os lo creeréis, pero esta siendo el día más extraordinario de mi vida. De hecho, en estos momentos nos dirigíamos a las cocinas. ¿Recordáis a Cujo?
           — ¿Cu... Cujo? —repitió con tono alelado el caballero.
           — Sí, hombre, Cujo. Ese perro loco y rabioso encargado de custodiar la puerta de la despensa.
           — Eh... sí, creo que sí... —dijo Ser Jodryck, por seguirle la corriente.
           — Pues, según me han dicho, ha mudado su furia de tal forma que ahora sólo trata de montar a todo aquel que se le acerca. ¿Y sabéis quién viene a estas horas?

          Ser Jodryck negó con la cabeza.

           — El lechero —apuntó el rey con una risa malévola.
           — ¿El... lechero?
           — ¡Sí! —dijo Su Majestad dando un saltito de alegría— Ese hombre detesta más a ese chucho que vos al dragón. ¿Os podéis imaginar qué surgirá de tal encuentro?

          Ser Jodryck abrió tanto los ojos que parecieron querer escapar de sus cuencas.

           — No tengo ni la más remota idea —mintió el caballero.
           — Pues yo tampoco —reconoció Su Majestad—, pero no me lo perdería por nada del mundo. ¿Nos acompañáis?
           — Eh... no, no, no. No puedo —dijo el Capitán General fingiendo una repentina flojera en las piernas—, no me encuentro bien y me gustaría tomar un baño antes de acostarme. Pero disfrute de su regalo, Majestad.
           — Eso haré —dijo el rey propinándole dos palmaditas en la mejilla antes de proseguir su marcha.

          De los cuatro segundos empleados por el grupo para dejar atrás a Ser Jodryck, el caballero dedicó el grueso de los tres primeros a maldecir mentalmente la completa estirpe de Morguer. El último instante, viendo aparecer la figura de Doryos cerrando la comitiva, lo destinó a estirar el brazo y agarrarlo con la fuerza de un cangrejo.

           — ¿Dónde está Morguer? —gruñó Ser Jodryck entre dientes.
           — ¡Soltadme..! —profirió Doryos al tiempo que daba un tirón para liberarse— ... me habéis hecho daño... —dijo frotándose la muñeca.
           — Disculpadme, fue sin querer —se excusó el caballero. Luego, con disimulo, apoyó la misma mano sobre la empuñadura de su espada y continuó con idéntica fuerza de prensado.
           — Está descansando en sus aposentos —contestó, al fin, Doryos— El conjuro fue tan potente que acabó exhausto.
           — Oh, sólo quería felicitarle por su gran trabajo —dijo Ser Jodryck adoptando una voz dulcificada.

          Doryos miró de soslayo al caballero, con un punto de extrañeza, sin confiar demasiado en sus amables intenciones; sin embargo, que él supiera, no había razón alguna para que estas fueran otras.

           — Está bien —aceptó— pero que sea una visita rápida. Nos pidió que nadie le molestara.
           — No os preocupéis, será un momento —dijo el caballero, mientras en su interior revoloteaba  la frase "será la justa molestia para asesinarlo con mis propias manos".

          Era increíble. En todas y cada una de las intervenciones del mago, se cernía un desastre para Ser Jodryck. Pero esta vez había ido demasiado lejos. No sólo le había estropeado el mejor regalo de San Valentín que un súbdito pudiera ofrecer a Su Majestad en la historia del reino. Esta vez, además, le había hecho copular con una horrible bestia, ignorar sus sagrados votos, echar por tierra su inmaculada reputación y confundirle hasta la inconcebible idea de querer abandonar a Su Majestad.

           — ¡Lo mato! —susurraba el caballero con voz tenebrosa y mirada enloquecida, conforme remontaba las escaleras de la Torre del Hechicero— Esta vez, lo mato. Y no habrá nadie para impedírmelo.

          De una salvaje patada, Ser Jodryck hizo saltar el pestillo y dos goznes del portón que dotaba de intimidad a las estancias de Morguer. Una habitación apenas iluminada por un mortecino rayo de luz filtrado desde una claraboya, atestada de trastos, pócimas y cachivaches, se desplegó ante los enfurecidos ojos del caballero. Al fondo, sobre un desvencijado camastro, dormitaba como una marmota despreocupada el gran mago. Desenfundando su espada, el caballero la alzó sobre su cabeza, se acercó con pasos felinos al lecho y... y...

          El rayo de luz filtrado por la claraboya incidía directamente sobre las mejillas de Morguer. Dada su gordura, el rostro parecía enorme, pero también desprendía el brillo de un color sonrosado muy bonito. Incluso delicioso, pensó Ser Jodryck. Hasta daban ganas de comérselo a besos.

          El caballero, sintiéndose aturdido, dio dos pasos atrás. Le embargaba una sensación placentera; una sensación que lindaba con la excitación. Una sensación que, por algún motivo, le era familiar. Quizá demasiado familiar y próxima en el tiempo. De todos modos, comenzó a desvestirse. Primero un botín, luego el otro, y seguidamente se desabrochó los pantalones para aliviar la presión a la que le sometía su miembro erecto. Fue justo en el momento de dejarlos caer hasta las rodillas cuando Ser Jodryck pestañeó dos veces y, sin saber muy bien cómo, fue consciente de lo que sucedía. Entonces, sin pararse a pensar, apartó la vista de Morguer, agarró su ropa y salió corriendo, horrorizado, escaleras abajo.

          Años más tarde, multitud de juglares habrían escrito decenas de canciones románticas, y alguna que otra humorística, basadas en aquel pacífico Día de San Valentín. Tales como "El festín del Corzo", "Balada gruñida de amor para un lechero" o "El insospechado cariño de mi suegra". Todas ellas cantinelas repletas de estribillos pegadizos que retrataban los sucesos acontecidos durante aquella insólita jornada. Y en cada San Valentín servían para amenizar la ostentosa gala de conmemoración que organizaba Su Majestad, Pietrus III, en la Sala del Trono. Con aquellas tonadas recordaba el que, probablemente, había sido el mejor día de su vida. También para Morguer hablaban de un triunfo, de la gloria conseguida por haber podido brindar a Su Majestad un día tan excepcional. Pero también evocaban un misterio jamás resuelto. ¿Quién o qué había arrancado la puerta de cuajo mientras dormía? Nunca pudo averiguarlo. Por contra, Ser Jodryck tenía que sufrir en silencio, y soportando toda aquella alegre algarabía, los detestables recuerdos que surgían en su mente al escuchar las melodías. Aquel día había acabado para él cuando se vio acurrucado en la cama, temblando y despavorido, con un halo de locura gravitando alrededor de su cabeza por no poder dar muerte a unos enemigos a los que no cesaba de amar. Maldito Día de San Valentín.


lunes, 13 de junio de 2016

El prólogo




Todo prólogo que se precie debe ir ligado a un relato, y este no va a ser menos, pero lo he situado en una entrada a parte porque el cuento ya me parece lo bastante largo como para inflarlo con una introducción. Además, qué leches, así relleno el blog con otra entrada, que últimamente anda un poco falto de ellas. Y hasta aquí, y a riesgo de ser redundante, llega el prólogo del prólogo. Lo que viene a continuación va referido exclusivamente al escrito que pondré, tras un último repaso, la semana próxima por aquí.

Hay dos razones por las que no suelo escribir por encargo: la primera es porque no me gusta limitarme a un tema concreto o a una extensión. No me siento cómodo si se me coarta de alguna forma la imaginación. Y la segunda, siendo probablemente la de mayor peso, es porque nunca nadie, con la de buenos escritores que hay por el mundo, ha llegado a la desesperación de fijarse en mi nulo talento para desear alegrarse la vista con uno de mis cuentos. Y bien que hacen.

Así, pues, la única persona que me ha castigado con una petición he sido yo mismo. ¿Por qué?, os preguntaréis (y si no os lo preguntáis, preguntároslo. De esta forma, al leer mi respuesta, todo cobrará más sentido, ya veréis). Pues porque quería flagelarme y no sabía muy bien cómo. No era capaz de plasmar por escrito mis ideas (o al menos de la forma que a mí me gustaría) y me dije: "¡Ah, sí, con que esas tenemos! Pues ahora te voy a dar otra tarea y te meto más presión". Ya veis lo considerado que soy conmigo mismo ¿Que cuando ocurrió eso? Si no recuerdo mal, a principios del mes de febrero, mientras andaba desesperado por acabar tres relatos que no me gustaban nada cómo iban quedando. Por descontado que no los terminé (de hecho, aún les estoy dando vueltas), pero al menos sí que he podido finiquitar este, el de la penitencia, aunque tampoco me convence del todo. Está claro que le vendría muy bien una profunda reescritura, ya que creo no haberle cogido el tono adecuado en ningún momento y, siendo muy benévolo, a lo sumo me convencen dos o tres párrafos y algún que otro diálogo. Pero bueno, como cada uno tendrá su opinión, no dudéis en comentar la vuestra.

Eso ocurrió unos cuatro meses atrás, por eso debo admitir que ya voy un poco tarde, pero no iba a convertir mi represalia en una condena insostenible situando, encima, un plazo de entrega. Se trataba de una mortificación, no de un suicidio. Y puestos a pasarlo mal, que fuese al menos de la mejor forma. Aunque, sí, quizá lo he prolongado demasiado.

Como todo este sarao lo monté, como ya he comentado, a principios de febrero, no encontré materia más cercana sobre la que escribir, ni más apropiada, que la del archiconocido Día de San Valentín. Así que me empeñé en crear un argumento que ilustrara, o por lo menos recogiera la esencia, de esa romántica fecha.

Se trataba de un reto que me tocaba bastante las narices, más que nada porque detesto el hiperromanticismo. Pero un escarmiento auto infligido tiene que molestar, sino pierde todo su sentido. De este modo, mi primer pensamiento me llevó a la época medieval, allí donde príncipes azules y princesas han protagonizado los encuentros más acaramelados. Además, dicen que por aquella época se destilaba mucho sentido del honor, característica más que interesante para un buen relato romántico. Fue entonces cuando, dejándome guiar por esos derroteros mentales, recordé haber perpetrado, hace ya algún tiempo, un cuento enmarcado en ese periodo de la historia, aunque también muy influenciado por el género de la fantasía. Concretamente el titulado El caballero más osado. Así que me decidí a retomar aquellos personajes y crearles una nueva historia.

Para ser sincero, también hay otra circunstancia por la que me animé a idear esta secuela (o precuela, que tanto da). No os lo creeréis, pero existe una persona en el mundo a la que le encantó El caballero más osado (sí, yo tampoco me lo explico). Y no se le ocurrió otra cosa que preguntarme qué sucedía con el dragón, porque en el relato no quedaba nada claro. Yo le contesté que no tenía ni la más remota idea, pues ese personaje fue creado como una amenaza latente y no para que hiciera ninguna aparición. Entonces me contestó que le gustaría leer más, cosa que por una parte me hizo muy feliz, aunque por la otra fue una pequeña desdicha al no tener más material que ofrecer. Pues bien, desde ya puedo anunciar la aparición del dragón en esta nueva entrega, aunque dudo mucho dejar satisfecha a esa persona con mi perturbadora historia. De todas formas, no creo que se pase por aquí para leer el cuento. Pero, de alguna forma simbólica y seguramente enfermiza, queda mi deuda saldada.

Bueno, no me extiendo más, que para eso ya está el cuento. Como suelo desear a todos los visitantes, que sea leve. Lo pongo la semana que viene.