domingo, 31 de julio de 2016

A la caza del agujero negro



De un tiempo a esta parte me he vuelto un telespectador muy selectivo. Si no fuera porque ahora, gracias a los avances tecnológicos aplicados al televisor, se puede ver la emisión por internet o grabar programas en un dispositivo de almacenamiento, no tendría más remedio que tragarme cualquier bodrio emitido durante mis pocas horas libres disponibles. Por suerte, a día de hoy es posible elegir. Y mis gustos, por así decirlo, me han llevado a quedarme prendado con una serie de documentales que tratan sobre el cosmos. Se llama "El Universo inexplicable: misterios sin resolver". ¿Quién en su sano juicio no se lanzaría de cabeza contra la pantalla ante un título tan apasionante? Nah, imposible dejarlo correr.

Lo cierto es que los capítulos no son tan trepidantes como su nombre insinúa. De hecho, si preguntáis a mi mujer os contará lo soberanamente aburridos que pueden resultar para ella, pero eso no quita que yo los disfrute como un enano. Admito la lentitud en la oratoria del narrador, el prestigioso astrofísico Neil deGrasse Tyson, aunque lo que me gusta de él no es su poco dinamismo ni su verborrea de tortuga, sino las preguntas que se hace y deja en el aire, casi todas dignas inspiradoras de posibles relatos de ciencia ficción, los cuales imagino variados y probablemente muy entretenidos. El otro día, por ejemplo, teorizó sobre un primer contacto con seres de otra galaxia y nuestra más que segura incapacidad para comunicarnos con ellos. Y su visión estaba basada en una exposición muy razonable. ¿Cómo podemos ser tan pretenciosos de querer comunicarnos con extraterrestres, cuando si ni tan siquiera somos capaces de mantener una conversación relevante con ningún otro animal de nuestro propio planeta?, se preguntó; además de hacer hincapié en las pocas diferencias genéticas que nos separan de cualquier otro bicho nacido en La Tierra: apenas un uno por ciento. Si echamos la vista atrás en nuestro árbol genealógico, todos los seres vivos hemos evolucionado partiendo de una misma célula. Todos compartimos el mismo antepasado. Entonces, ¿de verdad nos creemos capaces de comunicarnos con otra clase de vida, probablemente con un ADN (si es que lo tiene) tan diferente al nuestro que ni siquiera compartamos órganos sensitivos? Cuestiones como esta son las que me dejan con la boca abierta y dándole vueltas al coco, aunque si os animáis a verlo disfrutaréis de una explicación mucho más extensa y profunda de lo que yo pueda ofreceros.

También hace breves repasos de los descubrimientos astrofísicos que se han dado a lo largo de la historia. Y es aquí, mientras mencionaba a Newton, Einstein o Copérnico, cuando me di cuenta de una cosa muy curiosa: apenas existen mujeres que destaquen en este campo. El hecho, en sí, no es sólo un agravio comparativo, además es un desperdicio imperdonable del valioso prisma femenino. ¿A dónde iremos a parar si no contamos con la mente privilegiada de las mujeres? Porque, no nos engañemos, ellas perciben el espacio y el tiempo de forma diferente a los hombres. Lo que para mí es pasar una eternidad escogiendo modelos y tallas, situándome en la cola del probador y luego en otra más para pasar por caja, para ellas apenas suponen diez minutos de compras. Supongo que de ahí viene la teoría de la relatividad. Todo es relativo.

Pero la mayor prueba de estar en lo cierto me la han proporcionado las mujeres de mi familia. Ellas se resisten a admitirlo, pero en mi cuerpo han encontrado un agujero negro, justo en la espalda. No tan abajo como algunos malpensados sospecháis, sino exactamente entre los dos omoplatos. Al ser descubierto por mi madre cuando yo apenas contaba con catorce años de edad, lo bautizó con el nombre de "punto negro". Pero, dado su incuestionable poder de atracción y lo oculto que se mantiene a la vista (al menos a la mía), para mí que su verdadera naturaleza es la de un agujero negro. En el documental sostienen que es posible crear uno a partir de un choque muy violento de partículas, por lo que no es de extrañar que se originara durante mi adolescencia, cuando en mi organismo andaban todas revolucionadas. Mi hermana también lo llamó "espinilla", pero eso es lo que sucede cuando te hayas ante un fenómeno que va más allá de toda comprensión. El cerebro siempre se decanta por la explicación más sensata.

Pero si alguna vez tuve dudas sobre sus propiedades, todas se esfumaron cuando fui testigo del inmenso poder gravitatorio que ejercía sobre ellas. Con sólo sacarme la camiseta, las dos, mi madre y mi hermana, quedaban atrapadas por su inevitable influjo, siendo arrastradas hacia él de una manera irreversible. También ocurrió el otro día con mi mujer y mi tía en el mismo instante en que se dispusieron a cortarme el pelo. Esto no pasaba con mis amigos cuando íbamos a la piscina o nos duchábamos tras un partido de fútbol. Ellos jamás advirtieron su presencia. En cambio, todas las mujeres de mi entorno han sido atrapadas alguna que otra vez por su descomunal fuerza gravitatoria. Y si hay algo que caracteriza a un agujero negro es, precisamente, la irresistible atracción que ejerce en la materia que orbita a su alrededor, por lo que he llegado a la brillante conclusión de que ellas, y sólo ellas, han desarrollado la habilidad precisa para detectarlo.

Dicen que, cuando un agujero negro te absorbe, la parte de tu cuerpo más cercana a su núcleo se estira, convirtiéndose en una especie de espagueti. Por una parte estoy de acuerdo, aunque más que espaguetis yo diría que son punzones. Al menos es lo que siento cuando las mujeres de mi vida estiran sus dedos hacia mi espalda y acaban clavándolos en el agujero negro. Entonces no dejan de apretarlo con todas sus fuerzas, algo por otra parte totalmente comprensible. Porque, ¿qué van a hacer, sino, en aquella singularidad? Pues dirigir toda su energía hacia un mismo punto para estrujar todo lo posible el espacio y el tiempo.

Justo en el preciso instante en el que se me salta una lágrima, que ha de ser un dolor muy parecido a la cota máxima de compresión aguantada por nuestro universo, el agujero negro expulsa una sustancia blanquecina. Son unas pesadas, pues no paran de gritar que es pus, pero mi réplica es de una lógica aplastante. Yo siempre he dicho que esa misma imagen de erupción, de chorro a presión con materia desperdigándose por el espacio, ya ha sido avistada a través de diversos telescopios cuando apuntan hacia un agujero negro colapsando, así que no van a lograr confundirme. A juzgar por cómo me miran, juraría que ni ellas mismas son conscientes de lo que se traen entre manos.

¿Qué otros grandes misterios podrían desentrañar las mujeres? ¿Descubrirán nuevas leyes de la física? ¿Forjarán nuevas teorías sobre el origen del universo? Eso sólo lo averiguaremos aplicando su peculiar sensibilidad al mundo que nos rodea. Por suerte, cada día hay más paridad entre los científicos para que esto suceda. Aunque aún no sé a quién deberemos recurrir para desvelar ese singular comportamiento, por otra parte tan característico, que lleva a diferenciarnos tanto de las féminas.




martes, 19 de julio de 2016

Buffet libre



A veces tengo una ocurrencia y no me apetece desarrollarla demasiado. Eso no quiere decir que no intente dejarla lo más pulcra posible, pero suele quedarse en un mini-relato. Ahora veo que acabo de inventarme esto del mini-relato. A mi entender, vendría a ser cuando sobrepasa la medida de un micro-relato y no alcanza la suficiente para denominarlo relato corto. O igual sí que es un relato corto, aunque para salir de dudas deberíamos preguntar a un purista sobre el tema. En fin, da igual la raza del perro. Mientras corra, ladre y dé lametazos (y de paso gruña lo menos posible) ya me daré por satisfecho. Que sea leve.



Buffet libre

        Eché a temblar el día en que a papá se le metió en la cabeza darme la ya famosa y proverbial lección de vida. Es una práctica muy extendida en un barrio como el nuestro: humilde hasta la médula y con las tradiciones tan enraizadas. Toda la pandilla andaba inquieta porque, a mis trece años, aún no hubiese recibido la mía.

        Al instante recordé el relato de Efren, el vecino del quinto, y de cómo su padre le había acercado a la iglesia para entregarle una Biblia recién afanada del atril para, por increíble que parezca, hacerle prometer que jamás cometería pecados, pues estaban en este mundo al servicio de Dios y no debían traicionar su palabra. Al parecer no era un hombre que predicara con el ejemplo. Luego me vino a la mente Will, cuando me explicó que a su progenitor no se le había ocurrido otra cosa que aprovechar el cuatro de julio para arrastrarlo hasta un bosque, obligarle a degollar a un inocente conejo con su navaja y, acto seguido, nombrarlo defensor de la patria. Sin duda, una aventura escalofriante. Aunque el episodio de mayor humillación posiblemente fuera el de Steve. Su padre lo sacó del cuarto a altas horas de la noche, se fueron a un local decorado con cortinas rosas y neones, y le obligó a permanecer tumbado, sin ropa y durante una hora, junto a una señora también completamente desnuda que olía a tabaco y sudor. Y por si todo aquello no fuera suficiente incomodidad, su viejo hizo lo propio con otra señorita en la cama de al lado, aunque para nada se estuvo tan quieto como él.

        ¿Qué sentido tenía la vida para mi padre? Lo único que sabía de él era que cobraba una pequeña pensión vitalicia pero, cuando salía de casa, jamás supe dónde paraba ni si por la noche iba a regresar. Quizá por esa razón me sorprendió tanto cuando, a pesar de estar envuelto en su particular moralidad, desplegó ante mis ojos aquel enorme regalo de sabiduría y delicadeza.

        Me llevó hasta las puertas de un restaurante y, valiéndonos de un descuido, nos colamos en su interior hasta vernos rodeados por largas mesas. Todas ellas atestadas con un montón de fuentes y bandejas repletas de comida. Yo no entendía nada. O mejor aún, me sentía como un recién nacido dando sus primeros pasos por nuestro mundo.

         — Papá, ¿qué hemos venido a hacer aquí? —le pregunté.

Mi padre me miró a los ojos, dibujó una sonrisa cómplice en su boca, y me dijo:

         — Tomar cuanto queramos.

sábado, 9 de julio de 2016

La muerte es una tómbola


No hace falta recurrir a los antiguos sabios para dar con frases aplastantes como océanos, la erudición se encuentra en los lugares más insospechados. No hay más que recordar lo que pregonaba Marisol, aquella archiconocida tonadillera/filósofa, cada vez que la dejaban berrear: la vida es una tómbola, to, to, tómbola (sí, parece que sufría algún problema de tartamudeo).

Eso es lo que es. Un juego, un mero azar, un imprevisible ciclo lleno de idas y venidas; finiquitado, eso sí, con la llegada de un suceso que para todos es el mismo: la muerte. Por cierto, la muerte también lo es. Todo lo que va ligado a la vida, y la muerte forma parte indiscutible de ella, es una tómbola.

¿A qué viene este intento infructuoso de bonita, a la par que ludópata, introducción?, os preguntaréis. ¿Va a hablar este pesado sobre David Bowie, Bud Spencer o Ramsey Bolton, ilustres famosos fallecidos hace poco? Pues no. Voy a hablar de mi gata, a la que, tristemente, le quedan poco más de dos maullidos.

Pero, espera un momento. Si acabas de asegurar que la vida es una tómbola, o sea, un sorteo impredecible, ¿cómo puedes saber que tu gata está a punto de diñarla? Muy sencillo. Porque, tras unas exhaustivas pruebas veterinarias, el diagnóstico a su pérdida de peso y a los múltiples bultos aparecidos por todo su cuerpo últimamente, ha sido el de, ¡tachán!, un tumor en el páncreas. Es decir, que ya le ha tocado uno de los premios gordos de la tómbola, ahora tan sólo ha de esperar a cobrarlo.

Ya, ya sé que recrearse en temas tan escabrosos puede suponer una falta de respeto para el afectado. A nadie le gusta que aireen sus intimidades. Pero, para mi descargo, diré que hace tiempo hice un pacto sagrado con mi mascota: mientras no dejase de rascarle las orejas siempre que le viniera en gana, podría comentar por aquí cualquier cosa referida a ella. Y, como jamás he faltado a mi promesa, no creo que reciba reprimenda alguna por su parte.

Pero, para honrarla como se merece, intentaré hacer un pequeño retrato de su figura. Su nombre es Puça (Pulga, en catalán), y le viene dado por su eterna enanez (aún siendo ya adulta) y el abundante número de parásitos que habitaba por su cuerpo cuando nos la regalaron. Gasta unos ojos azules como el zafiro, una nariz más negra que la toga de un juez y un pelaje castaño claro prácticamente idéntico al de un gato siamés, aunque el suyo fue tostado en el vientre de su madre un par de tonos más subido, por lo que es seguro que algo de esa raza acabó heredando. No se le conocen aficiones ni hobbys que no sea dormir, comer lácteos (le chifla el yoghurt, la nata y el queso) y dar zarpazos a todo cordel que cruce por delante de su hocico. Quizá también cazar moscas, aunque no hay que ser muy avispado para reconocer que nunca ha gozado del instinto asesino ni de la agilidad que atesoran casi todos los felinos de su especie. Vamos, que para pertenecer a la misma familia que las panteras, más bien es de movimientos torpes y desgarbados.

Y hasta aquí la escueta descripción. No quisiera dispersarme demasiado, así que, volviendo al tema que nos ocupa, Puça se muere, y de forma irremediable. Esto es un problema, porque, como dueño del bicho, estoy en la obligación de escoger el día de su deceso, ya sea esperando pacientemente la extinción de forma natural, o eligiendo un día concreto para suministrarle la fría inyección letal. Para mí, lo más lógico sería que un ser vivo pudiera imponer su última voluntad y nos la comunicara, sin dejar en manos de nadie tan peliaguda elección. Pero mi gata jamás se interesó por los idiomas, así que no tengo más remedio que interpretar esas preferencias fijándome en su estado de ánimo y su aspecto. Y no es sencillo. Todo queda a mi criterio.

¿Que qué criterio tengo? A ver, para empezar guardo el convencimiento, o la ingenua esperanza, de que toda vida ha sido puesta en este mundo con el único propósito de disfrutar cuanto se pueda. Y a mi gata aún se le ve retozar por la alfombra, zarandear sus muñecos y ronronear cuando me exige un masaje de tímpanos. Pero, claro, no sé yo si todo eso compensa el dolor que pueda estar sufriendo.

Sin duda, está débil. Muy débil. Dentro de poco no podrá ni alcanzar la encimera donde siempre ha estado situada su comida. Aunque no es menos cierto que, debido a la extrema delgadez a la que le somete su enfermedad, tampoco ha de hacer un gran esfuerzo para mover el esqueleto. Y prácticamente eso es lo que queda de ella: huesos envueltos en algo de pellejo. Observando detenidamente a mi gata, uno se puede hacer una idea de lo indispensable que resulta para un organismo el perfecto estado del páncreas. Apenas procesa la gran cantidad de alimento que ingiere, porque, lo que se dice comer, come como una loba, pero lo defeca en poco más de dos horas sin haber extraído los nutrientes necesarios para que su cuerpo funcione correctamente. Pero quizá el aspecto más curioso sea lo que sucede con sus células: no se regeneran. O sea, no sana. Así, pues, cualquier pequeño rasguño o herida queda abierta y supura sin descanso. Por suerte, esta fastidiosa circunstancia la hemos podido atajar suministrándole cortisona. Pero lo más alucinante es que, tras pasar dos meses desde las pruebas veterinarias, donde se le esquiló lo justo para extraerle sangre y practicarle una ecografía, y además aprovechamos la anestesia para recortarle las garras, no le ha vuelto a crecer el pelo ni las uñas. ¡Si ni tan siquiera produce cera en las orejas!  Y eso que hace unos meses, si hubiésemos dedicado tiempo y esfuerzo en recolectarla, nos hubiera salido a cirio por día.

He pedido consejo a la gente de mi entorno y todos opinan igual: sacrifícala antes de verla sufrir. Lo siento, pero no comulgo con este pensamiento. Incluso me asusta un poco. Vale que a la gata no le crece el pelo y anda un poco renqueante, pero por lo demás está bien; activa y con buen ánimo. ¿Cómo quieren que sacrifique a un animal si no lo veo en las últimas? Para eso lo matamos al nacer y así le evitamos cualquier dolor.

Ya, ya sé que soy un exagerado, pero, por sus síntomas, no hay manera de saber hasta dónde llega su dolor. Ahora que lo pienso, también a mí hace tiempo me dejó de crecer el pelo (sobre todo por encima de la frente). Sólo espero no torcerme jamás un tobillo, porque como me vean por casa cojeando ¡zas!, palo en la cabeza y sufrimiento resuelto. He de andarme con cuidado.

Delirios esquizofrénicos a parte, un día de estos tendré que tomar una decisión. "Tomar una decisión", cobarde eufemismo para decir que deberé cargármela. Supongo que dependerá de mi juicio, de mi espíritu o de mi coraje. De cómo interprete las señales que me lance el pobre bicho. Y la combinación que nos lleve a inmolarla no será más que otro premio en la tómbola de su vida. El último.

Asco de tómbola...