lunes, 16 de enero de 2017

La película de la Navidad



Pueden ser varias las razones para que una película sea considerada "de culto". A veces son películas que, por su mediocridad, han pasado inadvertidas, pero que aún así son idolatradas por un grupo de personas que han visto en ellas algo original, diferente al resto; también existen las que, dejando de lado su probada calidad, fueron tan maltratadas en su difusión y distribución que solo una selecta audiencia pudo deleitarse con sus historias. En ambos casos también pueden ser trabajos crípticos, de difícil valoración, con los que has de exprimirte el cerebro o tener una especial sensibilidad para llegar a entender por completo su confuso significado. Eso sí, si logras conectar con ella te parece el no va más, la obra clarividente de una persona que rezuma su lucidez por cada fotograma.

En definitiva, una película "de culto" adquiere su pomposa etiqueta cuando un público bastante significativo, aunque limitado, le otorga relevancia.

También son "de culto" las películas que, mediante sus trailers, amasaron unas expectativas de cine comercial, de mero entretenimiento, pero que acabaron resultando totalmente diferentes a lo prometido; normalmente mejores de lo que dejaba entrever ese pequeño adelanto, pero que, ante la confusión de unos espectadores que esperaban ver otra cosa, acabó siendo sepultada bajo una montaña de críticas desfavorables. Algo así le ocurrió a "El bosque" de M. Night Shyamalan (todos esperábamos terror y nos ofrecieron un simulacro de sociedad naturista; una impactante fábula utópica). Y puede que acabe sucediéndole lo mismo a "La llegada" de Denis Villeneuve. Aunque con esta última son solo suposiciones mías, pues me consta que ha logrado una buena taquilla.

¿A qué viene esta torpe tesis de por qué una película se gana el apelativo "de culto"?, os preguntaréis. Pues porque es un paralelismo que he encontrado, posiblemente igual de torpe y simple que mi anterior argumento, para explicar de una vez por todas y ya pasadas las fiestas, mis sentimientos hacia la Navidad, el Año Nuevo, el Día de Reyes y a la postre cualquier otro día señalado del calendario.

Pero, para lograr mi cometido, sería aconsejable que nos transformáramos en otra persona. Concretamente en Abed Nadir, que es uno de los protagonistas de la serie Community. Vale, vale, no tenéis ni idea de quién es este personaje, ¿verdad? Pues no os preocupéis, porque yo os lo explico en un santiamén. Abed es un estudiante de universidad pública norteamericana (sí, al parecer eso existe) altamente influenciado por la televisión, pues ha pasado toda su infancia viendo películas y series. Este hecho, sumado a su nula capacidad de empatizar con el resto del mundo, le hace buscar a cada instante una referencia televisiva para poder comunicarse o entender cualquier situación. Y es tal el grado de abducción, que él mismo cree estar viviendo en una serie o en una película; por otra parte, con toda la razón. De hecho, Abed no cuenta el transcurrir del tiempo en años, sino en temporadas. Miradle ahí arriba, en la cabecera de esta entrada, haciéndole un bonito encuadre a la vida.

Confieso que es una serie rara y en ocasiones confusa, pero si logras sintonizar con su propuesta también es genial y divertidísima. ¡Ah!, y no muy conocida; por lo que, teniendo en cuenta los argumentos anteriormente esgrimidos, deberíamos considerarla "de culto".

Pero basta ya de hablar de series y vayamos al lío. Imaginemos que las festividades navideñas son una película que se repite cada año. No creo que sea una tarea muy difícil porque en cierto sentido es así. Pero es una película que, a pesar de conocer sobradamente su argumento, nos la van vendiendo desde el mes de noviembre (o incluso antes) a través de innumerables trailers: con anuncios en televisiones, radios y diarios, calles engalanadas con lucecitas, escaparates convenientemente decorados para la ocasión, loterías extraordinarias, regalos... Todo son imágenes de jolgorio, personas de todas las edades con una inmensa sonrisa incrustada en su boca. Esta antesala a la navidad promete unos días rebosantes de felicidad a todo aquel dispuesto a disfrutarla. Porque sí, porque son días programados para la alegría mundial y punto. Estamos obligados a ser felices.

Ante esta perspectiva yo, que soy una persona razonablemente feliz durante el resto del año pero también altamente maleable ante el incesante bombardeo de buenaventura, espero atravesar el umbral de la Nochebuena embriagado, envuelto en un halo de paz, amor y gozo. Y no es así. Continúo igual de feliz y contento, eso por descontado, pero enturbiado por un amargo sabor a decepción. La Navidad, por sí sola, no ha cumplido con las expectativas.

Por supuesto que es agradable no trabajar, darse atracones con manjares y visitar a familiares queridos; pero no más que en cualquier otra época del año. El simple hecho de ser Navidad no aporta más felicidad a esos actos. No al menos para mí.

Esta entrada no está escrita para despotricar contra unas tradiciones arraigadas, ni tampoco para hacerme el interesante yendo contracorriente. No odio la navidad; nunca me ha hecho nada; aunque quizá sea ese su principal problema. Envidio de forma sana (¿eso es posible?) y profunda a todo aquel que se emocione escuchando un villancico o sienta mariposas en el estómago mientras decora el árbol de navidad. Yo, me veo incapaz.

Para mí, la Navidad es esa película "de culto" que jamás he llegado a comprender del todo. Por mucho que me esfuerce no capto su esencia, no tengo un brillo especial en la mirada cuando escucho las risotadas de Santa Claus ni se me desboca el corazón asistiendo a la cabalgata de los Reyes Magos. Pero lo continuaré intentando. Año tras año. Aunque solo sea por tradición.