lunes, 29 de septiembre de 2014

El zoo de papel



Por todos es de sobras conocida mi gran afición por el cine, la música o la lectura. Cuando no estoy visionando una serie o película, ando juntando letras, palabras, líneas y estrofas para enterarme de qué va un relato. También aprovecho cualquier tarea en casa para que me acompañe alguna de mis melodías favoritas. Parece ser que no tengo bastante con mi vida cotidiana y que necesito sentir más emociones para gozar con plenitud de esta fugaz vida.

Porque eso es, precisamente, lo que le pido a una canción, a una secuencia o a un cuento: que sea capaz de emocionarme. Y con esto quiero decir que da igual si se trata de hacer reír, llorar, pasar miedo o frustrarse, siempre y cuando el mensaje sea honesto y no detecte una, por otra parte inevitable, manipulación de los sentimientos.

También es cierto que las expectativas que uno mismo crea sobre un argumento van en contra del factor sorpresa y acaba resultando más complicado llegar a emocionarse. Por poner un ejemplo, si uno sabe que la película es una comedia, seguramente será más exigente con el ingenio de los diálogos o los gags. En cierto modo, esperar de antemano unas risas, hace que pongamos el listón mucho más alto y seamos más severos al valorarla, al menos en el aspecto cómico.

Sin embargo, ocurre todo lo contrario si, como me ha sucedido a mí, te acercas a una historia fantástica (en sus tres acepciones) y sensible esperando un relato de ciencia-ficción. Pero, claro (y aquí está mi enorme equivocación), ¿por qué un cuento de fantasía/ciencia-ficción no puede hacer llorar? Pues hoy, lo que nunca hubiese esperado, me ha sucedido.

Aquí, solo y de madrugada, me ha dado por comenzar a leer, sin saber lo que me esperaba, un relato corto titulado "El zoo de papel" de Ken Liu. Y me ha costado Dios y ayuda acabar sus últimas frases, porque hasta la fecha jamás había tratado de leer con los ojos desbordantes de lágrimas y peleándome con un moco acuoso y esquivo que trataba de darse a la fuga y que, por mucho que mi nariz lo intentara, no se dejaba aspirar.

Pero ahora ya sí, ya puedo irme a dormir, tras escribir estas líneas que han ayudado a serenarme. Gozoso por haber leído algo tan increíblemente bien escrito y aún emocionado por sus palabras. Seguro que esta noche tengo dulces sueños.

martes, 23 de septiembre de 2014

Música para mis oídos


Si hay algo que tengo muy claro es que todo en esta vida es subjetivo. O sea, una misma cosa puede verse de tantas formas diferentes como sujetos la observen. Y todo dependerá de los gustos, inquietudes o valores de cada uno. Hay un dicho popular que define este hecho: "sobre gustos, no hay nada escrito".

Pero yo, como persona puntillosa que disfruta rizando el rizo, no me contento con esa frase y la adapto a mi manera de ver el mundo para afirmar que "sobre gustos, está todo escrito". Ya veis como hasta un refrán puede entenderse desde diferentes prismas.

Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que, hoy en día, se maneja una ingente cantidad de opiniones que sobrevuelan internet, revistas, diarios y televisiones, de aquí para allá, criticando y valorando prácticamente todo el ocio audiovisual que engullimos. Podéis llamarme desconfiado, pero siempre he sospechado que la mayoría de ese tráfico está generado por las propias productoras; en principio, con la honorable intención de vender sus artículos. Cuando les interesa pueden llegar a ser realmente pesados con sus campañas mediáticas. Pero no me extraña que bombardeen al respetable con trailers, entrevistas o cualquier otra clase de promoción, pues parece ser que cuanto más nos los restriegan por las narices, más compramos sus productos. A veces tengo la sensación de que cada vez queremos pensar menos en nuestros gustos y nos dejamos llevar por lo primero que nos plantan delante de los ojos.

Aunque, de un tiempo para acá, me he dado cuenta de la progresiva desaparición mediática de los nuevos discos de música que se publican. Es verdad que aún quedan revistas especializadas, pero es ciertamente difícil, quitando a diez o doce intérpretes que ponen más empeño en exhibir su cuerpo serrano que en cantar, saber algo de tus grupos favoritos. ¿Por qué no nos informan cuando lanzan un nuevo álbum al mercado? Muy sencillo, porque ya no se venden discos y, en definitiva, toda esta industria está montada para ganar dinero. No hay negocio, no hay cantantes. Y es lógico, pues nadie con dos dedos de frente va a gastarse un euro en promocionar algo que no va a vender.

Mejor voy a intentar montar un dique que retenga mis divagaciones, porque me estoy desviando del tema y, si me pongo a analizar la industria musical, acabaré alargando más de lo debido esta entrada. Además, tampoco creo que pueda aportar nada nuevo a ese debate.

Volviendo a la frase "sobre gustos, está todo escrito", me di cuenta de que, para acercarla a la realidad, debería escribir algo sobre mis gustos personales, pues no hacerlo es una carencia casi imperdonable que cualquier blogero ha de intentar enmendar si no quiere ser abucheado en este mundillo. O, al menos, esa es mi impresión. Así que escribiré cuatro pinceladas de la música que me reconforta. Esas canciones que consiguen cambiar mi estado de ánimo con tan sólo escuchar sus primeros acordes. Pero, sobre todo, aquella música a la que, pasen los años que pasen, vuelvo sin sentir vergüenza ajena ni la sensación de estar escuchando algo totalmente anacrónico.

Sin embargo, antes que nada, voy a exponer una de mis, seguramente absurdas, teorías sobre cómo escojo el material que guardo en mi discoteca personal. Tengo la delirante convicción de que, por muy paradójico que parezca, rara vez se publica un disco redondo. Y me refiero a que un disco puede albergar tres o cuatro buenas canciones (a lo sumo seis o siete si ha estado muy inspirado el autor/a), pero el resto son melodías que pasarán a la historia sin pena ni gloria. Así que siempre intento hacerme primero con una antología del grupo o artista en cuestión para, más adelante, si realmente me fascina y me quedó con ganas de más, sumergirme en el resto de su obra.

Pero no voy a dilatar más esta entrada  con mis tonterías y pasaremos a lo verdaderamente importante: la música. Para esta ocasión he escogido cuatro discos de tres intérpretes diferentes. Ya sé que no salen las cuentas si presento una antología de cada uno, pero esperad un poco, que todo tiene su explicación.

Primero me gustaría hablar de la maravillosa, increíble y adorable (ya me parezco a José Luís Moreno) Suzanne Vega, y de su disco recopilatorio, como no podía ser de otra manera, Retrospective - The Best Of Suzanne Vega.

Probablemente este sea el álbum que más aprecio de toda mi discoteca. Jamás me harto de escucharlo. Para mí es, sencillamente, perfecto. Escuchar a esta mujer es uno de mis placeres, al menos hasta hoy, secretos. Soy consciente que se trata de una artista eternamente etiquetada como canta-autora, pero yo no tengo ni idea de inglés y, al contrario de lo que me ocurre con Bob Dylan, por poner un ejemplo, soy capaz de disfrutarla como el que más. También es posible que sus canciones no sean todo lo accesibles que cabría esperar para el gran público, y seguramente nunca lo ha buscado, pero si te dejas invadir por sus hipnóticas melodías, su cantar susurrante y su embriagadora personalidad... pues acabarás como yo, siendo un fan incondicional.

Pero como la mejor explicación casi siempre suele ser un ejemplo, y aprovechando que hoy en día tenemos al alcance de la mano herramientas como Youtube, os pondré por aquí unos vídeos para que entendáis mejor mis palabras.


El primero es "Luka", quizá su canción más convencional y, sin duda, la más famosa.




Esta canción se titula "Caramel", no voy a decir que sea una de mis canciones favoritas porque realmente lo son todas en este disco, pero sí que me parece de las más elegantes.



Para ir acabando y no correr el riesgo de ser demasiado pesado, porque si por mí fuera pegaba el disco entero, podéis escuchar, si os apetece, "Penitent". Sencillamente, deliciosa.




Y sin más dilación, pasaré a comentar el disco recopilatorio de Chris Isaak, que lleva inscrito en su cabezera el original título de "Best of Chris Isaak".



Este polifacético artista (tan pronto actúa en películas y series, como compone música, como presenta un programa de televisión) ha logrado captar mi interés por el singular gusto que destilan sus canciones. Yo las definiría como un estilo que juguetea entre el Elvis Presley más rockero y el Roy Orbison más meloso, aunando lo mejor de cada uno. O sea, un sonido muy norteamericano. Sin duda, sus melodías son mucho más afables que las de Suzzane Vega, pero no por ello carecen de un talento similar. También podría destacar su voz, aterciopelada en las baladas y robusta cuando la ocasión lo requiere, que siempre consigue desplegar de forma elegante.



Pero mejor vamos con la selección de canciones para que os podáis hacer una mejor idea. Comenzaremos con la, de sobras conocida, "Wicked game".




Otra que también os puede sonar por haber aparecido en el último film del malogrado Stanley Kubrick, es "Baby did a bad, bad thing".



Y para acabar, porque no me queda más remedio, cierro este repertorio con "Somebody's crying"



Llegados a este punto, os habréis dado cuenta que he hablado sobre dos artistas que, sin ser totalmente desconocidos, no han gozado de demasiada repercusión mediática (al menos en nuestro país). Pero como tengo un criterio camaleónico, ahora me gustaría brindar la ocasión de poder escuchar a una de las bandas de rock más legendarias de la historia: Queen.

He de reconocer que mi aprecio por este grupo no llegó como un flechazo. Para mi descargo, sólo puedo decir que las primeras veces que escuché su música era demasiado pequeño y sus canciones resultaban ser demasiado barrocas para mi comprensión y, más que deleitarme, me abrumaban. Por suerte, con el tiempo maduré mi sensibilidad musical y pude apreciar su calidad sonora. No quiero decir con esto que piense que todo aquel que no le guste Queen sea un ignorante. Creo que ya he dejado claro que cada uno tiene sus gustos y todos son respetables, pero mi reflexión iba más por el camino de que los gustos, igual que las personas con ellos, evolucionan. Bueno, no me lío más y paso a los discos, porque en este caso, dada la larga y exitosa trayectoria del grupo, son dos los que recogen sus mejores canciones: "Greatest Hits I" (1973-1981) y "Greatest Hits II" (1981-1991). 



Es cierto que también llegó a aparecer un tercer disco de antologías llamado "Greatest Hits III", pero creo que sólo es recomendable para seguidores acérrimos del grupo por contener rarezas, colaboraciones y canciones aparecidas en el único disco en solitario de Freddie Mercury.


Su discografía es tan elogiada y divulgada que resultaría casi imposible proponer para vuestros oídos algo que no hayáis escuchado ya. Así que, sencillamente, me guiaré por dos de las canciones (aunque hay muchas más), una de cada disco, que son capaces de alegrarme un día con tan sólo escucharlas: "Don't stop me now" y " I Want It All".






Y aquí termino con esta pesadilla en forma de entrada, sobre todo para el que haya sido capaz de superar la fatiga que supone visionar, o en este caso escuchar, tanto vídeo. Puede que alguno haya disfrutado, puede que alguno se haya interesado, o incluso es muy posible que otros estén detestando esta entrada por no coincidir con sus gustos musicales. En cualquier caso, pensad que mis inclinaciones son volátiles y que en cualquier momento me puedo sentir atraído por las de cualquier otra persona. Sin embargo, con el paso del tiempo, me he dado cuenta de una cosa muy curiosa: puedo incorporar, para mi deleite, los gustos de los demás y no sentir que traiciono a los míos. Esto no sé si es bueno o es malo, pero es lo que hay.

martes, 9 de septiembre de 2014

Hacerse mayor



Hace mucho, muchísimo tiempo, en una galaxia muy, muy lejana... Espera, voy a empezar de nuevo porque creo que me he confundido de historia, ya que esto ocurrió aquí al lado.

Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando yo a penas era un renacuajo, sufría de vez en cuando la recurrente pregunta que todo niño ha escuchado alguna vez: ¿qué quieres ser de mayor?

En esos momentos de aprieto, miraba a mi alrededor y observaba a los adultos, sin estar muy seguro de poder alcanzar tan longeva edad. Y sólo se me ocurrían dos respuestas posibles. Por un lado contestaba que quería ser rico; y por el otro, sin decirlo en voz alta, pensaba que no me gustaría para nada ser mayor. Y no es que sospechara que era un niño demasiado guapo (que lo era) para crecer y que unos genes descarriados moldearían mi cuerpo hasta dejarme en un adulto del montón (que lo soy). Lo que realmente buscaban mis ojos era la felicidad que les provocaba, a esas personas, el sentirse mayores; y la verdad, eran pocas las ocasiones en las que se les veía sonreír.

Pero si quería ser rico no era porque anhelara un yate, una mansión o un cohete para ir a la Luna. Mi única ambición consistía en tener el suficiente dinero para vivir aceptablemente y no tener que preocuparme de dónde conseguirlo. Porque en mi entorno percibía esa cuestión como si fuera el mayor quebradero de cabeza para los adultos. Y yo, lo que realmente quería, era vivir sin esa angustia, como había hecho hasta entonces.

Puede que, en cierto modo, esa sea gran parte de la verdadera esencia de un niño. La despreocupación en, prácticamente, todos los aspectos de la vida. O al menos del niño que mejor he conocido. O sea, yo.

Sin embargo, y para que mi plan de vida pudiera salir adelante, necesitaba encontrar a los compinches adecuados. No podía juntarme con niños transgresores ni rebeldes que pudieran llegar a meterme en un lío; pero tampoco con críos asustadizos que cualquier pequeño percance les provocara un ataque de ansiedad. Así que el grupo de amigos en el que siempre me encontraba más cómodo era en el de los pasotas. O así era, al menos, cómo nos llamaban los profesores.

Nunca he entendido por qué los adultos tienen tanta prisa en que los niños dejen de comportarse como tal. No les bastaba con que asistiéramos al colegio, aprobáramos las asignaturas y, más o menos, nos valiéramos por nosotros mismos. Además, debíamos preocuparnos de que así fuera. Y si te llamaban pasota con un tono peyorativo, era precisamente para alentarte a cambiar esa condición porque, según ellos, no te preocupabas lo suficiente. Pues, a juzgar por el agriado carácter que destilaba alguno, opino que no les hubiese ido nada mal si hubieran intentado ser un poco más pasota.

Que fuésemos despreocupados no nos convertía en unos pasotas, pues nunca dejábamos correr las horas sin jugar a algo o echar unas risas. Entendería como persona pasota a la que viera continuamente apática, apagada y sin ganas de hacer nada. Pero buscar siempre, bajo cualquier circunstancia, la mejor manera de divertirse, no creo que sea de persona pasiva.

Irremediablemente, los niños que fuimos, poco a poco nos hicimos mayores. Aunque siempre manteniendo intacta nuestra despreocupación, por más que nos independizáramos o asumiéramos responsabilidades. Porque sí, somos capaces de funcionar como personas; incluso damos el pego como adultos. Y si no que se lo digan a todos los chavales que se dirigen a mí con la palabra "señor" por delante.

Pero últimamente, dentro de mi habitual inconsciencia, ando un poco intranquilo. El caso es que tengo un amigo de la infancia, uno de estos que bien podríamos ubicar en el grupo de los pasotas, que desde hace más o menos cinco años no hace más que preocuparse por todo. Y cada vez va a peor. Ayer mismo le llamé por teléfono y me contó que se encontraba mal, que el estrés no le dejaba dormir y que la ansiedad se le había agravado con ardores de estómago y estreñimiento. Estaba angustiado por la política, la situación económica del país, los juicios y demandas que tiene pendientes contra su empresa, las obligaciones de ser enlace sindical y, por si todo esto fuera poco, con las atenciones que requiere un bebé que tuvo hace un año.

Yo le escuchaba e intentaba darle apoyo moral, y algún que otro consejo, para que se lo tomara con más calma, pero sospecho que no era precisamente lo que esperaba oír. Rápidamente, al darse cuenta de que mis réplicas eran de carácter sosegado e intranscendente, decidió que no valía la pena continuar con la conversación si yo no era capaz de ponerme a la altura de sus preocupaciones y no les daba toda envergadura que, según él, solicitaban. Antes de despedirnos intenté quedar con él para hacer alguna actividad divertida y así poder olvidar un rato todas sus preocupaciones, pero se me excusó/escabulló alegando que no tenía tiempo y que ya me llamaría cuando encontrase un hueco.

Cuando colgué, aún un poco aturdido por ver como mi amigo dejaba escapar una oportunidad de pasarlo bien, únicamente cruzó un pensamiento por mi cabeza: "madre mía, que mayor se ha hecho."

Pero lo que realmente me inquieta, a parte de la salud de mi amigo, es que, si de golpe, hará unos cinco años, pudo transformarse en adulto, también podría sucederme a mí. Y en cualquier momento.

Probablemente jamás logre detener la madurez física (ni lo busco), pero en estos momentos, a mis casi cuarenta años, sigo manteniendo intacta mi pueril despreocupación. Por suerte, aún soy una persona despreocupada a la que sólo le preocupa que llegue un día en que todo le preocupe.

A ver cuanto aguanto.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Tarde de fútbol



Hace un par de semanas me levanté con una ocurrencia en la cabeza. Más bien se trataba de un recuerdo de mi infancia, cuando no paraba ni un momento de jugar a fútbol. Luego me fui a trabajar y le estuve dando vueltas a la idea durante todo el día. Hasta que volví a casa y me puse a escribir este cuento de una sentada. Ahora lo presento habiéndolo corregido un par de veces pero, aún así, no me acaba de convencer el título. Se aceptan sugerencias.


Tarde de fútbol

Este verano me ha tocado cuidar de mis nietos: Daniel, de diez años, y Javier, de doce. Tal y como están las cosas no me he podido negar. Sus padres trabajan todo el día en la tienda y este año no han facturado lo suficiente como para poder contratar a un par de empleados que los sustituyan. Así que aquí están, en mi casa, todo el día dale que te pego a las maquinitas. Yo no entiendo a los chiquillos de hoy en día, nunca salen a la calle. Cuando no están acariciando la tablet, andan toqueteando el ordenador; y si no aporrean los mandos de la consola, se quedan igualmente embobados en el televisor, mirando el canal Disney. ¿Cuando juegan? ¿En qué momento dejan de bombardear su mente con imágenes y sonido? Y, lo más importante, ¿alguna vez tratan de hacer cosquillas a la imaginación?

Por lo menos ayer por la tarde pude captar un rato su atención. Ocurrió justo en el momento en que Javier pausaba la consola para ir al lavabo y Daniel levantaba la vista de la tablet, imagino yo que para averiguar por qué ya no se escuchaban gritos y disparos en la tele. Aproveché ese pequeño intervalo de tiempo para dirigirme a ellos muy seriamente. En fin, lo más serio que puede ponerse un abuelo al que se le cae la baba cada vez que sus nietos le hacen un poco de caso. Pero les dije que, para variar, podrían salir un rato al parque que hay debajo de mi casa y jugar con otros niños a fútbol.

Parece ser que a Javier se le despertó la curiosidad, porque tal como volvía a sentarse en el sofá me preguntó si, de pequeño, yo había jugado alguna vez a fútbol. Así que no tuve más remedio que contarles la increíble historia de mi amigo Luisito.



Luisito y yo éramos inseparables. Lo hacíamos todo juntos. Por las mañanas yo iba a su casa, o él venía a la mía, y desayunábamos un vaso de leche que daba igual en qué lugar se calentara porque la fórmula era siempre la misma: dos cucharadas de azúcar y tres de Cola Cao. Luego partíamos juntos hacia el colegio y nos sentábamos en el mismo pupitre, donde tomábamos apuntes sin parar, cuando no era él, le relevaba yo, para que ninguna explicación se nos escapara. Más tarde salíamos al patio y almorzábamos la mitad de un mismo bocadillo que, el día que no lo hacía su madre, lo preparaba la mía. Y al finalizar las clases volvíamos a casa, si no a la mía, a la suya, y completábamos los deberes a la par. Todo juntos, siempre juntos. Todos los días juntos menos los Viernes. 

Para ser más exactos, los Viernes por la tarde. Esa era la hora y el día señalados, en el calendario de clase, para la educación física.

Si nos llevábamos como uña y carne era por lo bien que nos complementábamos. Luisito siempre hacía lo que le decían los mayores. Sin excepciones. Si su madre le pedía que esperara, él esperaba. Y se tomaba tan en serio la orden que no movía un dedo hasta que no recibía otra. En cambio yo, era como un cervatillo desbocado. No es que no hiciera caso a mi madre, es que, sencillamente, ni escuchaba lo que me decía. Así que para él, suponía una constante aventura permanecer a mi lado; mientras que para mí, su sola presencia significaba una tabla de salvación a la que agarrarme para no estar eternamente castigado. Pero los Viernes por la tarde, muy a nuestro pesar, siempre acabábamos separados.

Toda la culpa la tenía Don Anselmo, el profesor de gimnasia. Don Anselmo era un gran aficionado al fútbol. Perdón, voy a repetirlo porque creo que me quedo corto y puede que no captéis bien a qué me refiero. Don Anselmo era un fanático, un enfermo, un hooligan. Uno de esos locos que sólo vive por y para el fútbol. De hecho, cada trimestre convocaba en una reunión a la directiva del colegio, con el único propósito de cambiarle el nombre a la clase de educación física por "clase de fútbol". Sí, creo que ahora ha quedado más claro.

Como iba diciendo, la culpa de nuestro distanciamiento la tenía Don Anselmo, pues siempre aprovechaba esa hora para concertar duelos futbolísticos contra otros colegios. Cada año, a principios de Septiembre, nuestro lunático profesor nos hacía pasar unas pruebas de preselección para escoger a los mejores futbolistas de la clase. Ni que decir tiene que yo las superaba sin problemas, pues, sin ser un virtuoso del balón, siempre lo dejaba maravillado con mi desenfrenado ritmo. Pero todo lo contrario ocurría con Luisito, al que no tardaba ni un minuto en descartar durante el calentamiento con tan sólo verlo trotar.

La verdad es que eran partidos desiguales. Mientras que los profesores de otros colegios rotaban en el campo a todos los alumnos de su clase, Don Anselmo sólo hacía jugar a los mejores y al resto ni los convocaba. De esta manera, tarde o temprano acabábamos enfrentándonos contra los alumnos más torpes y nos distanciábamos en el marcador. Era así de sencillo, sólo había que esperar. Y precisamente eso era lo que hacía Don Anselmo: sentarse en el banquillo cruzado de brazos y esperar con una leve sonrisa en sus labios. Jamás le escuché darnos ninguna indicación ni táctica a seguir. Jamás hasta ese Viernes de principios de Noviembre.

No querría dármelas de vidente, pero yo ya lo vi venir la víspera del Jueves. Aunque creo que realmente todo empezó el Martes. Antoñito, el chaval que siempre se sentaba en la última fila, llegó a clase con los ojos hinchados, como de no haber dormido. La catarata de mocos que bajaba por su nariz tampoco era un buen presagio, pero lo que me acabó de convencer fueron los insistentes estornudos que no pararon de sonar, allá a lo lejos, durante todo el día. El Miércoles, todos los niños de la fila trasera tenían el mismo aspecto, pero realmente fue el Jueves cuando más me alarmé. Aquellos estornudos que días atrás había escuchado en la lejanía, se acercaban de forma amenazante hacia la primera fila, que era donde nos encontrábamos. La oleada del virus era implacable. Y suerte tuvimos de que llegara el Viernes, porque, durante todo ese día, estuvimos escuchando detrás de la oreja el constante trompeteo de las narices al sonarse. Era como si los microbios se anunciaran con sus cornetas de guerra justo antes del inevitable asalto.

A todo esto, Don Anselmo no tenía ni idea de lo que pasaba puertas adentro del colegio y continuaba feliz, impartiendo clases en el gimnasio. Estoy seguro de que, en su retorcida mente, se deleitaba imaginando otra humillante derrota para sus adversarios. Hasta que nos vio llegar. Bueno, me vio a mí, porque el resto del equipo se había marchado a casa con permiso del Director, que curiosamente también atesoraba el título de enfermero.

Creo que en mi vida he vuelto a ver una cara de pánico como esa. Si a Don Anselmo le hubieran sacado una foto en ese preciso instante, y me la enseñaran días más tarde, jamás hubiese reconocido a nuestro profesor en ese rostro desfigurado. Parecía que se iba a desmontar. La careta desencajada que antes había sido Don Anselmo, corrió hacia el interior del colegio para tratar de evitar la catástrofe, pues en su férrea moral no existía mayor deshonra que la rendición. Al llegar al patio, que era el lugar donde iban a parar sus alumnos repudiados, buscó de forma desenfrenada a los que aún quedaban sanos para lograr configurar un equipo de fútbol con el que, al menos, poder comparecer. Y, entre ellos, estaba Luisito.

Así acabamos jugando juntos a fútbol, un Viernes por la tarde, en el colegio, por primera y última vez.

Sobre el resultado del partido no hay mucho que contar. La primera parte aguantamos de puro milagro el empate a cero, pero lo extraordinario de esta historia llegó en la segunda mitad. 

A Don Anselmo se le veía respirar cada vez con más dificultad. A cada minuto que pasaba sus mofletes más se encendían, y su calva acumulaba un brillo inusual a causa del sudor frío que la empapaba, aunque no llegaba a abandonar su asiento en el banquillo ni su impertérrita postura de brazos cruzados. Pero en cuanto encajamos los tres primeros goles explotó. Se levantó como impulsado por un resorte y empezó a gritarnos instrucciones sin sentido.

 - ¡Venga, venga! ¡Hay que echarle cojones...! -escuché al vuelo, en una ocasión que subía por la banda.

Para ser sinceros, nadie le hacía caso. Estábamos tan ocupados corriendo detrás del balón, que sus palabras quedaban difuminadas entre el griterío eufórico de los seguidores del equipo contrario. Nadie menos Luisito. Que al ver a una persona mayor y, encima, con la autoridad añadida que le proporcionaba ser su entrenador y profesor a la vez, corrió hacia la banda, aprovechando un corner, para pedirle que le repitiera las instrucciones.

Don Anselmo, histérico perdido como estaba, agarró por los hombros a Luisito y lo zarandeó, al tiempo que añadía:

 - ¡Pon huevos, chaval! ¡¡Pon huevos!!

Pues el corner no se llegó a lanzar.

Luisito, así como era él, se bajó los pantalones en el punto de penalty, se encorvó hasta quedar en cuclillas y,  seguidamente, comenzó a apretar y a empujar, ante la pasmada mirada de todos los presentes. Y volvió a apretar más. Y, cerrando los ojos y estrujando los dientes, empujó un poco más fuerte. Así hasta que puso el huevo más blanco y ahuevado jamás visto en un campo de fútbol.

Todos nos quedamos petrificados y, a día de hoy, aún nadie ha podido explicar cómo lo hizo.



Cinco segundos después de acabar la anécdota, Javier soltó un despectivo "¡Bah!", volvió a agarrar el mando de la consola y continuó matando zombies por donde lo había dejado. Yo por mi parte, poco acostumbrado a narrar historias que contaran con la atención de mis nietos, me dirigí a la cocina para servirme un vaso de agua que refrescara mi maltrecha garganta. Cuando volví al salón aún pude encontrar a Daniel, con la boca abierta, esperando mi presencia para lanzarme unas dudas que le rondaban por su cabecita.

Me preguntó si ese tal Luisito era el Señor Luís, el vecino de abajo que había fallecido este mismo Invierno y al que fuimos a llevarle unas flores al velatorio. Y le confirmé que sí, que él era el Luisito de la historia. También quiso saber con que edad contábamos cuando jugamos ese partido. A lo que respondí que, más o menos, la suya actual.

Daniel me miró con semblante retador, muy parecido al que sesenta años atrás pusiera Luisito al escuchar las directrices de Don Anselmo, y añadió muy serio:

 - Abuelo, ¿sabes qué? Si ese vejestorio pudo poner un huevo, yo también puedo.

Y así estuvo toda la tarde. Apretando y empujando. 

Y volviendo a apretar.

Y puede que no os lo creáis, pero ayer, gracias a Daniel, cenamos tortilla. Aún no me lo explico.