martes, 31 de diciembre de 2013

Microrrelato de Noche Vieja



Desde que los teléfonos móviles son de uso generalizado, hay una tradición que año tras año va arraigando más por estas fechas: los SMS graciosos de Fin de Año, aunque ya empiezan a ser sustituidos por los Whats App. Es lo que tiene la tecnología, avanza más rápido que ninguna otra ciencia. Pero, como aquí no dispongo de ninguna red social (es lo que tengo, incomprensiblemente me resisto a avanzar), aprovecharé este espacio para dejaos una ocurrencia. Se trata de este terrorífico microrrelato; tanto en su contenido como en su calidad literaria. ¡Feliz 2014!



Invocación


  - Yo os reclamo, oh Satanás todo poderoso. Manifiéstate aquí, en este apartado bosque alejado de la civilización, lugar sagrado de ofrendas y sacrificios. Venid a mí, oh señores de las tinieblas, diablos del averno, con toda vuestra rabia y maldad.

   Bailó una danza ancestral, al abrazo de la hoguera, y lanzó polvo de azufre a las brasas para iluminar la oscuridad que se cernía.

 - Oh maestros del horror, armaos con vuestros despiadados instrumentos de tortura eterna. No abandonéis, en estos momentos difíciles, a un hambriento servidor. Prestadme vuestros afilados colmillos, vuestras desgarradoras zarpas; las hordas más bárbaras, las más sanguinarias. Enviad las fuerzas del inframundo que nada ni nadie puede detener.

   Hincó las rodillas frente a las llamas y comenzó, con lágrimas en los ojos, a implorar.

  - Porque lo he intentado mil y una vez. Y no hay forma humana de abrir esta puta lata de mejillones.



domingo, 29 de diciembre de 2013

Lote de Navidad



Hoy, veinticuatro de Diciembre, he salido del trabajo y me he sentido ninguneado, estafado y vilipendiado. Bueno, quizá no tanto, pero sí un poco abatido. Veréis, mantengo una tradición desde hace más de veinte años y hoy no la he podido cumplir. Y yo soy hombre de férreas costumbres, si me sacas de mis rutinas me estreso y puedo llegar a perder la razón.

Cada Navidad nos entregaban, a los doscientos empleados que somos, un lote con viandas diversas y unos licores variados, aunque, por no cambiar mi día a día, los acababa regalando entre mis amigos. Soy así, si mañana Miércoles toca macarrones con tomate para comer no cambiaré la rutina y me zamparé unos calamares en su tinta, por muchas latas que me regalen (lo digo en serio, puede peligrar mi salud mental).

Pero este año nadie nos hizo llegar ninguna cesta. Y es un problema, porque ya tengo adquirido el hábito anual de obsequiar a mis amigos con esos productos. En fin, que me sentía tan mal que igualmente quise visitarlos para, además de felicitarles las fiestas, darles una explicación.

Primero me acerqué, como manda la ruta preestablecida, a la barbería de Manel. La costumbre me lleva a regalarle el whisky que suele aparecer en el lote. Él lo abre y lo reparte entre los clientes que esperan turno. Luego nos deseamos un Bon Nadal y nos despedimos hasta el día quince de Enero, que es el día que me rasura las patillas y me corta las puntas. Es tan atento que incluso es capaz de abrir en día festivo para no faltar a su cita mensual. Yo creo que sospecha que, si no lo hace así, me puede dar un vahído. Y puede que tenga razón.

Pues nada más llegar le expliqué el caso con tanta desazón que, para animarme, me sentó en un sillón de piel y me peinó el flequillo a lo James Dean. Tras echar unas risas nos despedimos, sin olvidar emplazarnos para el mes que viene, y me dirigí a la siguiente parada.

Allí me esperaba mi cuñado Ismael. Bueno, me espera a mí y a todo aquel que le guste las chucherías, pues su tienda de dulces es conocida en el mundo entero. Y no exagero. Siempre cuenta que Justin Bieber, en uno de sus escarceos por Barcelona, se pasó por su negocio y se agenció una bolsa de caramelos. Tiene un cartel enganchado en la puerta que así lo atestigua. Vale, sí, al chaval solo se le vé de medio lado bajo una gorra y una capucha, pero la nuez del cuello y el lóbulo de la oreja izquierda que aparece en la instantánea son igualitos a los suyos. Incluso ha colgado sobre un altar las pinzas que sostuvo en sus manos para seleccionar las gominolas. Y allí van a peregrinar multitud de chavales sólo por verla, olerla o tocarla. No sabéis hasta qué punto puede hacer despegar un negocio la simple visita de una celebridad. Vamos, ni hecho a posta.

Por suerte lo pillé en un tiempo muerto  y pude relatarle el mal trago que estaba padeciendo. Conozco la gran afición que profesa al cava, y me disculpé por no poder hacer mi tradicional aportación a su bodega. Me vio tan afectado que me regaló una bolsa de ositos de colores para alegrarme el día y, con la habitual ironía que atesora para desdramatizar situaciones, me despachó con un trozo de carbón azucarado por ser malo y no traerle el cava esperado.

Ya me estaba encontrando algo mejor, pero aún quedaba la visita a Javier, el pescadero. Nos conocemos desde niños y siempre le entrego las conservas que habitualmente aparecen por el fondo del lote. Regenta el comercio heredado de sus padres, pero nunca le verás llevarse un mejillón fresco a la boca. Bueno, me refiero a uno recién pescado y cocinado, claro. Un día me confesó que sus padres le guisaban a diario, siendo él un niño, cualquier pieza que no llegaran a vender durante la jornada, y de ahí le viene el trauma. Yo lo entiendo perfectamente, por eso mismo varío cada día entre los diferentes ingredientes con los que nos podemos alimentar. Que mira luego como acabas, chalado perdido.

Pero esta vez no pude cumplir con mi tratamiento dietético y así se lo hice saber. Me encontró tan afectado que me hizo pasar a la trastienda para consolarme. Una vez allí me ofreció una lubina, conservada bajo una fina capa de hielo, que, según me contó, era descendiente de un banco de peces velocistas, ganadores de varios premios mundiales que se celebran por los siete océanos. Yo, para seguirle la locura, le dije que aceptaba el relevo y me la llevé a casa, no sin antes recomendarle a su mujer, entre susurros, que le escondiera el DVD de "Buscando a Nemo".

Así aparecí por mi piso, peinado como un pincel, con golosinas en una mano y una lubina en la otra. Intenté, cargado como iba, sacar las llaves de mi bolsillo, pero tengo muy poco de malabarista y se me acabaron cayendo al suelo. Creo que este fue el ruido que alertó a don Armando, el vecino contiguo a mi puerta.

Antes hubiera preferido descargar las ofrendas que portaba, porque, al regalarle cada año el vino que suele aparecer por el lote, también le debía una explicación. Pero no me dio tiempo y me hizo entrar apresuradamente en su morada para enseñarme el paquete que le había mandado su hijo desde Rusia. Intenté contarle, mientras avanzaba por el pasillo, la desdicha que arrastraba por la ausencia de la deseada cesta navideña, pero no me prestó la más mínima atención. Al llegar al comedor agarró una fotografía de la mesa, me la plantó en los morros y me preguntó que qué tal lo veía. Tras unos segundos dedicados a enfocar la vista, pude observar a Rafael, su hijo, agarrado a una rubia nórdica que le sacaba dos palmos de altura y otros dos de anchura. La respuesta más sensata que se me ocurrió fue que parecían felices, a lo que don Armando contestó que se la bufaba lo que me pareciesen. Él quería saber si ese mastodonte, al que se restregaba su hijo, era chico o chica. Porque irse a vivir tan lejos y llamar a su amor pareja, en lugar de novia, no le parecía algo muy normal; y él estaba ya muy mayor para detectar la diferencia de sexos en una foto. Nunca habían gozado de una gran comunicación padre/hijo, y empecé a sospechar que poner tierra de por medio tampoco ayudaba demasiado.

Creo que logré tranquilizarlo, aunque no tardó ni dos segundos en encalomarme una bandeja de galletas saladas y un frasco de caviar de esturión, aduciendo que contenían demasiado sodio para su tensión. Al ver que no me quedaban más manos para sujetar sus presentes, abrió la misma caja de cartón vacía que llegó de Rusia, introdujo todos los alimentos y me acompañó a la salida, no sin antes desearme unas buenas fiestas.

Al fin pude entrar en casa. El aroma a tortilla de patatas, que prepara mi mujer cada Martes, me devolvió a la normalidad tras este día de locos. Me di cuenta que, por primera vez en muchos años, había llevado a mi vivienda una caja de comida exótica por Navidad. Así que me dirigí hacia el comedor para depositarla justo al lado de un lote que presidía la mesa. ¿Un lote?, ¿sobre la mesa? ¡Y con toda la superficie estampada con el logotipo de mi empresa!

Aturdido, cometí el instintivo error de llevarme la mano a la frente, con lo que conseguí destrozar el peinado de sex-symbol y pringarme hasta la muñeca de gomina. En estas apareció mi mujer, trajinando la esponjosa masa de patata y huevo entre sus manos, relatándome cómo le había interrumpido el sueño el timbrazo de un mensajero que le entregó el lote. Y me quedé de pie, paralizado. Con la mirada clavada en la tortilla. Esperando que la visión, del único elemento sensato con el que me había topado en todo el día, me devolviera la cordura.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Solitaria compañía



Hacía siglos que no me tropezaba con mi vecino favorito. Y si se ganó ese honor es, precisamente, porque rara vez me lo encuentro. Que le voy a hacer, no me entusiasma el contacto directo con la gente. Pero lo que más me gustaba de nuestra huidiza relación es que vivíamos en una perfecta simbiosis, porque él supera con creces lo ermitaño que yo pueda parecer. Es más, si no fuera porque compré mi piso sobre planos y conozco perfectamente la estructura del edificio, juraría que utiliza el alcantarillado para salir de su vivienda y desplazarse por el barrio.

En nuestro primer encuentro ocurrió algo parecido a un flechazo. No creo mucho en esas chorradas de amores a primera vista, pero dicen que hay que encontrarse en el sitio adecuado y con la receptividad idónea para que salte la chispa. Y creo que fue así. Sucedió en el transcurso de la asamblea de vecinos para constituir la comunidad. Todos discutían sobre la minuta mensual, la empresa encargada de la limpieza o la colocación de un cartel sobre los buzones para evitar publicidad; todos menos nosotros dos, que no abrimos la boca en todo el acto. He de confesar que cruzamos alguna mirada, pero fueron lo suficientemente esquivas para no incomodarnos. Encontrar un alma gemela, entre tanta gente histérica tratando de imponer a gritos sus razones, abrió las puertas a una confianza mutua donde poder cimentar nuestra antipatía por las relaciones públicas.

Unos meses más tarde volvió a cruzarse en mi vida ese ángel caído del cielo. Todo ocurrió en la panadería. Me encontraba esperando turno para llevarme a casa la barra de pan correspondiente, cuando advertí que alguien abría la puerta. Aunque nadie pudo notar su presencia, pues es único cuando quiere pasar desapercibido, al instante deduje que era él. Ese sigilo felino, esa quietud en el ambiente solo nos la podía regalar una persona que volcara todos sus sentidos en no estorbar. Miré por el rabillo del ojo, sin osar interrumpir un momento tan mágico, para asegurar su presencia y, tras constatarlo, me sentí jubiloso al tener la certeza de que no me molestaría para pedirme la vez. Y así fue, ni le oí respirar.

En otra ocasión compartimos viaje en ascensor, seguramente por mi culpa. ¿O quizá fuese suya? Para ser sinceros, creo que fue de los dos. Porque yo solo intento montarme en ese claustrofóbico cacharro cuando estoy completamente seguro de que baja vacío. Salgo de mi casa sin hacer el más mínimo ruido y procuro escabullirme cuando no oigo un alma, pero si él hace algo parecido... ¿Cómo nos podemos detectar?
Dicen que dos no se encuentran si uno no quiere, pero, en este caso, nos encontramos sin quererlo ninguno de los dos. Hay que resignarse ante las trampas que tiende la vida, paradojas de imposible solución. Aunque, por suerte, volvió a deleitarme con sus dotes de invisibilidad. Lo cierto es que da gusto convivir con un vecino así, tan atento en el trato que es como si no estuviera. Pues no se como lo consiguió, pero logró situarse detrás mío, en un ángulo muerto, donde era imposible ser visto desde ningún espejo. Prodigioso. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él; consolidando así, día a día, nuestro apego el uno por el otro.

He escuchado muchas necedades acerca de las relaciones a distancia. Que si son más ingenuas porque apenas hay roce, que si se idealiza desmesuradamente a la pareja. Pamplinas. La modesta realidad era que atesorábamos tan íntimo idilio que ni la imaginación de los más grandes poetas podía versificar. Sin exagerar.

Pero, como todo en esta vida, de algún modo u otro, se acaba. Y más si va ligado a la predisposición de un ser humano. Porque el complot ocurrido esta mañana solo lleva a reafirmarme en la tesis de que no hay esperanza para la humanidad.

El caso es que me encontraba viniendo para casa con las manos en los bolsillos, la capucha enfundada y la mirada clavada en el suelo. Vamos, como cualquier hombre de bien que no quiere molestar ni ser molestado. Cuando, de pronto, fui perturbado por una algarabía que provenía del bar situado a mi izquierda. Sé perfectamente que pertenece a los vecinos del segundo segunda, por eso mismo evito cualquier indiscreción que pueda hacerme entrecruzar una mirada con ellos. Pero tanto follón no era normal. Podía tratarse de un accidente (con lo que comprometería la seguridad de mí vivienda, que está situada justo encima de la cervecería) y ser necesaria mi ayuda humanitaria. Así que me armé de valor y me dispuse a observar, a través de los cristales, su interior. Y más me hubiese valido no haber contemplado jamás esa horripilante escena.

Allí estaba él. Mi ignorado, a la vez que estimado, vecino. Subido a la barra, abrazado a dos hombres, danzando un Cancán. A sus pies, la dantesca escena de una multitud gritando, bebiendo y fumando me perturbó de tal forma que tuve que salir corriendo al refugio de mi morada.

Que traición, que decepción. Porque una cosa es que yo disfrute de su ausencia. Y otra muy distinta es que nunca nos veamos porque él prefiere codearse con cualquiera, antes que conmigo. Así que he decidido acabar con esta tormentosa relación. A mí no me la pega más. Ya podemos cruzarnos donde sea o cuando sea, que no le regalaré un gesto de aprecio ni le dirigiré la palabra.
Bueno... si es que alguna vez lo hice, claro.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

La caída de un mito




En alguna ocasión creo haber mencionado provenir de una familia extremadamente pobre. Tanto era así que solo nos podíamos permitir el Metro como medio de transporte. Ya sé que también supone un gasto utilizar ese servicio, pero no creáis que demanda tanto desembolso cuando uno se cuela en sus instalaciones día sí y día también.

Siempre resultaba fascinante adentrarse por un abertura en el suelo para, tras montar en una estridente lombriz metálica que atravesaba las entrañas de la ciudad, volver a la superficie y reaparecer en la otra punta de la urbe. Algo que me evocaba, una vez filtrada la realidad por los ojos de un niño, a esos agujeros de gusano que utilizaban los protagonistas de las películas de ciencia ficción para hacer viajes interestelares. Aunque, si me paraba a pensar en la vida que fluía por sus pasillos, recordaba más a un reino subterráneo con sus propias leyes y habitantes.

Bien es cierto que en sus túneles se encontraban las mismas personas que paseaban por la superficie pero, nada más atravesar la cortina de aire caliente que te recibía a la entrada, te sentías hechizado por la atmósfera que se respiraba. También es probable que el golpe de calor, sin olvidar el apestoso olor de los andenes, me atontara lo suficiente como para crear esa fantasiosa imagen en mi mente. En cualquier caso, el cambio era evidente; allí moraban cosas inimaginables que jamás verían la luz del sol. Cabinas donde posar para extraer fotos tamaño carnet, escaleras mecánicas, barreras giratorias que solo podían ser activadas con una tarjeta; incluso patrullaba un servicio de seguridad, compuesto por revisores, especialmente pensado para ese lugar.

Cada uno teníamos un rol asignado. Trabajadores, turistas, carteristas, animadores musicales, vagabundos. El mío, por mi tradición en no pagar, sumada a mi condición de chiquillo, consistía en esquivar al servicio de seguridad como si fuera un ratero sobreviviendo en el Bagdad medieval. Como casi siempre solíamos ser las mismas personas viajando a la misma hora, lográbamos recrear, sin llegar a desprendernos de ese anonimato que tanto se aprecia en la capital, una atmósfera familiar similar a la de un pequeño pueblo donde siempre se tolera, con resignación, a los mismos vecinos. Y, como suele ocurrir en comunidades de este estilo, siempre hay algún habitante que se hace notar más que el resto; normalmente por su singularidad.

Recuerdo con especial afecto a un hombre alto, con el pelo rizado y una sonrisa permanente en su boca, repartiendo por los vagones tarjetas que contenían impresa la siguiente leyenda:

"Buenos días, estimados conciudadanos. Me encuentro ante ustedes para rogarles una ayuda económica con la que hacer más llevadera mi incapacidad. Soy sordomudo y les presto esta tarjeta porque no tengo otra forma de poder expresar la gran necesidad que padezco. Si fueran tan amables de aportar un pequeño donativo les estaría eternamente agradecido. Gracias por su atención y que disfruten de un agradable viaje."


Tras un par de minutos que daba de margen para que pudiesen ser leídas, volvía a pasear su amigable sonrisa entre los presentes y recogía todas las tarjetas con alguna que otra propina. Acto seguido aprovechaba la parada en la siguiente estación para saltar, casi sin despeinarse, al vagón contiguo, donde continuaba implorando su limosna con ese aplomo y humildad que tanto le caracterizaba.

Para mí, ese hombre, era un ejemplo a seguir. Un referente humano para todos nosotros por ser capaz de enfrentarse al mundo con su estigma por bandera. Jamás había visto a nadie mendigar de una forma tan elegante, educada y sobria. Incluso creo recordar que mi madre, compadeciéndose de semejante desdicha, llegó a ofrecerle algún que otro duro perdido en sus humildes bolsillos.

Todo esto, como ya he dicho, forma parte de mi lejana pubertad porque, una vez que eres poseedor de un vehículo propio con el que poder manejarte a tu antojo y una posición económica desahogada, no vuelves a pisar los desgastados andenes que tanto te han visto corretear. Pero siempre hay alguna ocasión aislada en la que un viaje en Metro puede sacarte de un apuro. Y eso es, precisamente, lo que me sucedió la semana pasada.

Por culpa de una avería en el coche tuve que verme forzado a utilizar ese transporte público que tantos viajes, imaginarios y literales, me proporcionó. He de admitir que me sentía algo inquieto por el inminente reencuentro con la tensión de ese hábitat, aunque no me preocupé demasiado, pues esta vez me encaminaba hacia su estación con la intención de abonar mi billete. Pero cincuenta metros antes de ser engullido en sus entrañas, y encontrándome aún en la calle, me topé de frente con una cara conocida. Acababa de subir por las escaleras del Metro y se manoseaba los bolsillos dispuesto a encontrar un encendedor con el que prender su cigarrillo. Estaba más delgado y su postura corporal era algo más encorvada, pero su afable mirada me resultó inconfundible. Se trataba, sin duda, del sordomudo. 

Aminoré la marcha para fijarme mejor en el personaje. Parecía haber encogido. Aunque la explicación más probable a su pequeñez es que yo mismo, al no haberlo vuelto a ver desde mi niñez, debía haber dado un estirón. El caso es que tenía un aspecto más frágil y desaliñado; y el pelo corto no ayudaba a proporcionar consistencia a su decrépito cuerpo.

Como el hombre no encontraba mechero y mi marcha había disminuido tanto como para encontrarme parado a su lado, se dispuso a pedirme candela para encender su pitillo. Esperé a que, irremediablemente, hiciera el gesto característico, con el dedo gordo, de apretar la piedra del encendedor. Pero, para mi sorpresa, comenzó a mover los labios y, como si se tratara de un locutor radiofónico, me dijo:

 - Perdone, ¿tiene fuego?

Jamás he vuelto a experimentar tantos sentimientos encontrados en tan solo dos segundos.

Primero, una enorme sorpresa. Seguido por la alegría de escuchar la voz, que jamás imaginé que llegara a oír, de ese hombre. Pero el que más caló en mi interior fue el de indignación, al darme cuenta del engaño cometido durante tantos años. Mientras, mi cerebro, repetía <<¡Que cabrón, que cabrón!>>.


Aprovechando ese festival de sensaciones, que me dejó sin palabras, quise escenificar un homenaje a ese personaje sordomudo que tanta simpatía despertó en mi niñez. Así que me llevé el dedo índice y anular a la boca, en forma de uve, para simular una calada mientras, con la otra mano, hacía el gesto de negación para evidenciar que no fumaba. Tras esta pantomima le dediqué un enérgico corte de mangas y, sin mediar palabra, me dejé llevar por las escaleras mecánicas hacia las profundidades del Metro.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Por caridad

He de suponer que todo el que asoma a menudo por aquí se habrá dado cuenta de que rara vez utilizo este espacio para criticar nada. En general intento, sin saber a ciencia cierta si lo consigo, distraer o divertir sin enervar al personal ni trascender demasiado. Pienso que ya estamos lo bastante enfadados, en este país, como para incidir más sobre según que asuntos. Hablando claro, que no me apetece remover la mierda.

Pero hoy haré una excepción. Y lo voy a hacer porque criticar un movimiento de solidaridad, sobre todo con la Navidad a la vuelta de la esquina, es algo tan insólito que me hace despegar de los parámetros estándar de remover mierda, para ir a caer en los de crear mierda nueva. Ya veis que la mierda nos rodea. Aunque también puede que penséis que no tengo razón y que soy un auténtico gilipollas (y tal vez lo sea) pero, de todas formas, me arriesgaré. Más que nada porque no tengo ninguna reputación que proteger; y que coño, que si no lo digo reviento.

Quería hablar sobre las sospechas que mantengo en la forma de recolectar comestibles para el banco de alimentos. Ojo, me parece una gran ayuda para las familias con problemas económicos, pero la idea de situar los puntos de recogida en supermercados y grandes superficies me hace ser receloso, básicamente, por una razón.

No me gusta que manipulen las buenas intenciones de la gente para que se lucren los de siempre. Y pienso que, eso, es lo que hacen los supermercados y grandes almacenes al permitir, con aparente generosidad, albergar enormes cajas de cartón para que el altruismo de la gente las rellene de productos previamente adquiridos en las estanterías de sus establecimientos. Si han de sacar beneficio que sea, al menos, de una forma menos descarada y sin manipular a la sociedad. Porque, y que alguien me corrija si me equivoco, aún no he visto a una sola de esas grandes cadenas distribuidoras donar nada a beneficencia. Es más, lo que sí he visto, en algún reportaje televisivo, es como destruían la comida caducada porque, si la dejaban en la basura y al alcance de la gente, podían atraer a indeseables cerca de sus instalaciones. Aunque, para ser honestos, hay otros muchos que al menos no impiden esa actividad.

También he sido testigo, gracias a mi antiguo trabajo como transportista, de la desintegración de toneladas de comida porque no cumplía unos parámetros demandados. No diré el nombre porque esto no es un ataque personal, pero recuerdo el DÍA (vaya, se me escapó) en que desecharon unos cuatrocientos kilos de alimentos porque su fecha de caducidad no era la adecuada para entrar en sus almacenes. Y así, con muchos otros proveedores. No, el producto no estaba en mal estado, solo que el plazo para su perfecta conservación no llegaba, por cinco días, a  los tres meses requeridos. Ese palet se quedó arrinconado, durante semanas, hasta llegar a ser incomible porque resultaba más costoso el transporte de vuelta, la manipulación y volverlo a mandar a otro comercio, que dejar que se pudriera. Pero tampoco quiero echar toda la culpa del despilfarro a las distribuidoras porque, al fin y al cabo, son solo un peldaño de la escalera que representa el reparto de alimentos

Vivimos en una sociedad que malgasta millones de toneladas de comida al año. Semanalmente tiramos desde nuestras despensas hortalizas, carnes, lácteos, frutas, pescados y cualquier otro producto que caduque o no nos guste su aspecto. Tanto es así que los consumidores somos los que más cantidad de comida lanzamos a la basura. Nos hemos acostumbrado a comprar cantidades ingentes de alimentos sencillamente porque "nos lo podemos permitir" o "más vale que sobre, que no que falte", sin ser conscientes del infame derroche que cometemos. Porque da igual que los alimentos acaben en casas donde no los necesitan, siempre y cuando hayan sido pagados, claro.

Pues bien, siendo conscientes de ese consumismo desenfrenado que nos lleva a que, solo en España, entre industrias y usuarios, lancemos a la basura más de siete millones de toneladas comestibles (que se dice pronto), ¿por qué el banco de alimentos opta por colocar los puntos de recogida en la puerta de los supermercados? ¿No sería más provechoso situar contenedores en empresas alimentarias y que los ciudadanos acercaran a las asociaciones de vecinos esos víveres que acabarán en la basura?

Bueno, sería provechoso para los necesitados, pero muy poco rentable para las industrias. Prefieren pedir al ciudadano de a pie que se gaste un euro en comprar un paquete de macarrones antes que regalarlo ellos mismos. Así también hago yo beneficencia. "Compren, compren comida y regálenla para que se puedan sentir un poco mejor. Pero que sea en nuestro establecimiento, así podremos engordar nuestros beneficios".

Me resulta inmoral que, desde la administración, se permitan estas prácticas. ¿No podrían facilitar las cosas a las organizaciones para que pudieran recolectar toda la comida que se desecha? Porque, si no recuerdo mal, hay una partida presupuestada para estos menesteres. Pero voy a finalizar aquí mi indignación, porque ya he explicado lo que quería. Y si empiezo a divagar sobre el gobierno necesito, por lo menos, otro blog más para que entre todo.


Pues ya está dicho. Tampoco era para tanto ¿no?

martes, 26 de noviembre de 2013

La suerte está con vosotros



"Bienaventurados quienes sepan de mí, porque la suerte estará con ellos en el sorteo de navidad" - Mazcota.


No me preguntéis por qué, pero es así. Soy un talismán, un amuleto, un tótem. Y no, no es por mi cara de palo. Me refiero a mi cualidad innata de aproximar la suerte del sorteo navideño. Por eso os invito a participar ahora, que aún podéis. ¿Que no me creéis? Pues esperad a que exponga mis experiencias y luego valoráis. 

El primer suceso que empezó a dar pistas sobre la magnitud de mis dotes ocurrió cuando solo contaba con doce años de edad. Por esa época congeniaba mucho con un compañero de clase y, a menudo, era invitado a pasar la noche en su casa. Su madre trabajaba en una oficina de Hacienda y, como viene siendo habitual por estas fechas, se agenciaron con un número de lotería que repartieron entre todos los funcionarios. Bueno, todos menos ella. Como aún nadie sabía de mis superpoderes, no creyó en la posibilidad de que el número ofrecido fuese el premiado, y no lo compró. Irremediablemente, tocó el Gordo.

Ya he mencionado con anterioridad que tengo la habilidad de ofrecer buena suerte, pero no está en mi mano hacer creer en ella a la gente. Esto me lleva al segundo caso. Apenas habían pasado cinco años desde aquel esquivo sorteo cuando otro chico de mi instituto, esta vez aficionado al baloncesto, trajo a la escuela un taco de participaciones del club donde jugaba. Su mente, lógicamente, no concebía la posibilidad de vender boletos a los alumnos; éramos demasiado jóvenes y asistíamos a clase con el dinero justo para comprarnos el Bollycao, pero sí que ofreció su número de la suerte a todos y cada uno de los profesores. Pues bien, como era de suponer, nadie le hizo el más mínimo caso. Y no era de extrañar, ya que era tan mal alumno como vendedor. Recuerdo que, tras las fiestas navideñas, nadie volvió a saber del chaval. Supongo que sus padres tuvieron que acarrear con los gastos del fajo de participaciones que su inútil hijo no supo vender, pero imagino que jamás unos padres han sido tan felices con la desidia de un hijo como lo fueron ellos.

Desde entonces cada condenado año voy repartiendo mi don por donde paso. Una tienda, una asociación, un club deportivo, un pueblo... da igual el lugar. Toda localidad agraciada con el Gordo de navidad ha sido antes tocada por mi mano de Rey Midas. Aunque solo si se trata de desconocidos; para mi familia soy más comparable a la devastación que provocaba el caballo de Atila. Porque el maleficio se ha encargado, por tradición, de que ninguno de mis allegados directos disfrute de esa magia. Y puede dar Fe mi abuela, que lleva más de cincuenta años apostando por el mismo número de la lotería nacional sin resultados.

Una vez probé a burlar mi desdicha comprando un décimo en el único lugar donde siempre había recaído algún premio, la Bruixa D'or en el pueblo de Sort. Deduje que la suma de buenaventura resultaría tan poderosa que anularía mi desgracia, pero no conté con los intrincadas normas del Universo. Ya apuntilló Faraday, con sus dichosas leyes magnéticas, que la suma de dos polos positivos, lejos de atraerse con más intensidad, se repelían. Con lo que logré ser la causa principal de que la localidad mencionada no albergara un solo boleto premiado por primer año en su historia. Bueno, al menos no murió nadie.


Así que nunca más he vuelto a comprar lotería de navidad. Mi maltrecho corazón ya no es capaz de hospedar esperanza alguna. Ahora vago por los pueblos, cual estrella fugaz, condenado a dejar una estela de felicidad de la que jamás me podré beneficiar.

Pero que mi desilusión no os espante porque teniendo la certeza de mi incapacidad para ser el escogido, junto con la influencia cósmica que puedo manejar, podéis empezar a soñar con los millones que dejo a vuestro alcance. Para que luego digan que soy tacaño.

martes, 19 de noviembre de 2013

La primera vez que visité una iglesia



Una tarde que me encontraba en casa navegando por internet, fui a parar a un blog donde recogían cuentos que trataran sobre "La primera vez que..." cada autor quisiera. Como siempre ando buscando ejercicios que estimulen la creatividad, me animé a perpetrar un cuento semi-biográfico para participar en el proyecto. Y aquí está el infame resultado.
Os dejo la dirección por si a alguien le apetece participar o, como mínimo, chafardear.

http://www.laprimeravezque.literaturasm.com




La primera vez que visité una iglesia


Reconozco que mi caso es poco común. Pisar una iglesia, por primera vez, a los ocho años, no es un hecho frecuente. Y no es que no hubiera cerca de casa una, que la había; tan solo tuve la suerte, o la desgracia, de nacer en el seno de una familia hippie. Bueno, hippie por parte de madre, porque a mi padre lo calificaré, sencillamente, de bohemio. O de, como diría mi hermana, inconmensurable pasota.

Bien, dejaremos roces familiares para otra ocasión y nos centraremos en mi encuentro eclesiástico. El caso es que cada mañana recorría un largo trecho junto a mi madre, como no podía ser de otra forma, para comparecer puntualmente en  el colegio. Pues todas y cada una de esas mañanas nos topábamos, a medio camino, con ese impresionante edificio gótico coronado por un campanario dorado. Un estampado de acuarelas poblaba sus enormes ventanales, llamando mi atención como lo haría un escaparate con golosinas. Bajo sus marcos, dos columnas floreadas custodiaban el imponente portón de madera. Pero no estaban solas. Una manada de amenazadoras gárgolas observaban, con ojos feroces, nuestros movimientos desde el alféizar del tejado.

Ahora que lo pienso... quizá tenga algo idealizado ese recuerdo pueril. Puede que una iglesia de barrio no atesorara tan enrevesada ornamenta. Y hasta es muy probable que mi impresionable percepción infantil grabara, caprichosamente, esa imagen de catedral esplendorosa.

En cualquier caso, esa magnificente atmósfera hacía suscitar, en mí, un sin fin de preguntas que, ante la total ausencia paterna, solo podía esclarecer mi querida madre.

 - Mamá, ¿quién vive ahí? -pregunté señalando el edificio.
 - Esa es la casa de Dios.
 - ¡Ah! -musité, intentando hacer ver que entendía la respuesta.

Mi madre, conociéndome como si me hubiese parido (de hecho, creo que fue así), detectó mi confusión y terció, con rapidez, para apaciguar mi inquietud.

 - No te preocupes -dijo con dulzura- El Domingo por la mañana vendremos a hacer una visita.

Así era mi madre. Capaz de sacrificar un día festivo para complementar, con una excursión, la educación de sus hijos. Vamos, todo lo contrario a mi padre, que no salía de su embelesamiento ni para darnos las buenas noches.

En fin. Llegó el esperado día y, tras el desayuno, nos encaminamos hacia la parroquia. Atravesamos el grueso pórtico de madera y cayó, sobre nosotros, un fuerte olor a cera derretida, acompañado por  un murmullo de susurros y una tenue iluminación que se propagaba por todo el recinto. El conjunto resultó abrumador, desbordando mis sentidos. Alzar la vista, siguiendo con la mirada las gruesas columnas, para tropezar con esas majestuosas cúpulas, me paralizó durante unos segundos; los mismos que tardé en percatarme de una hilera humana esperando por una galleta.

 - Mamá, ¿Puedo ponerme en la cola? -pregunté con timidez.

Mi madre, sabedora de la importancia que ese simple rito representaba, me agarró por los hombros, hincó una rodilla a mis pies y, mirándome a los ojos, procuró traspasarme todos sus conocimientos.

 - Escucha -me dijo muy seria- Ya sabes que nunca fuiste bautizado y, por ese motivo, jamás hiciste la comunión. Siempre quisimos que, cuando fueras mayor, pudieras escoger entre las diferentes religiones existentes en el mundo. Esto sucederá, o no, según tu criterio. Ahora bien, esa galleta, llamada hostia, representa para los cristianos el cuerpo sagrado de Dios. Si te la comes estarás aceptando, a los ojos de la gente, que Dios habite en tu interior. Así que, tú mismo.


Yo, haciendo gala de esa inocencia que me proporcionaba el no haber entendido nada, vacilé unos segundos, y contesté con toda la locuacidad de la que pude hacer acopio a esa temprana edad.

 - Pues vale.

Y me coloqué en la fila.

En los minutos de espera durante la lenta procesión, no pude dejar de dar vueltas a las sabias palabras de mi madre. Aunque, para no faltar a la verdad, solo me preocupaba una palabra. Hostia. Confieso que anduve algo receloso ante la inminente posibilidad de comerme una. Alguna vez había escuchado a mi abuelo decir, <<Cuando vuelva a ver a tu padre se va a comer una santa hostia. Y ya veremos como espabila>>, entendiendo perfectamente el concepto. Por esos antojos del destino me encontraba comulgando, en sus dos sentidos, con los pensamientos de mi abuelo.

Para mi tranquilidad, el guantazo no llegó. Solo un ovalado pedazo de pan que introdujo el sacerdote en mi boca. Como el aperitivo acabó resultando, a todas luces, ridículo, volví al final de la cola para recibir otra ración, sin saber que estaba cometiendo uno de los mayores pecados que puede llevar a un cristiano a pudrirse en el infierno. La gula. Y en las mismísimas narices del cura.

Calculo que sería en mi sexto panecillo cuando el sacerdote decidió dejar de hacer la vista gorda. Lo cierto es que, con tanta visita al altar, ya me sentía como en casa, e incluso hice el intento de agarrar yo mismo el alimento de la bandeja. Creo que ese gesto de confianza es lo peor que se me pudo ocurrir. El cura correspondió, a mi cándido movimiento, clavándome una mirada que, al percibirla inyectada en sangre, consiguió hacerme perder el apetito. Reconocí aquella arisca mueca, pues era la misma que nos lanzaba mi padre cuando le interrumpíamos la siesta, y corrí a refugiarme bajo las faldas de mi protectora madre.

 - ¿Ya te has cansado de hacer cola? -preguntó con ternura.
 - Sí -dije, recomponiéndome.
 - Pues ahora nos sentaremos en este banco de madera y podremos observar, en silencio, la Misa.

Y así fue. Aunque, para ser sinceros, poco pudimos disfrutar del asiento. Cada dos por tres nos espoleaban desde los altavoces con el fin de levantarnos para, al momento, volvernos a sentar. Cada subida y bajada era aprovechada por el párroco para pedir perdón al Señor. Hubo un tiempo muerto, a mitad de ceremonia, en el que nos encontrábamos de pie, que intenté dedicar a paliar mi aburrimiento.

 - Mamá, ¿no era esta la casa de Dios?
 - Así es -contestó en voz baja.
 - Entonces... ¿Dónde está Dios?
 - En todas partes -dijo para que me callara.

Como la respuesta me pareció algo esquiva y, lejos de resolver dudas, acrecentó mi desasosiego, continué con el fatigoso interrogatorio que perpetraría cualquier crío de mi edad.

 - ¿Y ese Señor? Ese que el cura no para de pedir perdón... ¿Quién es?
 - Es Dios.
 - Pero... Si es un Señor, no puede ser Dios.
 - Bueno, puede que se refiera a su hijo -comentó mi madre, liando más la trama.
 - Entonces... ¿Dónde está su hijo? -inquirí de forma cargante.

Mi madre, sin sospechar en las consecuencias de su respuesta, acercó su cabeza a la mía, señaló con la nariz el estrado y, susurrando en mi oído, me soltó la respuesta que, según ella, me haría callar.

 - ¿Ves esa estatua, ahí, colgada?

Asentí al ver a Cristo en la cruz.

Aunque no lo veía tan bien como yo quisiera, por culpa de las dos malditas dioptrías de astigmatismo con las que me habían obsequiado los genes paternos.

 - Pues ese, ese es el hijo de Dios -confirmó.

¿Estaba el cura pidiendo perdón a una figura? ¿A un maniquí? ¿A un muñeco? Todas esas preguntas provocaron, en mí, la sensación de estar presenciando una situación completamente absurda. No recuerdo si fue porque yo era un niño muy risueño o porque el cura mojó en el vino las Hostias que había ingerido, pero la explosión que exterioricé, en forma de estruendosa carcajada, rebotó con un eco infinito sobre las paredes del templo.

Esto propició dos cosas. Que todos los feligreses giraran la cabeza, con aires despectivos, hacia nosotros. Y que mi madre padeciese la suficiente vergüenza como para cargarme, cual saco de patatas, y salir a toda prisa por la puerta mientras me tronchaba de risa.

Ese día aprendí a respetar todas las religiones para intentar no ofender a nadie con mi ignorancia. Sobre todo si son tan amables de abrir las puertas de su casa para que se les pueda visitar.

¡Ah!, sí. Y a perdonar, a perdonar mucho. Aunque, releyendo lo escrito sobre mi padre, intuyo que aún me queda un largo camino que recorrer hasta interiorizar ese sentimiento.

martes, 12 de noviembre de 2013

La pandilla de los extraños



Decir que soy raro no tiene sentido. Todos lo somos, sin excepción. Cada uno posee un conjunto único de características que nos diferencia de cualquier otra persona. Que alguien nos tilde de raros solo responde a que han visto, en nosotros, algo excepcionalmente inusual. Pero por cada individuo que piense en esa cualidad como una rareza, habrá otro que le resulte de lo más común. Incluso el no ser agraciado con alguna de esas singularidades resultaría algo anómalo.

Propuse una tesis que teorizaba sobre la dispersión de todas las rarezas por el mundo para que, al combinarlas, cada uno fuésemos como quisiéramos. Pero, claro, tuve que conocer a mis amigos y me la tumbaron con un simple suspiro; como a un castillo de naipes. Sus excentricidades son tan únicas y extraordinarias que sobrepasa lo imaginable.

César, por ejemplo. Dicen que los hombres piensan en sexo casi el doble de veces que las mujeres en un solo día. Pues César puede doblar los registros de cualquier hombre sin esfuerzo aparente. Y, si me apuras, hasta triplicarlos. Aunque espero que no lo asociéis a una mente lasciva, porque os estaréis equivocando de pe a pa. Y eso, según tengo entendido, es mucho. 
Mi amigo es un estudioso, un erudito, un sabio en su materia. Una de esas personas, por no decir la única, que sabe exactamente cuanto tiempo dura un orgasmo de cualquier animal sobre la faz de la tierra. Bueno, de cualquiera que sea capaz de provocarse uno, evidentemente. Da igual el tema que estés tratando en una conversación porque, si aparece un animal, ¡ZAS! te suelta el dato. Nunca hemos logrado entender de donde saca semejante información, ya que, dedicándose a repartir cartas, no le ha de quedar demasiado tiempo para otros menesteres. Tampoco sabemos la utilidad que le encuentra a su afición. Como mucho podrá tener una idea de los minutos de sufrimiento que padecerá si algún día visita una selva y a un tigre de bengala, por poner un ejemplo factible, le da por  violarle en lugar de zampárselo.

Pero este caso es leve si lo comparamos con el de Luís. Su obsesión está tan enfocada al mundo de la vinicultura que en su mente no hay sitio para nada más. Ni en su casa. Tal como entras en su piso te recibe una enorme barrica jerezana de mil litros. Nadie se explica como logró hacerla entrar por la puerta. Por suerte no contiene líquido, aunque aprovecha su enorme capacidad para albergar una impresionante colección de corchos. Pero eso es solo el recibidor, porque en la primera habitación que te encuentras recopila todas y cada una de las botellas consumidas en años de afición. Está tan forrada de cristal que más que un cuarto parece una pecera. Y si nos acercamos a la siguiente nos esperarán unos archivadores, de pared a pared, que guardan en sus entrañas miles de las etiquetas que decoraban esos recipientes antes mencionados. Aunque lo más sorprendente llega cuando te enseña la terraza. Y vaya terraza. Ochenta metros cuadrados, de los cien que mide en total, están invadidos por tiestos perfectamente ordenados. Y, ¿adivináis qué contienen? Pues más de setenta variedades de cepas de vid, como no podía ser de otra forma. ¿Pero cómo es posible meter esa cantidad de plantas en un piso?, os estaréis preguntando. Pues, y aquí viene lo extraordinario, las ha miniaturizado en forma de bonsai. Vamos, una locura. ¡Ah!, y no te atrevas a pedirle una Coca-Cola porque te tirará uno de esos cascos vacíos a la cabeza. Uno de los irrompibles, por supuesto.

Pero, a pesar de nuestras extravagancias, somos buena gente. Y juntos nos lo pasamos fenomenal. Incluso creo que aprovechamos nuestros encuentros para desahogarnos de nuestras obsesiones, para olvidar la esclavitud de sus atenciones, para, en definitiva, sentirnos personas normales.


¡Uy!, se me olvidaba. No os he hablado de mi pasatiempo. Bah, es una nimiedad que apenas tiene importancia. Fíjate tú que, César y Luís, hasta me han puesto un mote... je, je, que cachondos. El multi-artista estrafalario me llaman. Total, que me guste experimentar en varias disciplinas no es nada insólito, mucha gente lo hace. Casualmente expongo en el centro cívico de mi barrio, durante toda esta semana, una colección de fotografías (analógicas, digitales o en Polaroid), cuadros, bocetos arquitectónicos, canciones, esculturas (esculpidas en mármol, alambre, hielo o porexpán) , relatos, cortometrajes (registrados en Super8, betamax o cámara de Iphone), poemas, bandas sonoras y jarrones de arcilla. Huelga decir que todo el material ha sido exprimido de mi vena artística. Mientras, en la sala anexa, se interpretará un musical que he ideado partiendo de una adaptación gay sobre un texto de Shakespeare. Lo he renombrado "Romeo y Julio". Por cierto, yo mismo daré vida a los dos personajes. ¿Os apuntáis?


martes, 5 de noviembre de 2013

Más allá del entendimiento



Sé que no soy la persona más indicada para valorar la forma de hablar de nadie. Ya he comentado en alguna ocasión que la mía deja mucho que desear. Suelo hablar rápido, sin vocalizar y, casi siempre, en un imperceptible susurro. Y es que me resulta un gran esfuerzo físico, un mal trago que intento pasar lo más rápidamente posible. Así que, por todas estas razones, no juzgaré, solo expondré.

Este extraño suceso podría estar situado en cualquier lugar donde dos personas se parasen a conversar, pero yo lo viví en una sala de espera mientras escuchaba a dos amigas (creo) dialogar.

 - ¡Mujer! ¿Cómo tú por aquí?
 - ¡Ay, que alegría verte! Pues ya ves, a lo de siempre.
 - Claro, claro. Yo igual.
 - ¿Y qué tal tú marido?
 - Bien, bien. Aunque un poco liado.
 - Pero lo va sacando ¿no?
 - Eso parece, aunque no es fácil.
 - No, claro que no. Mientras no le pase como a ese...
 - Ah, ¿a ese?
 - Sabes lo de ese que te dije ¿no?
 - Pues ahora que lo dices, no. Así que cuenta, cuenta...
 - Pues se fue allí, a aquel sitio...
 - ¿En serio? Pero si nunca le ha gustado hacerlo.
 - Ya, pues no se quejó. Sobre todo cuando...
 - No me lo puedo creer. Y más sabiendo como se pone.
 - Pues eso no es todo. Me contó que le hicieron sentirse... así...
 - Claro, no me extraña. ¿Cómo te sentirías tú?
 - Pues igual, para que nos vamos a engañar.
 - Es que, a quien se le ocurre.
 - Y, cambiando de tema, aquello de lo tuyo...
 - ¿Lo mío? Se ha pospuesto. ¿No lo sabías?
 - Como quieres que lo sepa, si siempre soy la última en enterarme.
 - Pues sí, ya ves. Otra vez igual.
 - Bueno, pero tu tranquila. No vayas a...
 - ¡No, no! Yo a lo mío.
 - Eso, que luego ya sabes lo que pasa.
 - ¿Por eso? No sufras, que ya sé lo que tengo que hacer.
 - Si, pero siempre vigilando. Que luego...
 - Ya, ya. No te preocupes, que siempre lo hago.
 - Es que, el día que dejes de hacerlo...
 - Ni se me pasaría por la cabeza.
 - Oye, por cierto. ¿Y tu hermano?
 - Ahí, a lo suyo.
 - ¡Ah!, pero todavía continúa...
 - Claro, él no lo va a dejar. Ya sabes que si no...
 - Pues muy bien hecho. Y si lo deja que no sea por aquello.
 - ¿Aquello? Que va. Ya es agua pasada.

¡Basta!

Ya. Paro. No quiero llegar, rememorando el trauma, a convulsionar como la primera vez que lo escuché. Solo diré que tras esta... esta... esto, tuve que acercarme a la peluquería más cercana para que me lavaran la cabeza. Haciendo especial hincapié en el masaje capilar durante el enjabonado. Solo así pude apaciguar los calambres encefálicos producidos por las siete rampas, en el córtex cerebral, que sufrí.

Esto me pasa por forzar la mente más allá del entendimiento. Este Universo está plagado de episodios para los que, indudablemente, uno no está preparado.

martes, 29 de octubre de 2013

Mauricio y sus títeres




 - ¡¿Cómo están ustedes?!
 - ¡Bieeeeeen! - contestó, entregado, el público infantil.

Se encontraban, según rezaba el cartel, en la zona de "El mago Mauricio y sus títeres". Justo en el lugar donde el polvo del viejo Oeste y los adoquines de la antigua China convergían y entremezclaban para disputarse el terreno. La función estaba programada para las cinco de la tarde, pero a nadie extrañó el adelanto de veinte minutos ante la masiva afluencia de espectadores impacientes.

 - Me llamo Julia, ¿vosotros cómo os llamáis? -dijo la muñeca, declamando con una perfecta voz de niña.
 - ¡Marcos!¡Sandra!¡Marta! -exclamaron los niños más participativos.
 - Ahora que somos amigos os presentaré a mi hermano Raul, ¿queréis conocerlo?
 - ¡Siiiii! -gritaron al unísono.
 - Pues tenéis que llamarlo muy fuerte porque es un dormilón y le cuesta mucho levantarse. Lo despertaremos a la de tres: uno, dos y... tres.
 - ¡Raul, Raul, Raul! -se desgañitaron los niños.

Y Raul apareció, con lentos movimientos de insomne, por el lado opuesto del escenario.

 - Que paaaasa -balbuceó con desgana- ¿Por qué me despertáis? ¿Ya es hora de trabajar?
 - No, hermanito. Es que hice nuevos amigos y te los quería presentar -dijo Julia, señalando con sus manitas de cartón en dirección a la platea.
 - ¿Y estás segura de que son nuestros amigos?
 - Claro que sí. Y seguro que nos quieren ayudar, ¿verdad niños?
 - ¡Siiiiiiii!
 - Lo ves tontorrón. ¿Cómo puedes dudar de nuestra amistad?
 - No, si yo no dudo. Lo que ocurre es que siempre acaban huyendo y nos dejan solos.
 - Pero esta vez no pasará, ¿a que no pasará? -insinuó Julia cabeceando de lado a lado.
 - ¡Nooooo! -vociferó la multitud.
 - ¿Nos vais a ayudar?
 - ¡Siiiiiii!
 - Es una tarea muy sencilla, veréis. Tenemos un problema muy, muy, muy grande con nuestro jefe. Nos tiene aquí encerrados y nos hace trabajar mucho, ¿verdad que sí hermanito?
 - Es cierto -añadió Raul- Tiempo atrás fuimos un poco malotes, pero aprendimos la lección y prometemos portarnos bien si logramos escapar. Entonces... ¿nos ayudaréis?
 - ¡Siiiiiii! -gritaron los niños tras dudar unos instantes.
 - ¡Que bien! Ji ji ji -rió Julia con excitación- ¿Sabéis quién es nuestro jefe?
 - ¡Nooooo!
 - Pues si miráis los carteles que hay a ambos costados lo veréis -dijo Julia ojeando a izquierda y derecha.
 - ¿Este? -apuntó una niña con trenzas que se había levantado de su taburete para señalar al mago del póster.
 - Exacto -dejó caer Raul con un matiz rencoroso.
 - Pero... los magos son buenos. Ayudan a los niños -prosiguió la trenzada niña.
 - Sí... sí, sí -murmuró la gran mayoría, de forma indecisa.
 - ¡No, este no! -cortó Julia de forma tajante. Y, bruscamente, añadió- Mauricio es un mago malo, y nos ayudaréis a escapar. ¿Entendido?
 - Eso -dijo Raul- habéis prometido ayudarnos y es lo que vais a hacer -y añadió con tono coaccionante- O incumpliremos la promesa de portarnos bien. 

Ayudado por la inexpresiva mirada de quién posee ojos de botón, Raul se giró hacia el patio de taburetes y lo dejó helado con su malévolo gesto. Ni los adultos, apiñados en un segundo plano, se atrevieron a respirar.

De repente, la niña con trenzas, dio la voz de alarma.

 - ¡El mago, está allí!, ¡viene por el camino! -chilló mientras señalaba con el índice.

Todo el mundo se giró, incluyendo los padres, y vieron acercarse a un hombre, abstraído y parsimonioso, con una caperuza en la cabeza y una cerveza en cada mano. Volvieron la vista, casi a la vez, hacia el póster donde aparecían las marionetas, suspendidas gracias a las manos de un sonriente Mauricio; el mismo que se aproximaba. En las décimas de segundo que emplearon para volver a enfocar el escenario, y ver el cuerpo de sus nuevos amiguitos intentando la fuga por un lateral de la barraca, tan solo se les cruzó una pregunta por la mente: ¿quién manejaba los títeres? 

El mago, al ver la multitud delante del carro, arrancó a correr gritando.

 - ¡No escuchen a esos demonios!, ¡son peligrosos!

Y, tal como pronosticó Raul minutos antes, los espectadores huyeron despavoridos.

El hombre, tras observar la estampida, desaceleró sin prisa la marcha y se aproximó, andando, a la zona abandonada. Impasible, recogió un taburete volcado y acomodó su trasero junto al escenario. Depositó un botellín sobre el pequeño decorado y golpeó dos veces el lateral del mismo.

 - ¡¿Mauricio?! Fin de la función -anunció con una sonrisa antes de descubrirse la cabeza y dar un largo tiento a la cerveza que aún sostenía. Era un día extrañamente caluroso para la fecha.

Atravesando el telón apareció una mano desnuda, palpó el escenario, agarró la bebida y la hizo desaparecer, con un movimiento felino, entre bambalinas. Mauricio atesoraba, sin duda, unas manos con tablas escénicas.

Era el último día de trabajo para Manuel y su sobrina. Habían sido contratados, por el gerente del parque de atracciones, para ayudar a Mauricio en la función que había ideado para la quincena de Halloween. No iban a desaprovechar la única ventaja de tener un hermano gemelo, y más encontrándose Manuel en paro.

 - Tito. ¿Me compras una Fanta?

Manuel se rascó el bolsillo y sacó un euro para la niña de las trenzas. ¿Cómo iba a negarle un capricho a la única cría que no se espantaba al verle?

 - Toma -le dijo alargando el brazo- pero has de volver antes de las cinco y media para la siguiente función. ¿Te acordarás?
 - Claro.

Y dando alegres saltitos se alejó. Decidida a despojar de las garras del hombre-lobo vendedor, con un trueque, el deseado refresco.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Microrrelato



Soy consciente de que esto no es agradable para el mundo en general, pero la enorme ignorancia que atesoro me envalentona, irremediablemente, a flirtear con cualquier forma de expresión literaria. Hoy toca el microrrelato. Espero y deseo, por el bien de los lectores casuales, que el destrozo sea leve. Al resto no os diré nada, pues sospecho que ya estáis inmunizados a estas atrocidades.



Ruptura

Un día soleado. Una ciudad. Un barrio. Una cafetería. Una terraza. Una pareja.
Ella una coca-cola, él una cerveza y diez segundos de silencio.
Ella mirando a la cara y él contemplando el suelo.

 - Me lo podías haber dicho antes de venir -dijo ella enfadada.
 - Si, lo siento. No tuve valor -murmuró él sin desviar la vista de la baldosa.
 - ¿Por qué dejaste que viniera de vacaciones si pensabas romper la relación?
 - No lo sé. Creo que quería que te llevaras un buen recuerdo de mí.
 - Pues lo siento por ti, pero la imagen de este cobarde no creo que desaparezca tan fácilmente de mi memoria -dijo mirándole de arriba a abajo.

Acabaron las bebidas, la acompañó en silencio a la estación de autobuses y se despidieron con un abrazo. Él deseando que lo perdonara, ella deseando no perdonarlo jamás.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Fiesta Nacional




12 de Octubre: día de la Hispanidad o Fiesta Nacional de España. He buscado la definición de fiesta y voy a exponer todas las acepciones encontradas.

 1. Reunión de personas como diversión.
 2. Solemnidad civil o religiosa en conmemoración de algún acontecimiento o fecha especial, y día en que se celebra.
 3. Día en que no se trabaja.
 4. Actividades culturales y diversiones que se celebran en una localidad en unos días determinados.
 5. Periodo de vacaciones por alguna fiesta, sobre todo religiosa.
 6. Agasajo, caricia u obsequio.

Así, a primera vista, parece ser un día donde no se trabaja y se pasa en grande haciendo actividades en comunión. Pues no sé que pensar; o la gente monta la fiesta en secreto, o los medios de comunicación la ocultan o, simplemente, no existe tal fiesta. ¿O hay alguien que la celebre? Ah, sí... las Fuerzas Armadas.

Soy una de tantas personas que hizo el servicio militar y puedo asegurar que el doce de Octubre que viví dentro de la institución no me pareció ningún jolgorio. De hecho tuve que desfilar, como todo el mundo, y permanecer horas variando entre la posición de descanso, firmes o presentando armas, para contentar al General de División que nos visitaba. Creo recordar que la mayor deferencia que tuvieron con nosotros fue un sustento algo más digno del habitual. No, eso no fue una fiesta. ¿Dónde estaba la diversión?

Me resulta curioso que, en un país con la fama fiestera de España, no sean capaces de montar una buena juerga nacional. Se podría empezar por concertar un partido de fútbol, deporte mayoritariamente venerado por todos, de la selección para que coincidiera con la fecha en cuestión. Este año casi lo consiguen. Y, por coherencia, lo mismo debería suceder con las corridas de toros.

Otra forma de celebración podría ser potenciar con ferias o concursos las tradiciones más arraigadas de los ciudadanos en días festivos. La comida en forma de tapas, por ejemplo, es uno de los ocios más extendidos que utilizamos para disfrutar en reunión.

Y actos culturales tampoco deberían faltar. Conciertos multitudinarios, debates o presentaciones con autores literarios, sesiones especiales de clásicos en cines; en definitiva, cosas extraordinarias que hagan disfrutar a la gente, haciéndola sentir que es un día realmente especial.

Pero no. El único acto, y que me corrijan si me equivoco, es el de las Fuerzas Armadas. También, y para complementar al ya mencionado, hay una recepción de mandatarios en una sala Versallesca del Palacio Real, donde la mayor expresión de efusividad es un ¡Viva España! exclamado, sin demasiado entusiasmo, por el príncipe. Pues vale, pero me he quedado igual de frío que un día laborable.

Meditando sobre el tema he llegado a una nueva tesis sobre la Fiesta Nacional. Puede que, sin hacer nada, se esté homenajeando a la mayor tradición en estos últimos años: el paro. ¿Existe mejor ofrenda?




sábado, 12 de octubre de 2013

Hay que ver



Hay que ver...

No entiendo el significado de esa frase. ¿Qué hay que ver? ¿Me pierdo algo? ¿Tengo la obligación de ver? Pues no tengo ganas de ver nada ni hacer nada. La verdad, podría estar así todo el día, sin hacer nada. Aunque ahora no sé si eso sería hacer algo, ya que es una decisión premeditada y hay que estar muy quieto para llevarla a cabo.

Alguien podría decir que sí que hago algo: escribir. Puede que lleve razón, pero teclear con un dedo sobre una tablet no creo que fuese la definición que tiene en mente un purista sobre dicha acción. Además, la ejecuto con desgana. Solo esta frase me ha llevado más de treinta tediosos segundos. Buff.

Ahora que estoy aquí, tumbado, callado, con la mirada perdida, casi catatónico, va mi esposa y me pregunta qué me pasa por la mente. Y tengo una duda que me inquieta: ¿quién fue el fenómeno que hizo creer a las mujeres que, cuando andamos alelados, pensamos en cosas interesantes? Yo, por no romper un misterio heredado de nuestros ancestros, contesto que medito sobre mis cosas. Aunque, si dijera la verdad, podría comentar algo del dilema que arrastro desde hace unos minutos por dirimir si utilizo el dedo meñique o el índice para extraer un molesto moco que me impide respirar con normalidad.

No es una decisión que se pueda tomar a la ligera. Hay demasiadas variables a tener en cuenta para una correcta extracción. Un calibre dactilar adecuado para el orificio, una longitud de uña perfecta para cavar; y todo esto sin olvidar las diferentes consistencias que puede adoptar la viscosidad a tratar. No, no me precipitaré. Aún me quedan unos minutos de meditación ante mi gran decisión. Aunque no puedo dormirme en los laureles o acabaré succionando enérgicamente la mucosidad para no ver comprometido mi resuello.

Soy raro, no lo voy a ocultar. Pero, vamos, no más raro que cualquiera. Y mi mayor rareza es precisamente esa, que no lo oculto. Creo que soy la única persona en el mundo que, en un ascensor, está más incómodo con una conversación intranscendente que con un tenso silencio. Y, claro, al no soltar palabra acabo siendo etiquetado de, por no repetirme, peculiar. Si me conocieran bien se darían cuenta que lo verdaderamente extraño sería que parlotease sobre evidencias atmosféricas, como hacen ellos.

Hay una frase muy romántica, cosa curiosa tratándose de Tarantino, dicha en Pulp Fiction. "Sabes que has encontrado a alguien especial cuando puedes compartir con esa persona un instante de silencio", o algo así (espero que ningún iluso/a piense que voy a levantarme a buscar la frase exacta). Tampoco pretendo tener esos momentos de intimidad con mis vecinos, pero solo espero que, de vez en cuando, puedan respetar esos interminables segundos (sobre todo para ellos) callados, igual que yo respeto la incontinencia verborreica que tanto dominan. A cada uno lo suyo; sin rencores.

Bueno, va siendo hora de hacer algo. No sé; ir a desahogar la vejiga, por ejemplo. O, mejor aún, rotaré levemente quince grados a la izquierda para liberar de presión la arteria de mi pierna derecha. A ver si así dejo de sentir ese inquietante hormigueo. Por suerte, y gracias a mis técnicas de pilates, no tengo que hacer grandes esfuerzos en el giro. El asunto del pis lo dejo para luego, que intuyo que todavía puedo dar un par de cabezadas antes de que mi cuerpo pida, ya de forma inexcusable, desahogarse.

Hay que ver...

domingo, 6 de octubre de 2013

Enemigos eternos



Hola, ¿me reconocen? Sí, soy yo. El tipo gordo que hace unos meses hizo todo lo posible por perder peso. Bueno, tantos kilos no perdí, pero si cambié de hábitos. Ahora como más sano, bebo solo agua (vale, reconozco que alguna cerveza cae de vez en cuando) y salgo a pasear cada tarde con mi perro. Así que espero, con el paso del tiempo, adelgazar mucho más. ¿Que por qué lo hice? Pues para lograr lo que todos ansiamos: ser más queridos. Aunque a veces, por mucho que nos esforcemos, no acabamos de lograrlo.

El caso es que el otro día andaba a paso ligero con mi perro, un pastor alemán inquieto llamado Fidel, cuando llegamos a la plaza mayor del pueblo y, de sopetón, me encontré con una reunión de amigos en torno a un banco de madera. Esta clase de charlas entre vecinos me da una envidia horrorosa, sobre todo cuando los veo debatir de esa forma tan animada y jocosa. Bueno, pensé, para esto intento perder grasas; para ganar en auto-estima y tener el valor de interactuar, disfrutando de esta clase de eventos, con la gente de mi entorno. Así que me acerqué al corro para escuchar su encendida dialéctica aunque, eso sí, desde un segundo plano.
Rápidamente advertí la gran variedad de nacionalidades que se encontraban en el ecléctico grupo, pero no me extrañó lo más mínimo. Ya desde el principio de la crisis fueron los extranjeros los primeros en sufrir esta lacra que es el paro, y no es difícil encontrarlos vagando por las calles en busca de trabajo.
En el momento de mi llegada tenía tomada la palabra un africano algo molesto por culpa de algún suceso que no pude llegar a entender a causa de mi tardía incorporación. Pero, sin duda, hacía referencia a sus antepasados.

 - ¡Odio!, eso es lo que siento contra los ingleses. Ellos fueron los primeros en esclavizarnos. Y luego hicieron colonias en nuestro país para, con la excusa de alfabetizarnos, explotar nuestras tierras -dijo exaltado.
 - Pues nuestro Comandante sí que tiene delito -replicó un mulato con gestos enérgicos- Los castristas tienen bajo su mando a familias enteras viviendo en ciudades que se caen a pedazos por su cabezonería en la lucha contra el capitalismo. Son capaces de matar de hambre a su pueblo por no dar el brazo a torcer. Mi abuela siempre explicaba...
 - ¡Ja! Eso no es nada -interrumpió un pequeño hombre coronado con un kipá- Los alemanes son los peores. Nos robaron, nos encerraron y nos exterminaron a miles. Eso jamás lo olvidaremos.

Tanta exhibición de calamidades me recordó a la sala de espera de un ambulatorio. Esos asientos siempre han sido testigos de las mayores discusiones entre jubilados por ver quien había sufrido más operaciones y enfermedades. Es curioso presumir de desgracias, pero al menos esos ancianos las habían sufrido en sus carnes, cosa que no parecía suceder con mis conferenciantes a tenor de sus edades. Pero lo que más me sorprendió fue enterarme de los traumas, rencores y odios que soportaban aquellas personas por hechos ocurridos a miles de kilómetros de distancia y, la mayoría, en tiempos remotos. Unos estigmas en su carácter heredados, sin duda, de sus familiares directos.
Solo llevábamos unos minutos parados cuando mi perro, incapaz de dejar el hocico en reposo más de veinte segundos, hizo honor a su especie y empezó a olisquear el trasero más cercano; casualmente el judío. El hombre, al notar algo duro, frio y húmedo por el canalillo de los mofletes, dio un respingo y se puso en guardia.

 - ¡Uy!, perdone -dije mientras tiraba de la correa- no me había dado cuenta.
 - ¡¡Un pastor alemán tenía que ser!! ¡Si es que lo llevan en los genes! Solo falta que lo azuce contra mí para que pueda sentir lo mismo que mis antepasados en Auschwitz.
 - ¡No, no! Nunca lo pensaría. Además, Fidel es muy bueno. -comenté para quitar trascendencia al malentendido.
 - ¡¿Cómo se le ocurre llamar de esa forma al perro?! -me increpó el cubano- ¡Es nombre de dictador! ¿No le da vergüenza?
 - No, por Dios, Fidel significa fiel en catalán. Jamás se me pasaría por la cabeza ponerle un nombre así.

En ese momento el africano dio un paso a su derecha para observar al energúmeno (o sea, a mí) que estaba entorpeciendo la asamblea, con la desdicha de aplastar una inmensa caca.

 - ¡Por Alá! ¿Así me tengo que ver? Revolcado en la mierda que ha cagado el perro de este gordo terrateniente; igual que mis antepasados. ¡¿Es que no hemos sufrido ya bastante?! -exclamó elevando la vista al cielo.
 - No, oiga, que esa boñiga no es de Fidel. Mire, aún llevo el trozo de papel, intacto, con el que recogeré sus excrementos -dije levantando la mano.

Pero ni se inmutaron.
Tras dos segundos de incómodo silencio, y para olvidar lo sucedido, quise retomar el debate donde lo dejaron.

 - ¿Sabían que mi abuelo estuvo en la cárcel, en la época de la dictadura franquista, por tener mentalidad de izquierdas? Me explicó que pasó seis años encerrado temiendo que cada día fuera el último de su vida. Es evidente que no deseo que nadie vuelva a pasar por un trance semejante, pero creo que no es justo, ni para mí ni para los hijos de franquistas, que arrastremos la herida de esa barbarie por los siglos de los siglos. Quiero decir que, esa fue la vida de mi abuelo pero, por suerte, no me ha sucedido nada parecido, y veo absurdo guardar rencor a descendientes de fascistas, que ni conozco, ¿no les parece?

Creo que no les pareció. De pronto, como si del equipo de natación sincronizada se tratara, dejaron de ocupar el semi-círculo que rodeaba el banco para, en menos de un pestañeo, bloquearme el paso hacia cualquier dirección por la que se me ocurriese huir.

 - Nos intimidas con el perro, mentando al innombrable, y ¿quieres que olvidemos nuestras raíces? -dijo el cubano con cara de pocos amigos.
 - ¡¡Eso!! -añadió el judío- ¡Primero me lanzas a las fauces de tu bestia y luego escupes sobre la memoria de  nuestros antepasados!
 - ¡¡Peor aún!! -gritó el africano desde el banco donde se había sentado para intentar despegarse la plasta del zapato con un palo- ¡Se caga en nuestros orígenes!

Esta es la clase de embrollos que siempre temo. Soy consciente de mi enorme inutilidad para el combate y, como el perro siempre es el noble reflejo de su amo, Fidel no me sirve de mucho; a no ser que sea un enfrentamiento por dirimir quien olfatea más culos por minuto.
Tengo un amigo que siempre profetiza la misma cantinela. "Cuando la cordura se desvanezca y el mundo sea un disparate, has de moldear el espíritu para interiorizar la locura, solo así estarás a salvo". Creo que lo dice porque intuye algo de su acentuada chaladura, y piensa que el día en que sea reconocida le darán un cargo de concejal, o algo parecido. El caso es que, al verme acorralado por mis nuevas "amistades", hice lo que mi buen amigo haría en esta desesperada situación. Recurrir a la demencia.

 - ¡Un momento! -dije haciendo ver que escuchaba voces- ¿Habéis oído eso?

El grupo se miró extrañado, cesando su amenazadora marcha.

 - ¡Si, si!, es mi madre -dije excitado- Reconozco su politono. No he hablado con ella desde el día de su entierro. ¿Me permiten?

Me acerqué el reloj de pulsera a la oreja izquierda y contesté, presionando un botón de mi camisa, con el dedo índice de la mano derecha, a la aparente llamada.

 - ¿Si? ¡Ah!, dime mamá. ¿A cenar? Espera... No te escucho bien -me giré hacia el hombre más próximo y me hice hueco por donde pasar.
 - Perdone, es que aquí no hay buena cobertura -le dije apartándolo con la mano- Pero continúen, continúen con lo suyo... -comenté desentendiéndome del asunto- ¡Mamá! ¡¿Me oyes ahora mamá?! Espera, me moveré un poco más.

Y así, paso a paso, pude desaparecer por una de las esquinas de la calle que conduce a mi casa, sin ser molestado, mientras Fidel me acompañaba, dos metros atrás, sin dejar pasar un solo aroma de cuantos ojetes se cruzaron en nuestro camino.

No me gustaría que, por un malentendido, me tomaran manía mis vecinos, así que he decidido dejar de frecuentar la plaza a esas horas para evitar encontronazos indeseables. Al menos de momento. Pero, eso sí, a mi hijo no le comentaré lo sucedido. Él no tiene la culpa de mis meteduras de pata. También sospecho que es muy posible que haya compartido clases, en el colegio, con los descendientes de alguno de esos hombres; y hasta puede que atesoren menos prejuicios que nosotros, los adultos, y sean amigos. Quién sabe.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Chorizo para comer


Había una necesidad vital que Seth tenía que satisfacer, cada día, de la forma más honrosa. Comer. Para ello solo tenía que acercarse al lugar de racionamiento donde podría escoger un solo chorizo de entre la escasa variedad que ofrecía el sistema. Recordaba otra época en que el menú, aún siendo la mayoría producto del cerdo, era más diverso. Bacon, chuleta, jamón, morro y otras variantes del animal acompañado, siempre, con algo de verduras y pan para hacerlo más digestivo. Pero ya no. Ya no quedaba suficiente pan para tanto chorizo.

Envidiaba al resto de planetas de la Via Lactea, donde las personas eran la especie dominante y podían alimentarse más equilibradamente; pero en el suyo gobernaba una raza de cerdos que habían evolucionado de forma extraordinaria llamados Ocir, los hacedores del sistema y su constitución. La mayor diferencia entre un Ocir y el cerdo común consistía en que los primeros llegaban a este mundo por via rectal. No poseían una inteligencia demasiado superior a la humana ni una fuerza descomunal que amenazara al resto de la fauna, pero su inquebrantable tenacidad, ansias de poder y autoridad aplastante los habían llevado a la cima del poder. Solo existían dos clases sociales; o eras un Ocir o formabas parte del resto. Los Erbop.

Para mantener el orden y la sumisión se valían de una simple táctica: controlar los medios de comunicación para hacer creer que, sin la rectitud del sistema, sería la hecatombe; nada sobreviviría sin su supervisión. Para aparentar que no todo estaba bajo el control del régimen, y que algo se podía cambiar, celebraban unas inocuas votaciones donde todos los habitantes debían elegir el color (rojo o azul) del chorizo que predominaría en las comidas. Esto daba la oportunidad de variar, cada cuatro años, la imagen del alimento y proporcionaba a la población la falsa sensación de ser dueños de su destino. Hacía algo más de un año que la mayoría de los medios habían apostado por el azul; la frase que lanzó la campaña rezaba así: "Vota por el azul, el nuevo rojo", aunque Seth sabía que era una elección ficticia. El sabor y, sobre todo, la mala digestión siempre sería igual.

Alguna vez había pensado en emigrar a otro mundo, pero debería adaptarse a otra atmósfera y fuerzas gravitatorias y, sobre todo, abandonar a parte de su familia y amigos. No lo quería hacer. Aún guardaba esperanzas de que los Ocir fueran desbancados del poder. ¿Por qué no? De hecho ya había sucedido en otras civilizaciones. Lo sabía por astronet, la red interplanetaria de comunicaciones. Recordaba el famoso lema, concebido en el planeta Tierra, con el que habían derrocado a una estirpe similar: "A todo cerdo le llega su San Martín"




jueves, 19 de septiembre de 2013

Un palo




Creo que no soy muy exigente con mi ocio. Cualquier cosa que me haga jugar con la mente me vale. El problema viene cuando intento ver la televisión; los programas que proyectan en ella parecen estar pensados para que olvidemos que existe nuestra masa encefálica y, claro, no me sirven de mucho. Por suerte siempre me quedan esos ingeniosos chispazos creativos llamados anuncios.

Últimamente hay uno que me tiene enganchado por lo ingenioso que resulta. Me fascina porque nos enseña algo tan sencillo como el entusiasmo de un niño (por cierto, muy bien interpretado) al abrir su regalo de cumpleaños. Esto, por sí solo, ya es una reacción difícil de encontrar a día de hoy en cualquier crío harto de ver colmados sus deseos casi al instante, pero es más sorprendente cuando el obsequio se trata de un palo.

Estoy al tanto, y no creo ser el único, de que los anuncios pretenden, más que promocionar productos, transmitir sensaciones al espectador para que asociemos ese sentimiento a la marca en cuestión. Supongo que no todos consiguen su cometido; de hecho no puedo recordar, así a bote pronto, el objeto anunciado, pero sí el concepto. También he de suponer que no siempre se logra, a no ser que la idea sea muy explícita, transmitir el mismo mensaje a todo el mundo.

Mientras que unos pueden creer que el niño es muy tonto por alegrarse de poseer un palo, yo me inclino por todo lo contrario. Pienso en la suerte que tiene ese crío al saber apreciar un juguete tan sencillo y que tanto juego puede proporcionar, sobre todo si ejercita la imaginación (que es lo primero que hace, creo, al tenerlo entre sus dedos).

Esto hace que, gracias a lo que me contaron, mi mente inquieta haga una doble regresión generacional. No hablo de la mía, sino de la de mis padres y de su infancia. Mi madre nació en una chabola, y mi padre vino, con mi abuela, desde Murcia cuando apenas contaba con unos meses. Era, por supuesto, la época de la posguerra, y no existían parques ni columpios donde recrearse, al menos en sus humildes barrios. Si mi padre quería jugar a fútbol no utilizaba una pelota, creaba un aglomerado con bolsas y papeles para simular un balón de reglamento, y los postes de la portería bien podían ser dos palos. Los juguetes los veían en la televisión de la casa del vecino más adinerado, donde se reunía toda la niñería para observar ese sorprendente electrodoméstico que enseñaba otros mundos en blanco y negro.

Pero, curiosamente, los tiempos han cambiado. Lo que cincuenta años atrás era tan difícil de ver rodar por las calles, una pelota, hoy no paramos de esquivar. Y es que, con estos parques tan esterilizados que vemos en las ciudades, es muy complicado encontrar un palo. A ver si va a ser esa la razón de tanto entusiasmo...





sábado, 14 de septiembre de 2013

Mala baba





Todos tenemos absurdos traumas infantiles que arrastraremos hasta el fin de nuestros días. Es así, creo que si no los superaste en su momento no hay vuelta atrás para volver a intentarlo. Y no volverás a esforzarte en dominarlos porque son totalmente irrelevantes y sería hacer una insensata regresión a la niñez.

Que yo recuerde ahora mismo cuento con dos espinas clavadas en ese trozo de cerebro que guardo para recordar mi pueril existencia. La primera es hacer girar una peonza, de forma correcta, más de tres segundos. Nunca fui capaz y acabé harto de ser humillado por mis congéneres. Y la segunda, y razón de esta entrada, es mi famosa inutilidad a la hora de escupir.

Si, envidiaba a esas llamas humanas que podían llenar un dedal a cuatro metros de distancia. Nunca comprenderé qué características hacían falta para manejar ese fluido corporal con tal maestría. ¿Quizás una lengua viperina? ¿Unos dientes espaciados para tener la vía de escape perfecta? ¿O una densidad salivar a la altura del cemento? Se me escapan las peculiaridades de tan húmedo arte.

Intenté por todos los medios empaparme con las enseñanzas de mis compañeros. Y, de alguna forma, lo conseguí. Cada vez que procuraba proyectar un salivazo a la estratosfera acababa bañado, por mi propia torpeza, entre la barbilla y algún punto inconcreto no más allá de mis pies. Puede que atesore una baba miedosa del mundo, incapaz de romper los lazos/hilillos con su progenitor. Aunque los continuos intentos de fuga, que protagoniza cada vez que echo la siesta, me hace sospechar que su trastorno se acerca más al pánico a volar.

A veces intento imaginar qué hubiera sido de mi vida si poseyera ese don. Podría espantar abejas a una distancia segura, sin el riesgo de ser atacado como cuando lo hago con la mano. Y, quien sabe; poder apagar unas velas con dos certeros escupitajos, tras una cena romántica, bien podría impresionar a cualquier chica. Aunque ahora dudo si ese destello de genialidad jugaría a mi favor o en mi contra.

No quiero acabar este homenaje a mi incapacidad sin aclarar que la admiración va dirigida única y exclusivamente al escupitajo, y no al gargajo. Mientras que el primero es un alarde de técnica y control, el segundo es tan solo una expectoración asquerosa de flemas. Hay una diferencia de peso, literalmente.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Pesadilla malsana


Como me gusta variar, voy a intentar divagar sobre algo triste. Va a costarme una barbaridad porque mi forma de ser me empuja a desdramatizar cualquier situación, pero intentaré provocarme una pequeña crisis para ver si así soy capaz de expulsar mis demonios. Igual hasta echo mano de alguna canción de reggaeton para martirizarme mientras escribo.

Hace días que no duermo como debería, y eso es raro en mí. Soy de esa clase de personas que, cuando se acuesta, tarda menos de un minuto en perder el conocimiento (el poco que retengo). Pero no descanso bien y tengo pesadillas. Siempre la misma, aunque con alguna variante. En mis sueños suelo conducir diferentes clases de vehículos, alguno tan extraño que aún está por inventar (lo dibujaré en algún papel por si me reservo la patente), y los acabo estrellando tras dar varias vueltas de campana.

Solo se me ocurren dos interpretaciones posibles.

La primera podría ser que, como he dejado el trabajo de transportista para engrosar las estadísticas de paro, mi mente se desahogue de forma visceral con lo que nunca ha podido hacer; es decir, que estampe los furgones, motos y coches que he conducido (o no, ya he dicho que algunos son inventados) en mi vida para romper con el hábito de ejercer la profesión. Esto sería una visión bastante positiva de la pesadilla, pues es lo que pretendo al dejar el trabajo, pero viendo que no puedo descansar correctamente me inclinaré por la segunda.

La otra alternativa me lleva a analizar el suceso de una forma menos alegre. Puede que el conjunto sea una imagen de mi situación actual. O sea, que he perdido la estabilidad laboral de casi veinte años trabajando ininterrumpidamente y sea consciente de que he elegido la peor época en la historia para intentar cambiar de sector. Toda esta negatividad ha de llevarme, irremediablemente, a estrellarme y quedarme tirado en cualquier cuneta. Como el intento de cambio es voluntario puede que represente de esta forma una especie de suicidio laboral.

Aunque esta última noche algo ha cambiado.

Estaba yo en mi sueño repartiendo unos paquetes por Barcelona con un viejo vehículo de empresa (esta vez no era mío) y solo me quedaban dos entregas para acabar la jornada. Paré delante del comercio, bajé de la furgoneta (creo recordar que era una SEAT trans) y entregué la mercancía. Esta maniobra, de tanto repetirla, soy capaz de ejecutarla en pocos segundos, pero al darme la vuelta el furgón había desaparecido; robado, seguramente.

Esta pesadilla si que creo interpretarla correctamente, porque ayer estuve en el INEM apuntándome al paro y me informaron que no voy a percibir un euro de prestación (una de las muchas razones por las que quiero cambiar de faena). El caso es que hace un año se anunció por los medios de comunicación, según me explicó la propia funcionaria, que el gobierno cambiaba la ley para que los autónomos pudieran cobrar la ayuda al quedar desempleados; pero como yo no había pagado un suplemento para cubrir ese gasto (que ya podrían haber mandado una carta o algo para avisarnos), no me lo podían dar.

Así que habré cotizado un porrón de años (como autónomo, claro) y continuaré sin haber percibido una prestación en la vida (igual si la palmo le queda una pensión de viudez a mi esposa, aunque siendo autónomo... no sé yo...). Por lo que deduzco que ese sentimiento de impotencia y desamparo que he experimentado en mi último sueño pueda ser debido a mi reciente visita gubernamental.

Bueno, como los sueños, sueños son, intentaré manipular mi cerebro para, justo en el momento del accidente o robo, cambiarme por la banda de reggaeton que estoy escuchando en estos momentos. Me he dado cuenta que esta clase de música no me pone triste, aunque creo que es capaz de corromper mi estado de ánimo hasta el punto de convertirme en un homicida de cuidado. Con  un poco de suerte acaben estrellados o raptados y la pesadilla mute a sueño placentero.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Esto trae cola





Hay sitios mágicos en el mundo. Lugares donde no se explican las leyes de la física y suceden cosas extraordinarias. Por poner un par de ejemplos podríamos hablar del Triángulo de las Bermudas, donde sucedieron desapariciones misteriosas; o de las Pirámides de Egipto, que su sola construcción ya supone un enigma. Pero me centraré en escribir sobre un lugar donde ocurren cosas inimaginables. Un sitio que se puede crear, por la comunión entre seres humanos, en cualquier parte. Me refiero a esa ristra de personas, esperando su turno, denominada cola.

Quiero creer que se inventaron para atender a la gente de forma civilizada aunque, asombrosamente, acaben siendo uno de los lugares más hostiles de cuantos conozco. Uno supone que puede estar tranquilo al ocupar su sitio en la hilera, pero no es así. Todas las personas que se sitúen detrás tuyo intentarán, irremediablemente, colarse. Y no escatimarán en trucos, brujería y hechizos para lograrlo.

Siempre intento situarme en el último lugar porque tengo miedo de que algún loco me mande un sicario, pero mi preocupación aumenta cuando las colas avanzan y, sin proponérmelo, acabo escalando posiciones. Así que, normalmente, acabo sufriendo algún ataque indeseado.

Ayer mismo andaba con mi mujer en la cola de un super. Empecé a mirar a izquierda y derecha por encima del hombro, pues ya llegaba nuestro turno y me esperaba lo peor, cuando a una dependienta, que volvía al trabajo tras el almuerzo, se le ocurrió abrir una caja y pedir a los clientes que pasaran por orden de cola. Di un paso hacia la cajera y tuvimos la suerte de dudar un segundo, porque aparecieron volando, a la altura de la cabeza, cinco barras de cuarto que habían sido proyectadas desde la sección de frutería. Si llega a ser mi esposa la que hubiera dado esa zancada le habrían arrancado un pendiente de la oreja.

Pero el lanzamiento certero, que hizo aterrizar el pan sin un solo rasguño sobre la cinta transportadora, no fue lo mas extraordinario. Tras ellas se acercaba una mujer octogenaria, con una velocidad de movimientos que ya la querría para él un jugador de ping pong. Nos esquivó con el cuerpo cual banderillero y, en lugar de clavar dardos, depositó sobre el soporte mecánico dos paquetes de galletas.

¡Maravilloso!, ¡excepcional!, ¡sobresaliente! Aún no sé como pude reprimir las ganas de aplaudir. Y pensar que, tan solo unos minutos antes, tuve que ayudar a esa abuela porque le era imposible alcanzar las obleas. Tampoco me mortifiqué, pues entiendo que cualquier anciana jubilada debe tener muchos quehaceres pendientes un Sábado a las diez de la mañana y sus prisas son totalmente justificadas, pero ¿alguien puede dudar del poder curativo de una cola? Yo no, desde luego. Es más, cuando Jesucristo obró su famoso milagro de hacer caminar a un tullido, estoy seguro que la frase completa fue "levántate y anda, hasta el principio de la cola".

Unas horas más tarde me encontraba, nuevamente, formando parte de una construcción humana en forma de espagueti, cuando fui testigo de otro prodigio. En esta ocasión ocupaba mi lugar favorito en la cola de un restaurante de comida rápida. Pues no sé cómo, ni cuándo, ni porqué, pero creo que me desmaterialicé. Si, como leéis, dejé de existir durante unos segundos. Y la prueba me la dio una chica que se instaló a pocos centímetros de mi espalda de la que pude escuchar, sintiendo su aliento en mi oreja, cómo preguntaba por el último de la fila al chico situado delante mío. En ese momento, al no ser consciente de mi cambio de estado, me extrañé. Aunque al mencionarle que la persona a la que se refería era yo, pude reaparecer, ante ella, como un fantasma escapado del averno, a juzgar por su cara de sorpresa. Pero no acabó ahí la magia.

Ya habíamos consumido veinte minutos de espera en la hilera, cosa curiosa tratándose de un local que anuncia "comida rápida", cuando caí en la cuenta de que la cola se dividía en varios ramales. Si ya suelo sufrir en una sola hilera, imaginaos cuando uno puede ser atacado desde tantos frentes. Hice acopio de toda mi valentía y escogí, al azar, una línea para continuar con la procesión, volviendo a estrenar mi condición de última persona. Pues volvió a suceder; y con la misma muchacha. Pero esta vez desaparecimos la totalidad de la cola, a excepción del primer individuo. Al parecer el fenómeno se manifestaba con mayor intensidad al aproximarnos al mostrador.

La joven preguntó, de la forma en que tradicionalmente lo hacía, al único, según su parecer, ocupante del lugar. Quise interceder en la conversación, por mi experiencia recientemente adquirida en romper encantamientos, y le comenté a la chica que, a no ser que esta fuera la única cola en el planeta que se orientara en sentido inverso, continuaba siendo yo el último.

Por suerte no tuve que exponerme a un nuevo suplicio y pudimos volver a casa sanos y salvos porque, si llego a protagonizar una nueva contienda, me hubiese sentido totalmente superado por tanto fenómeno inexplicable en un solo día.