miércoles, 21 de diciembre de 2016

El lote



Desde que el año pasado publicara por estas fechas un microrelato, tengo una cuenta pendiente conmigo mismo: me comprometí a escribir un cuento navideño más extenso. Y, ahora que lo miro, igual me he pasado. Pero yo soy así. Procuro pagar todas mis deudas con creces. Y si no me creéis preguntádselo a mi hipoteca. Que sea leve.



El lote      


          Durante un largo período de tiempo recelé de la Navidad. Me desconcertaba. No entendía por qué, de golpe y porrazo, dejábamos de asistir al colegio. O dónde demonios aparcaba su legendario mal carácter ese vecino que jamás nos regalaba una sonrisa y ahora lo veía correr hacia nosotros para ser el primero en felicitarnos las fiestas. También recibíamos visitas de familiares lejanos, personas totalmente ajenas a nuestra casa que a duras penas habíamos visto en alguna foto antigua. Además, debía aceptar de aquellos desconocidos las carantoñas que me dedicaban sin poder rechistar. Y el funcionario encargado de engalanar las calles con aquellas horribles lucecitas... ¿de verdad esperaba llenar de júbilo nuestras almas? Desde luego que iba muy equivocado con la mía. Demasiadas perturbaciones para un niño que sólo anhelaba volver al refugio de su dulce rutina.


          Sin embargo, con cuarenta y ocho años, y a fuerza de pasar invierno tras invierno por este calvario, creo poder sobrellevarlo. Algunos dirían incluso que he aprendido a disfrutar de la Navidad. Y no ha sido un camino fácil, he estado a punto de arrojar la toalla en más de una ocasión. Hasta que decidí establecer un orden, llenar de pautas todas las disparatadas alteraciones que estas fechas nos impone; y desde que me casé, hará ya más de veinte años, que me viene funcionando. Todo gracias a la complicidad de Ana, mi esposa, y al haber permanecido en el mismo puesto de trabajo durante todo este tiempo.


          Los números, los números son lo mío. Desprenden una belleza mística, un brillo que eleva nuestro raciocinio y nos diferencia de las bestias. Cada mañana me levanto con unas ganas locas de ponerlos en práctica. Balances de cuentas, traspasos bancarios, cálculos fiscales, previsiones de fondos... Todo lo necesario para mantener en buen equilibrio a la empresa y demostrar a mis jefes que pueden confiar en su contable. Pero es que, además, nos valemos de los números para dar sentido a nuestro mundo: con ellos calculamos el tiempo, medimos las distancias y cuantificamos los pesos. Han demostrado ser tan precisos y organizados que, si los dominas y no cometes fallos, jamás te pueden defraudar.


          ¿Pero qué ocurre cuando Javier se empeña en que dejemos en sus manos el presupuesto destinado a cubrir los lotes que la empresa regala por navidad a sus trabajadores? Pues que en principio, como es uno de los dueños, no tenemos nada que objetar; por más que sepamos lo manazas que ha demostrado ser desde siempre con los números. Pero lo que nadie podía sospechar es que se fuese a cargar todas las tradiciones de la empresa, desestabilizara sus cuentas y me hiciera pasar las navidades más bochornosas de toda mi vida. Y sin aparente esfuerzo, oiga.


          Allí, en nuestra empresa, tenemos la bendita costumbre, practicada durante los veintidós años y ocho meses que llevo en plantilla, de recibir los lotes de navidad la misma mañana del veinticuatro de diciembre. Y, como cada víspera de Navidad, bajé a recepción sobre la una menos cuarto a recoger el mío. Es una pequeña licencia que me tomo; el único día que, por tradición, nos permiten dar por concluida la jornada laboral unos minutos antes. ¿Y sabéis qué me he encontrado?, pues a Maribel, sentada tras su escritorio muerta de asco, limándose las uñas mientras escuchaba por Youtube a una pandilla de gatos destrozando unos villancicos con sus aterradores maullidos. Y lo que es peor, con la recepción completamente vacía.


           — ¿Do... dónde están los lotes? —le he preguntado con una inmensa cara de asombro.

           — Ni idea, señor Miguel —ha contestado sin dejar de frotarse esas zarpas de bruja— Por aquí no ha pasado nadie.

          Maribel es una joven indolente que sustituyó a Carmen hará cuatro años, cuando esta se jubiló. Aún echo de menos el atiborrarme a magdalenas cada mañana. Las preparaba la tarde anterior y nos las ofrecía con la sonrisa más adorable que he visto nunca. En cambio, con Maribel es otro cantar. Es posible que las visitas ganen una cara bonita sobre la que babear, pero gasta un carácter tan avinagrado que casi preferiría golpear un avispero con un palo a dirigirle la palabra. Aún así, se las arregla para convencer al transportista para que descargue los lotes junto a la entrada. No sé cómo lo acaba logrando. Supongo que ese exagerado escote que gasta no le debe ir mal. Luego mata el resto de la jornada colocándoles una pegatina con el nombre y apellidos de cada uno. Este protocolo se sigue llevando a cabo año tras año, incluso aquel en el que Maribel estuvo de baja por gripe y la tuvo que suplir Isabel, mi secretaria. Jamás dejaríamos que se hiciera de otra forma. ¿Qué sentido tiene trastocar algo que funciona con la precisión de un reloj suizo? Ninguno, desde luego.


           — Venga, Maribel... —he insistido, aún incrédulo, con una sonrisa congelada en los labios— Los has escondido para gastarnos una broma, ¿verdad?


          La muchacha, que había terminado ya con las uñas y se disponía a atacar los padrastros, me ha mirado de soslayo y ha levantado una ceja.


           — ¿Usted cree que tengo tiempo para jueguecitos? —ha añadido.


          Lo cierto es que, tratándose de un día como hoy, donde la mayoría de clientes hacen fiesta y el trabajo brilla por su ausencia, estoy seguro que ha gozado del tiempo suficiente como para, de haberle apetecido, construir un árbol de navidad a escala real con piezas de Lego.


           — Entonces... estarán a punto de llegar, ¿no? —he dicho con un hálito de esperanza mientras miraba hacia el exterior a través de la cristalera.

           — Sí, claro. Si usted lo dice...

          Y ya está. Esa ha sido toda la conversación.


          Luego le ha seguido una tensa espera; dedicada mayormente a llamar, sin éxito, varias veces a mi jefe y mandarle mensajes por WhatsApp, y en la que apenas recuerdo haberme despedido de los compañeros mientras estos iban desfilando hacia la salida. El último en atravesar la puerta, en estado de shock, he sido yo. Y porque Claudio, nuestro eficiente guardia de seguridad, me han sacado casi a empujones. Sólo he despertado de mi trance cuando ha bajado las persianas. El rotundo chirriar metálico me ha dejado desolado. Fue como si se me cerraran las puertas del cielo para quedar atrapado en el infierno.


          ¿Os podéis hacer una idea de lo que ha supuesto para mí no tener un lote? No, claro, seguro que ni la más remota.


          Para empezar, dejaré claro que personalmente no me interesa lo más mínimo el contenido de esa caja. Sé que encontraré una botella de whisky, dos de Rioja y otras dos de cava; además de las típicas conservas, turrones y un paquete de barquillos. Cada año es lo mismo. Pero no penséis que ardo en deseos de atiborrarme con ellos, no. Hoy es martes, y para comer toca tortilla de patatas con ensalada y un vaso de agua. A lo sumo dos, si el día ha sido especialmente caluroso. Mi mujer lo sabe y lo cumple a rajatabla. ¿O acaso creéis que voy a cambiar mi dieta por ser nochebuena? Para nada. Además de los martes, ni los miércoles ni los jueves, ni ningún otro día de la semana, tengo por costumbre alimentarme con esa clase de productos. Si me los llevo a casa, lo único que conseguiré es abarrotar con ellos los armarios y echarlos a perder.


          Ya he comentado que lo principal, lo fundamental en mi vida, es no alterar la rutina. Y eso, por supuesto, incluye también a mi menú. Una pacífica monotonía es la mejor brújula para librar a nuestros cuerpos de todos los desbarajustes que acechan por esta época del año.


          Puede que no compartáis conmigo este punto de vista. Lo entiendo. Seguramente seáis hijos de la anarquía y llevéis unas vidas díscolas y desordenadas. Hay gente así, amante de las sorpresas y la incertidumbre. No es mi caso. Sólo espero no ser juzgado por seguir un camino firme, recto; igual que yo no juzgo a nadie por ir dando bandazos o salirse de los márgenes. Cada uno es como es.


          Bien. Aclarado este punto, ¿qué demonios hago entonces con el lote de navidad si no me lo zampo? Pues algo que se estila mucho por estas fechas: regalarlo. Es un plan muy sencillo que instalé hace unos años y la jugada me sale redonda. En cuanto salgo del trabajo me voy de paseo para ver a mis amigos y les ofrezco el contenido del lote. De esta forma, y a medida que me desprendo de ese elemento perturbador, también me voy empapando del entrañable y generoso espíritu navideño. Para cuando llego a casa, lo hago con la caja de cartón vacía, pero con el corazón henchido de satisfacción por haber repartido obsequios entre mis amigos.


          Pero hoy no ha podido ser. Como ya he dicho, ese personaje zafio que es mi jefe ha tenido que fastidiarme el día. Con mi ordenador en la oficina, y el memo de Javier esquiando con su familia en los Pirineos y sin cobertura, me era imposible saber si había llegado el dinero al distribuidor para que nos hicieran llegar los lotes, por lo que decidí aparcar esa cuestión en un rincón remoto de mi cerebro, donde no me angustiara demasiado. Costaría lo suyo, porque para mí es un gran incordio dejar suspendido en el aire tanto efectivo sin poder cuadrarlo, pero por suerte o por desgracia no tuve más remedio que distraer la mente centrando toda mi atención en resolver el tour que tenía por delante.


          Vaya marrón. ¿Qué podía pasar si no acudía a mis citas? Pues que, de cara a mis amigos, quedaría fatal: un ser huraño y malhumorado incapaz de pasar a saludar. Y acercarme a felicitar las fiestas también es una importante tradición que no debía despreciar. Bastante trastorno había sufrido ya con el tema del lote como para, encima, no hacer mi habitual recorrido.


          Miré el reloj. La una y diez. No disponía del tiempo suficiente para comprar otro lote y ya llegaba tarde a mi primer encuentro. La única opción que vi fue dar la cara ante mis amigos y ofrecerles, al menos, una explicación. Siempre han sido personas muy comprensivas y, después de todo, no era culpa mía. Seguramente perdonarían, por una vez, una visita sin regalos. Y, si no, aguantaría el chaparrón. Con esta idea, y arrastrando una inmensa pena, me dirigí hacia la primera parada en la ruta establecida: la barbería de Manel.


          Allí la tradición me manda estrenar el lote para extraer de su interior la botella de whisky. Luego Manel la abre y, con su habitual generosidad, sirve una copa a los clientes que esperan turno. Pero fue entrar por la puerta y, de golpe, sentirme morir. Manel, con ese ojo suyo de halcón travieso que clava por los espejos para controlar cada rincón del local, se percató en seguida de mi sufrimiento.


           — Pero... Miguel, ¿qué te pasa? ¿Parece que has visto un fantasma?


          Suspiré. Del todo mudo y sin poder mirarle a la cara, desvié los ojos hacia los enormes espejos. Estaban decorados con bolas rojas y spray de nieve en sus esquinas. Pero lo que más me llamó la atención fue que, efectivamente, el reflejo me devolvía un alma en pena. La mía.


           — Ven aquí —se apresuró a decir Manel, al tiempo que expulsaba los pelos de la butaca más cercana con un certero golpe de su toalla— Siéntate y cuenta.


          Y sí, es lo que hice. Contarle cómo un jefe idiotizado puede amargarle la vida a sus trabajadores. Cómo pone más empeño en mirar continuamente el Facebook que en asegurar una tradición que se remonta al siglo pasado. Cómo telefonea cada media hora a su amante para hacerle pucheros; y en cambio es incapaz de hacer una llamada a un proveedor para verificar un envío. ¡Cómo tiene la desfachatez de irse de vacaciones sin completar la única tarea que él mismo se había asignado! ¡¿Cómo?!


          Reconozco que acabé mi discurso un poco alterado. Tanto fue así que incluso Gabriel, un setentón tan fiel al negocio que casi forma parte del mobiliario, se acercó al bar de al lado y me trajo un agua con gas, pues es lo único que me ha visto beber en alguna ocasión. Aunque ni por esas pude aliviar el sabor a bilis que me subía por la garganta. Pero allí están acostumbrados a escuchar toda clase de penas. Ser cliente asiduo de una barbería durante veinte años da para haberse aliviado con un montón de amargas confidencias.


          Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, Manel se había dedicado a peinar mi flequillo a lo James Dean y a engominarlo. Y yo no sé si fue por desahogo que sentí al expulsar mi rabia, o por el agua con gas que me acercó Gabriel, o por las risas que nos echamos al verme las pintas (o quizá por todo un poco), pero algo más tranquilo me quedé.


          Al rato me despedí de todos deseando unas felices fiestas y, tras una nueva disculpa por haberme presentado con las manos vacías, me encaminé hacia la segunda parada: la tienda de golosinas de mi cuñado Ismael. Por el camino me dediqué a insistir con las llamadas a mi jefe. Pero nada, ni caso.


          Es posible que hayáis oído hablar de su negocio, pues es uno de los más famosos de toda la ciudad. Y todo gracias a una feliz casualidad. Según relata el propio Ismael, su establecimiento, aún gozando de unos caramelos inmejorables, no atraía a demasiada clientela; hasta que un día, allá por el verano de dos mil diez, vino Justin Bieber a Barcelona en su primera gira mundial. Se ve que al chaval le apetecieron unas chucherías mientras iba haciendo turismo con su limusina, así que mandó aparcar justo delante de su tienda y se llevó una bolsa repleta de gominolas. No es broma, hasta tiene una foto junto a él para atestiguar la visita. Vale que sale de medio lado, con capucha y gafas de sol, pero, ¿qué culpa tiene mi cuñado si siempre viste así? Y si te fijas bien en el trozo de barbilla que sobresale, no hay lugar a dudas: es Justin Bieber. El caso es que Ismael jubiló la pinza utilizada por la celebridad para llenar la bolsa y ahora la tiene expuesta en el escaparate. Y no os podéis imaginar lo que eso significa para la marabunta de críos que desde entonces invaden su tienda. Son como peregrinos visitando La Meca. En fin, como dice Ismael: "a veces sólo hay que tener un poco de suerte, o un oportuno reclamo, para dar un gran impulso a tu negocio".


          Cuando entré estaba tan risueño como siempre, atendiendo a una abarrotada tienda desde detrás del mostrador. Lo miré con ojos de pena y me quedé paralizado. Él me vio enseguida, seguramente gracias a los cuatro palmos de altura que sacaba a toda la chiquillería que por allí correteaba; o quizá alertado por las señales de auxilio que emitía mi cara: parecía un triste y solitario faro entre un mar de niños embravecidos.


           — ¡Hombre, Miguel! —soltó Ismael, presto para socorrerme— Pasa, pasa... —añadió haciendo un ademán para que le acompañara. Luego se dirigió a su empleada— Carolina, defiende tú el fuerte. Sólo será un momento —y me hizo acompañarle a la trastienda.


          Yo estaba avergonzado. Siempre le he regalado las dos botellas de cava que lleva el lote y el vino tinto, así que esperaba al menos una punzante observación o una pequeña reprimenda por haber aparecido sin un mísero paquete entre mis manos. Pero, para mi sorpresa, apenas se fijó en esa parte de mi cuerpo con dedos.


           — ¿Quién te ha hecho eso en la cabeza? —preguntó. Y luego soltó una enorme carcajada.

           — Ehh... ha sido Manel... —dije con timidez.
           — Nunca pensé que pagarías por un peinado de ese estilo —sentenció, para acto seguido continuar cachondeándose.

          Me di cuenta de que tenía razón. Jamás me había visto con un peinado que no llevara la raya en medio. Pero ni él, ni yo, ni nadie. Me puse tan encendido con el discurso de la barbería que apenas me percaté del secador y el cepillo trabajando sobre mi sesera; y, tras mi fallido regalo, tampoco podía enfadarme por más extraño que me viera. Entonces caí en el hecho de que no había pagado un euro por el trabajo de Manel. Ni tan siquiera por el agua con gas. Y me sentí aún peor.


           — Pero, ¿qué te pasa?

           — Pues que soy un mal amigo... —confesé, avergonzado y mirando al suelo— Debería haberle llevado a Manel la botella de whisky del lote, pero le he fallado. Y encima él, en lugar de enfadarse, me ha invitado a un refresco y me ha obsequiado con estos pelos...
           — Sí, menuda venganza ha perpetrado... —dijo con una sonrisa en los labios.
           — Bueno, quizá me lo merezca... lo más probable es que lo haya decepcionado.
           — Vamos, hombre. No será para tanto.
           — Lo es, lo es... Al menos para mí...

          Después de esta confesión permanecimos en silencio un par segundos. Hasta que Ismael, poniéndose muy serio, se decidió a hablar.


           — ¿Sabes qué?, me parece que tienes toda la razón. Has sido un amigo malísimo. Es más, ahora mismo me pareces un tipo detestable.

           — Pero no ha sido mi culpa —intenté defenderme— El capullo de mi jefe se ha olvidado de encargar los lotes y...
           — ¡Ah! —me cortó de pronto— O sea, que a mí tampoco vas a regalarme nada, ¿verdad?
           — No —dije con voz de niño extraviado— No he traído ninguna botella de cava...
           — De acuerdo, está bien. Pero si Manel ha podido resarcirse con... eso —dijo señalando hacia mi flequillo—, deja que yo también me tome la revancha —y desapareció tras una cortina.

          Volvió a los cinco segundos, portando un saco de kilo y medio repleto de carbón; carbón de azúcar, por supuesto. Me lo entregó con cara de enfado y continuó echándome la bronca.


           — Has sido un niño muy malo, y esto es lo que les traen los Reyes Magos a los de tu calaña.

           — Pero... ¿qué quieres que haga yo con esto? —dije sin entender nada.
           — ¿Que qué quiero que hagas? —dijo con las cejas muy juntas—, pues aprender la lección. Comer muchos dulces y reflexionar para que el año que viene no se vuelva a repetir.

          Entonces soltó otra carcajada y me apretó los hombros de forma afectuosa.


           — Venga, Miguel. A ver si empiezas ya a pillar mis momentos de guasa. Me da igual que no traigas nada. Gracias por pasarte a saludar y perdona que no pueda atenderte como es debido, pero tengo la tienda abarrotada. —dijo mientras me agarraba por el codo y se abría paso entre los chiquillos para acompañarme a la puerta— Que tengas felices fiestas y saluda a mi hermana de mi parte. Nos vemos en la cena de Navidad.


          Y me dejó plantado en la calle; sin tan siquiera poder replicar.


          Antes de que se fuera estuve a punto de decirle algo. Incluso después, a los pocos segundos, hice un amago de volver a entrar. Pero como ya era tarde y no tenía ni la más remota idea de lo que podría decirle, opté por dejarme llevar, con la inestimable ayuda de unos lentos y confusos pasos vacilantes, hasta la siguiente cita.


          Recorrí meditando las dos manzanas de separación que hay entre la tienda de caramelos de Ismael y la pescadería de Adrián. ¿Qué estaba pasando? A ninguno de mis amigos parecía importarle lo más mínimo mi falta de compromiso; ese deber cumplido durante tantos años y que ahora casi aparentaba ser una molestia. Me habían tratado como si fuera un loco peligroso al que hay que seguirle la corriente. Puedo entender que a ninguno le pareciera importante mi problema, pero eran mis amigos, y deberían estar más que acostumbrados a los cambios de humor que experimento cuando me trastocan los planes. No pedía que se unieran a mi desdicha, pero sí al menos que fueran más considerados con mi situación.


          Por fortuna, iba a ver a Adrián. Comprendería mi sufrimiento y me soltaría las palabras justas para pasar el mal trago. Él es la persona más capacitada que conozco para ponerse en la piel de cualquiera. O de cualquier animal. O incluso en la de cualquier objeto. Sí, mi amigo tiene un carácter un tanto peculiar, pero es noble como un trozo de pan. No como el patán de mi jefe, al que iba llamando de vez en cuando, y me saltaba el contestador, mientras me dirigía a la pescadería. Si lo llego a pillar en ese momento lo hubiese puesto de vuelta y media.


          A pesar de lo raro que pueda parecer, yo siempre he sentido una gran envidia por el trabajo de Adrián. No es que me guste destripar peces, lo que me fascina de su oficio es que lleva haciéndolo desde los cinco años. De hecho, heredó el negocio de su padre. ¿Puede existir una vida con menos alteraciones que la suya? Ojalá me hubieran preparado desde mi más tierna infancia para disfrutar de la rutina que llevo hoy en día. Me hubiese evitado todas las incertidumbres de mi adolescencia y juventud. ¡Si hasta se casó con María, su novia de toda la vida, y que también había nacido en su misma escalera! Eso es tener suerte.


          La suerte que me faltó a mí cuando entré por la puerta de la pescadería y vi que Adrián no estaba tras el mostrador.


           — Buenas tardes y felices fiestas, María —le dije a su señora— ¿Está Adrián?


          La mujer me miró como si en lugar de su marido le hubiera nombrado al mismísimo Satanás.


           — ¿Tú lo ves por aquí? —me lanzó a la cara.


          Miré de lado a lado de la tienda, como si los casi dos metros que mide Adrián pudieran esconderse debajo de una silla.


           — No —dije al fin— No lo veo.

           — Pues yo tampoco —me dijo alzando la voz y visiblemente malhumorada— Y llevo así desde que esta mañana se percatara de no sé qué clase de gesto hecho por un cangrejo y no tuviera más remedio que llevarlo a la playa para soltarlo...

          Sí, ese era mi Adrián. Una persona empática como pocas, capaz de intuir una llamada de auxilio en los mínimos movimientos de cualquier cosa.


           — ... Y aquí me tienes —continuaba vociferando María— Más sola que la una y con todos los encargos de nochebuena pendientes. ¡Ah, por cierto! También me ha dejado un recado para ti.


          Soltó el cuchillo ancho y pesado de pescadera, se sacó los guantes y se agachó para sacar un paquete alargado del congelador. Lo puso sobre el mostrador y me acercó un papel que sacó de su bolsillo.


           — Toma, esto de parte de Adrián.


          Cogí la nota y me puse a leer.



           Querido Miguel, siento no poder recibirte, pero me ha surgido una urgencia. Como sé que te acercarás para regalarme las conservas del lote, esta vez he preparado una lubina para intentar corresponder a tantos años de generosidad. Sé que es martes y hoy comerás tortilla de patatas, por eso la he congelado, para que el sábado, que es el día en el que comes pescado, la puedas disfrutar con tu mujer. Un saludo y felices fiestas.
Fdo. Adrián

          Cogí la lubina, la aprisioné debajo del brazo y entré en una especie de trance. Todo me salía del revés. Primero con la desdicha sufrida con el lote. Y luego, en lugar de haber ido desprendiéndome de su contenido, iba acumulando regalos que mis amigos me ofrecían. Peor no podía ir el día.


          Tras despedirme de María de la mejor forma posible (en mi estado aún no sé ni cómo pude articular palabra) me dirigí a casa. No sé con cuantos vecinos me crucé durante el trayecto y mucho menos las frases que les dije. Mi cabeza estaba tan embotada que a mi memoria le fue imposible retener aquellas palabras vacías e intrascendentes, si es que en verdad hubo alguna. Para avivar mi tormento, sólo veía que la gran mayoría se dirigía a casa con un lote entre sus manos y los ojos llenos de dicha.


          Fue al salir del ascensor y mirar hacia la puerta de mi piso cuando espabilé y me di cuenta de que aún me quedaba una última parada pendiente: la casa de don Armando. Ya que era mi vecino de al lado no supondría ningún problema cumplir con el trámite, pero estaba exhausto, agotado, cansado de tantos sucesos insólitos; mi capacidad para asimilarlos había llegado a su límite. Así que pensé en reponer fuerzas entrando en casa y, si acaso luego, después de comer, ya le llamaría al timbre para felicitarle las fiestas y excusarme por no poder regalarle los turrones del lote. Pero una vez más la suerte me fue esquiva.


          Nunca se me han dado bien los juegos malabares. Cualquiera que me conozca medianamente bien hasta podría decir que soy bastante torpe. Con todas estas pistas os haréis cargo de la dificultad que conlleva, al menos para mí, sacar las llaves del bolsillo mientras tienes una mano ocupada con una bolsa llena de carbón de azúcar y la otra sujeta una pesada lubina. Por eso se me escurrieron y acabaron impactando contra el suelo. Aunque fue el eco del rellano el culpable de amplificar ese tremendo estruendo.


          Don Armando es el típico vejestorio viudo de setenta y dos años. Encorvado por la artritis, medio ciego y con la tensión por las nubes. Pero el muy canalla todavía conserva un oído de murciélago. Y aún no había tenido tiempo de recoger las llaves del suelo cuando descorrió los dos cerrojos de su puerta y la abrió de golpe.


           — ¡Miguel! —gritó mirando al frente con cara de espanto.


          Yo seguía de cuclillas y no estaba seguro de que me hubiera visto. Aún así delaté mi posición.


           — Ehh... ¿si?

           — ¿Qué haces ahí tirado? —dijo al descubrirme, como si esa postura fuese más molesta para él que para a mí; aunque ni se molestó en esperar respuesta— Ven, entra, necesito tu ayuda.

          Se dio media vuelta y desapareció tras el recibidor.


          Solté un bufido. Yo sólo tenía ganas de llegar a casa y descansar, pero no podía negarme a echarle una mano. En el fondo me sentía culpable por no poder darle unos míseros turrones, de modo que entré para ayudarle. No sabía si podría llegar a compensarlo, pero estaba seguro de que aquella visita sería mi penitencia.


          El piso de don Armando nunca me ha gustado. Ya desde fuera suelta un olor a naftalina que tira para atrás. Pero lo peor viene cuando te adentras por sus antiguas paredes de papel encolado y descubres que no ha dejado un solo hueco sin colocar un marco con foto. Allí no falta nadie de su familia. Incluso hay un rincón del comedor dedicado a todas las mascotas que ha tenido. A mí me da un poco de grima ver tanta cara enganchada por las paredes; parece como si don Armando sufriera de alzheimer y necesitara verlos a todas horas para no olvidarse de sus seres queridos, y para nada es el caso.


           — Mira —me dijo en cuanto llegué al comedor— ¿qué te parece? —y me plantó su móvil a un palmo de la cara— ¿cómo los ves? —insistió.


          Tardé dos segundos en enfocar la vista para ver la figura de Rafael, su hijo, agarrado a una rubia nórdica que le sacaba dos palmos de altura por tres de anchura.


           — Pues... parecen felices —acerté a decir.

           — ¿Felices? —me preguntó, como si le hubiera hablado en chino— Me la sopla lo felices que parezcan. Lo que quiero saber es si ese mastodonte de carne humana es hembra o macho.

          Volví a mirar la foto.


           — Es una mujer —decidí al instante.

           — ¿Seguro?
           — Sí, sí, estoy completamente seguro.

          Don Armando se dejó caer en el sillón y soltó un suspiro.


           — Uff, me has quitado un peso de encima. He ido a Correos a buscar ese paquete —dijo señalando la mesa—, y cuando le he llamado para decirle que había llegado sin incidencias va y me manda esta foto junto con la frase "aquí estoy con mi pareja". Ya me dirás tú a que viene eso de llamar "pareja" a la novia, cuando de toda la vida se le ha dicho... pues eso, novia, mujer, esposa... Cuando la gente utiliza una palabra como "pareja" siempre es para ocultar algo obsceno...


          Rafael tiene cuarenta años y llevaba uno viviendo en Noruega. La versión oficial de su marcha había sido "por motivos de trabajo", aunque a nadie se le escapaba la difícil relación que había mantenido con su padre tras la muerte de su madre. Nunca habían gozado de una gran comunicación entre padre e hijo; y poner tierra de por medio no parecía haberla mejorado.


           — ... Y encima va y me manda un paquete con galletitas saladas y huevas de esturión... —continuó quejándose don Armando.


          Miré hacia la mesa y, efectivamente, allí estaba la caja de cartón abierta.


           — ...¿Acaso no sabe que no puedo comer nada de eso?, anda Miguel, te llevas la caja para casa y la aprovecháis vosotros.


          <<Hala, venga, —pensé— dos productos más. Lo que me faltaba>>. Ya había completado mi particular lote. Entonces me acordé de los turrones que no podía regalarle.


           — Lo siento mucho, don Armando —dije con voz ahogada.

           — ¿Por qué?
           — Pues porque este año no he recibido el lote y no tengo ningún dulce que ofrecerle.
           — ¡Ah, eso! No te preocupes: el mes pasado me hicieron un análisis de sangre y ahora también soy diabético. Creo que no existe una enfermedad que no se sienta atraída por mi cuerpo.

          Luego soltó tres toses y, como si hubiese sido yo el que hubiera llamado a su puerta, me dijo:


           — Y ahora vete para casa, que se me va a enfriar la comida.


          Atravesé el umbral de mi hogar e inspiré con fuerza. Mis fosas nasales fueron invadidas por un delicioso aroma a tortilla de patatas. ¡¡Por fin!! Aquello consiguió acercarme a la normalidad, devolverme por un momento a la dulce rutina.


           — Hola, Miguel —dijo Ana desde la cocina al escucharme entrar— ¿Qué tal el día?

           — De locos —contesté a mi mujer.

          Se asomó al recibidor y puso los ojos redondos como ciruelas.


           — Pero... ¿qué te ha pasado?


          Puede que le impresionara verme llegar con las manos llenas. Yo tampoco sabía muy bien que hacía con una bolsa hasta arriba de carbón de azúcar, otra con una lubina congelada y una caja de cartón con el logotipo de una empresa de transportes noruega. Esa escena no tenía ningún sentido. Ni para mí ni para nadie. Aunque sospecho, por cómo miraba mi cabeza, que la mayor sorpresa se la llevó por el tupé engominado que lucía.


           — Déjame poner todo esto sobre la mesa y ahora te explico...


          Y así fue como sucedió: entré en el comedor, me acerqué a una mesa que ya estaba preparada con los cubiertos, y aparté con el codo el lote que había sobre ella para descargar todo lo que llevaba encima.


          ¿Un lote? ¡¿Un lote?! ¡¿Qué demonios hacía ahí un lote?!


           — Por cierto, —dijo mi mujer mientras aparecía por el comedor portando una estupenda tortilla— acaba de venir un transportista y ha dejado tu lote de empresa.


          Yo no dije nada. No podía. Estaba derrotado por los acontecimientos. Dejé de mirar el lote y desvié los ojos hasta dar con la esponjosa tortilla de patatas. Dorada, gelatinosa, con dos centímetros de grosor. Como a mí me gusta, como debe ser. Aquella circunferencia perfecta era el punto y final al peor día de nochebuena que he vivido hasta la fecha. A partir de ese momento todo se volvería a encauzar, todo volvería a la normalidad. O al menos esa era mi esperanza. 


          Y entonces sonó mi teléfono. Totalmente ido como estaba, descolgué sin mirar la pantalla. 

          — ¿Sí? —contesté.
           ¿Miguel, has sido tú el que me ha llamado siete veces y me ha puesto tres mensajes? —dijo una voz exactamente igual a la de Javier, mi jefe.
          — Ehh... creo que sí —contesté con timidez.
          — ¿Y bien? ¿Qué es eso tan urgente que tienes que decirme?

          Había estado preparando una batería de preguntas a cerca del pago de los lotes, sobre su fecha de entrega. Quería saber hasta el nombre de la empresa encargada de hacérnoslos llegar. Pero sobre todo iba a despotricar contra mi jefe por marcharse y olvidarse de todo. Y ahora, con Javier por fin al aparato, sólo me salió un bobo <<¡FELIZ NAVIDAD!>>.