martes, 25 de marzo de 2014

La chica de sus sueños




James tuvo un despertar convulso: abrió los ojos de golpe mientras exhalaba un gemido obsceno. Apartó de un manotazo las sábanas empapadas en sudor y tragó saliva. Mientras, intentó que sus pulsaciones volvieran a la normalidad, a un ritmo que le dejaran aliento para respirar.

Había vuelto a suceder. Otra vez el mismo sueño, la misma chica, la misma excitación, el mismo despertar. Encendió la tenue luz de su mesita y observó la nueva mancha en sus calzoncillos. Como cada noche, desde hacía una semana, había eyaculado en sueños.

El sueño variaba, según el día, entre dos escenarios, pero la chica era siempre la misma. Su nombre era Sarah, o al menos así susurraba él nada más verla. Una amazona de piel morena y melena caoba, con el cuerpo más esbelto y curvilíneo que podía imaginar. Le lanzaba miradas coquetas desde una cara angelical no falta de picardía, con una caída de ojos capaz de derretir la coraza del más frígido mortal. Él se le acercaba hasta rodearla con los brazos, la besaba en los labios apasionadamente y le daba la vuelta para sentir la curva de su trasero y cintura restregándose en su torso. Ese era el momento en que aprovechaba para envolver con sus manos los enormes y perfectos pechos y... y despertaba.

Miró a su izquierda y encontró, como siempre, el cuerpo de su mujer dormitando apaciblemente.

Ophelia contaba con treinta y dos años de edad, tres menos que James. A ella no le gustaba hacer deporte, aún así poseía un cuerpo proporcionado y grácil, capaz de atraer a cualquier hombre. No obstante, y sin tener sobrepeso, cada vez se amontonaban más pliegues sobre su tripa, frutos de una vida sedentaria. Su cabello, teñido de rubio, dejaba asomar unas raíces con más canas de lo que, a su edad, se supondría normal.

James se levantó de la cama y, silencioso, abrió el cajón de la cómoda para extraer unos calzoncillos limpios. Con ellos en la mano, se encaminó hacia el lavabo, aseó sus partes bajas con agua, jabón y una esponja y, tras secarse con una toalla, se enfundó el tapa rabos. Volvió al dormitorio con la misma sutileza que lo había abandonado, dispuesto a proseguir con su descanso.

Antes de apagar la luz volvió a contemplar a su esposa, tan ajena a sus pensamientos como a su desvelo.

James sabía que jamás podría equiparar la belleza exótica de la chica de sus sueños con la de su mujer. Acercó la mano a su cara y acarició con ternura su mejilla. La suavidad de su tez le devolvió a la realidad.

En ese preciso instante, Ophelia abrió los ojos con delicadeza, como si no quisiera romper el silencio con el sonido de sus largas pestañas. Fijó la mirada en James, durante medio segundo, y le regaló una sonrisa de afecto y confianza que ninguna otra mujer le podría ofrecer. Acto seguido giró ciento ochenta grados a su izquierda y continuó durmiendo, en posición fetal, dando la espalda a su marido.

James obtuvo todas las respuestas en ese gesto. Apagó la luz de la mesita, se hizo un ovillo, abrazó a su esposa y posó su cuerpo para notar el mayor contacto con la superficie de su piel. Acoplado como una sombra, pensó en que, si le dieran a elegir, jamás cambiaría a Ophelia por Sarah; jamás cambiaría una mirada cómplice y comprensiva por una lasciva y prometedora. Jamás cambiaría a su chica real por la chica de sus sueños.

Jamás durante esa noche.

martes, 18 de marzo de 2014

Abalorios



Me han regalado un collar anti-parásitos para mi gata. Está caducado, pero si se le ocurre a alguna pulga mirársela con ojos hambrientos, igual puede llegar a verlo y hasta se lo piensa dos veces antes de tomarla como huésped.

Me han dicho que es posible que aún pueda funcionar. No me extrañaría nada, esta fiebre consumista de poner fecha de caducidad a las cosas cada día pierde más credibilidad. En cualquier caso ese collar, a falta de efectividad, siempre se puede utilizar como elemento decorativo, aunque no estoy muy seguro de que mi gata piense lo mismo.

En una ocasión intenté colocarle un collar con cascabel y todo; uno de esos por el cual todo el mundo apostaría estar particularmente ideados para felinos de su tamaño. Pues sólo le faltó darse cabezazos contra la pared para intentar arrancárselo. Empezó a dar brincos de tal forma que, si no supiera lo mucho que le gustan las campanillas al diablo, hubiese jurado que se trataba de una posesión.

Lo cierto es que yo tampoco me lo pondría. Jamás he llevado collares, pendientes, brazaletes o pulseras; ni tan siquiera el anillo de compromiso. Primero no los portaba por no extraviarlos, y ahora no los tolero por falta de costumbre. Me invade como una sensación de ahogo, similar a andar preso por unos grilletes. Soy tan reacio a su contacto con mi piel que no puedo utilizar ni un reloj de pulsera.

Esta tirria que compartimos ha logrado que florezca, en mí, uno de los sentimientos más absurdos de cuantos podemos observar en el comportamiento humano, aunque no por ello deja de ser común. El orgullo paternalista.

Pero mi caso es, si cabe, más surrealista. Primero porque no creo haberle transmitido nada al animal. Y, encaso contrario, no sé cómo uno puede enorgullecerse de traspasar una neura. Segundo porque, hasta el momento, nunca he sido padre; así que no comprendo de qué rincón de mi cerebro proviene ese sentimiento. Y por último, y a riesgo de que un análisis de ADN me contradiga, tampoco soy gato. Por lo que estoy seguro que, a lo que a ella concierne, la relación que mantenemos entre amo y mascota es puramente profesional.

Así he llegado a la coclusión de que es posible que busquemos en el mundo cualquier elemento de complicidad, en otro ser, con el que nos sintamos identificados; puede que para no sentirnos tan extraños, tan solos o, sencillamente, tan incomprendidos.

martes, 11 de marzo de 2014

El regalo

"De vez en cuando la vida
nos gasta una broma
y nos despertamos
sin saber qué pasa,
chupando un palo sentados
sobre una calabaza."

Estos versos, pertenecientes a una famosa (al menos para mí) canción de Juan Manuel Serrat, vienen a decir, entre otras interpretaciones posibles, que sin venir a cuento hay días en que vives una experiencia nueva o sorprendente. Un regalo que es entregado sin desearlo ni pedirlo y sin tan siquiera saber si será de tu agrado.

Creo que algo parecido es lo que me ha pasado hoy en la consulta de una psiquiatra. Empezaré por el principio, que es por donde se debe empezar toda anécdota.

Acompañaba a mi mujer a su visita semanal o quincenal (según marque la terapia) para tratarse de un problema de ansiedad que ha sufrido durante los últimos meses. Siempre acudía sola, pero esta vez, por petición expresa de la Doctora, tenía que acompañarla algún familiar. Así que era la primera vez que me presentaba por allí.

No querría aburrir con un diálogo interminable, así que no describiré con pelos y señales la conversación que mantuvimos los tres durante una hora. Tan sólo expusimos nuestros puntos de vista sobre nuestra relación como pareja, y cómo nos afectaban esas ansiedades y obsesiones que arrastra mi mujer. Vamos, imagino que más o menos lo que todo el mundo comenta con un psiquiatra.

La Doctora, sin parar de escribir notas en todo momento, acabó su batería de preguntas y nos pidió cinco minutos de receso para ir a beber agua y aclarar ideas. No me consta que esta práctica sea habitual en el ámbito psicológico, sin embargo es la primera vez que entro en una consulta; y este hecho indica que no soy el más indicado para opinar. Pero me sorprendió.

Pasados los cinco minutos regresó a la habitación y nos desveló lo que había ideado para inaugurar la terapia. Pero antes, me preguntó si guardaba las llaves y la cartera en un bolso o bolsa de mano cuando salía de casa. Le contesté que no, siempre llevo mis pertenencias en la chaqueta o, en caso de encontrarme con clima caluroso, en los bolsillos del pantalón. Le pareció perfecto. Acto seguido se dirigió a mi mujer y le impuso, como primer ejercicio de su recuperación, ir de compras con mi suegro para, entre los dos, escoger una bolsa de mano, cartera o complemento que decidiéramos y regalármelo a mí.

Nos quedamos de piedra; con la boca abierta y la mandíbula colgando.

Mi mujer, conociéndome como me conoce, tomó la palabra por los dos. Pues si ya es legendaria mi dificultad para expresarme oralmente en circunstancias normales, no queráis ni imaginar como me las arreglaría con una mandíbula en ese estado.

Así que preguntó lo que cualquiera de los dos (por no decir cualquiera en este mundo) necesitaba saber tras recibir tan surrealista instrucción. ¿Qué motivo había para tener que regalarme una bolsa de mano? A lo que la Doctora contestó que no necesitábamos saber el motivo. Tras estas enigmáticas palabras dio por finalizada la sesión y nos citó, de nuevo a los dos, para la próxima semana.

Puede que se trate del tan manido protocolo básico, denominado "Regala un Bolso" (en los países con menos recursos, "Regala un Capazo"), utilizado y enseñado en todas las facultades universitarias del planeta para comenzar cualquier tratamiento psiquiátrico. Vete tú a saber. Nuestro desconcierto ante los sucesos diarios lo causa, muchas veces, el vivir en la ignorancia.

Porque desde entonces ando con la incertidumbre de, sin comerlo ni beberlo, recibir en cualquier momento un regalo que cambiará, por prescripción médica, la forma de llevar mis enseres.

Todo sea por la pronta recuperación de mi mujer.

martes, 4 de marzo de 2014

Impulso incontrolable



Siempre me he considerado una persona extremadamente reflexiva. Antes de intentar resolver un problema pienso infinidad de veces en cómo abordarlo; lo miro desde diferentes puntos de vista, estudio las posibles consecuencias, preveo obstáculos y acabo sopesando si es una buena idea, o no, llevarlo a cabo de tal forma. Confío tanto en mi dogma que lo practico sobre cualquier gesto cotidiano; empleándolo en mi día a día para analizar absolutamente todo. Se podría decir que soy la antítesis de una persona impulsiva.

En ocasiones, tanta planificación, acaba resultando contraproducente. Pero no puedo evitarlo, soy así. Dedicar más tiempo en calcular una acción de lo que se tarda en ejecutarla, me lleva muchas veces a que ya no sea necesaria por quedar obsoleta en el tiempo.

Algunas personas aseguran que, esta parsimoniosa forma de enfrentarme al mundo, es una táctica utilizada por mi vagancia para esquivar el fatídico momento en que tenga que malgastar esfuerzos. Nada más lejos de la realidad. Puede que no llegue a tiempo de poner en práctica la mayoría de ideas, pero cuando arranco lo hago con tal convencimiento y decisión que no hay quien pare mi embestida.

Además, nunca he entendido a las personas que no paran de moverse sin antes analizar, obligadas a rectificar desmanes provocados por algún anticipado movimiento erróneo. Precipitarse sin tener todos los datos me parece absurdo; así no se adelanta nada.

Pero hoy me he dado cuenta de que, por más que uno intente no dar un paso en falso, el cuerpo humano tiene sus propios impulsos irrefrenables.

El caso es que me encontraba en el tren, de vuelta a casa, portando en la mano una bolsa de plástico con una gran caja de cartón en su interior. Se trataba de uno de esos bonitos estuches preparado en una perfumería; contenía colonia, desodorante, gel de baño, espuma de afeitar y loción para después del afeitado (me niego a escribir after shave. Sin embargo, ahora lo he escrito. Mierda). Como podéis imaginar, el estuche, poseía unas dimensiones más que considerables para poder almacenar tanto producto, incluso sobresalía de la bolsa.

Pues con esa bomba de relojería en las manos me bajé del tren, totalmente ajeno al peligro que me acechaba. Era de noche, así que nada más pisar el andén pensé, haciendo uso de mi raciocinio habitual, en sacar el gorro de lana de mi bolsillo para encasquetármelo en la cabeza a fin de no perder sensibilidad en las orejas, como habría sucedido en caso de dejarlas friccionar impunemente contra el aire congelado que se respiraba. Al menos a mí, sinceramente, me pareció una buena idea. Sin embargo, y de forma inexplicable (razonamiento totalmente contradictorio, porque acabaré explicándolo), terminó en desastre.

Saqué el preciado gorro del bolsillo, lo giré en mis manos para que la etiqueta acabara en la parte trasera del cogote, todo esto sin detener el paso y con la bolsa colgando de mi muñeca, y comencé a elevar los brazos. A medio camino ya me sobrevino una duda razonable de no estar efectuando la maniobra desde una posición adecuada. Sostener la bolsa con mi brazo izquierdo, mientras lo alzaba, no parecía lo más cómodo. Aún así, mis extremidades no cesaron en su empeño.

Cuando los dedos se aproximaban a mi cara, mi mente empezó a ser invadida por una vaga sospecha de peligro inminente, siendo capaz de detener el movimiento por unos instantes, pues la caja de cartón que avanzaba anclada en mi muñeca tenía todos los números, según mis cálculos, para colisionar en mi rostro.

No sé exactamente qué pasó, pero un impulso superior a mí ninguneó mi fuerza de voluntad para conseguir que me autolesionara como si fuera una marioneta. Quizá mis orejas sufrían tal martirio que tomaron vida propia para ordenar al cerebro acabar el movimiento. También es posible que las neuronas, obstinadas como ellas solas, no se dejaran influenciar por mi buen juicio y optaran por no transmitir los impulsos nerviosos que portaban implícito el mensaje de "abortar operación".

El caso es que sí, acabé enfundándome el gorro. Aunque a punto estuve de sacarme un ojo con el pico de la caja que impactó en mi cara. Pero tranquilos, no es nada grave. Si me aplico durante quince días un colirio y , tres veces al día, me unto los alrededores de mi deteriorada pestaña con pomada antiinflamatoria, conseguiré abrir el ojo en pocos días y recuperaré la visión bifocal.

Eso sí, tras darle muchas vueltas (como no podía ser de otra forma), he llegado a una conclusión: da igual si eres un ser muy calculador o eres muy impulsivo, todos atesoramos la misma capacidad para comportarnos como unos auténticos idiotas.