miércoles, 29 de octubre de 2014

El estrés de una mudanza





Jamás he pretendido que este espacio se convierta en un diario personal. Sin embargo, y visto que alguna vez lo he utilizado de esta despresurizadora forma, creo que ha llegado el momento de abrir un nuevo capítulo en la historia reciente de mi vida que, ocasionalmente, comencé a escribir por aquí.
Si no recuerdo mal, lo dejamos cuando aproveché una entrada para comunicar al mundo el feliz hallazgo de un nuevo trabajo tras varios meses en paro. Pero de eso hace ya medio año, así que mi contrato expiró hace unos pocos días. Aunque no me voy a preocupar, al menos de momento, de este hecho consumado, ya que me renovaron por tres meses más.
El cambio más significativo en esta carrera, aparentemente sin fin, que supone la vida, ha sido que hemos logrado vender nuestro duplex. Y, lógicamente, nos tendremos que marchar en pocos días a otro lugar. Será a un piso más pequeño y que está situado en otra localidad, pero lo realmente traumático, farragoso y cansado será la inevitable mudanza que nos espera.
Una mudanza, con el cambio de hábitat que conlleva, es una situación que, según la psiquiatra de mi mujer, supone un alto grado de estrés. Y en parte estoy de acuerdo con ella. Es cierto que vaciar cajones, estanterías y armarios es como derrumbar el castillo donde guardas tu esencia. Rincones íntimos que han servido para acumular trastos capaces de evocar las vivencias de los años transcurridos. Con cada objeto que aparece, la memoria te devuelve un destello de cada pequeño paso que has andado para construir el personal mundo que supone tu hogar; y también, claro está, algunas de las desgracias y alegrías que te curtieron como persona. Meter la mano en esa especie de nichos y, por ejemplo, sacar un álbum de fotos, consigue conectarte con más fantasmas de lo que sería capaz una sesión de diez horas con una Ouija.
Además, a toda esa avalancha de emociones, hemos de sumar el desasosiego de ir a parar a otro barrio donde nadie puede garantizar que nuestra vida siga igual de apacible. Y es precisamente ese cambio hacia lo desconocido lo que más nos asusta.
Pero, ¿por qué he dicho que estoy sólo en parte de acuerdo con el discurso de la psiquiatra? Pues porque, como todo en esta vida, ese grado de incertidumbre depende de las circunstancias y de la forma de ser de cada uno.
Quien conozca algo sobre mi vida sabrá que esta no será mi primera mudanza. Ni la segunda, ni la tercera. De hecho, será la sexta. Y esta circunstancia, quieras que no, me proporciona algo de bagaje con el que afrontarla. Cosa, por otra parte, poco común en una sociedad que normalmente busca estabilidad física y emocional. Y esa es la principal razón de que para mi mujer suponga tan sólo su tercera mudanza.
Doblar en mudanzas a mi esposa hace que me las tome, con respecto a ella, de una forma más sosegada; consciente de que será dura, pero completamente convencido de que, tras un tiempo de adaptación, todo volverá a la normalidad. Y es que, si el ser humano ha logrado dominar el mundo, ha sido por la innata capacidad de adaptarse a cualquier sitio. Y nosotros no vamos a ser menos. O eso espero.

martes, 21 de octubre de 2014

El mejor abrazo del mundo



Tengo el extraño convencimiento de que cada uno de nosotros posee alguna aptitud en la que resulta ser un maestro, un sabio, un erudito o, como diría ese famoso entrenador de fútbol, el puto amo. Lo que ya resulta más difícil es encontrar esa cualidad que desempeñas mejor que nadie y sacarle el máximo partido para poder vivir de ella. Aunque, desde hace una semana, esa posibilidad cada vez la veo más real. Ahora sólo faltaría identificar la mía, claro.
Lo que me ha abierto los ojos ha sido la curiosa visita que se ha producido esta semana en mi pueblo. Cinco días antes de su llegada, ya fuimos avisados del acontecimiento por la prohibición de estacionar vehículos en los aledaños del pabellón olímpico que atesoramos en mi localidad, señal inequívoca de la importancia de esa personalidad. A dos días de su aterrizaje llegó la invasión de furgonetas, caravanas y otra clase artefactos utilizados para trasladarse y pernoctar, venidos de Francia en forma de séquito. Y en la víspera del evento, fui testigo de cómo se descargaban dos camiones de gran tonelaje para montar una infraestructura digna de la celebridad. Todo estaba preparado y dispuesto.
Como persona curiosa que soy, a la vez que despistada, le pregunté a mi mujer el por qué de tanto ajetreo. Y ella me explicó con parsimonia, seguramente por conocer de sobras mi habitual tendencia a no enterarme de nada, que se trataba de la mujer espiritual conocida mundialmente por el apodo de Amma. "Vaya, una mística", le dije. Pero mi mujer, escuchando mi pobre deducción y viendo que no acababa de comprender la magnitud de su obra, me aclaró que esa mujer no sólo era famosa por su discurso de paz y confraternidad, sino también por ir repartiendo su amor por el mundo a base de abrazos. "¡Ah!", dije elocuentemente para dejar zanjado el tema; pero luego pensé: "pues oye, tienen que ser unos abrazos cojonudos".
También me llamó la atención el peculiar aspecto de los seguidores que por allí se congregaban: personas, más bien jóvenes, tapadas con largas túnicas hindúes y sin demasiada afición al aseo personal. Vamos, lo que se viene denominando como Hippies. Pero lo que más me impactó era que estaban todos haciendo cola para recibir su abrazo correspondiente, sin darse cuenta de que, para recibir uno, no tenían más que pedírselo a la persona de al lado, que precisamente estaba allí esperando para recibir y dar esa muestra de afecto. Pero no, todos buscaban los brazos de ella, Amma. El mejor abrazo del mundo.
Y no me sorprende, pues abrazar a desconocidos es, seguramente, un ejercicio que requiere de una destreza fuera de lo común. Primero has de ejercer la presión perfecta para lograr hacerte sentir sin asfixiar a la otra persona. También has de escoger, en décimas de segundo, si pasas los brazos por debajo de los sobacos o por encima de los hombros, siempre calculando la altura del receptor y la tuya propia. Incluso alguna vez he visto a gente muy loca, seguramente amante de los deportes de riesgo, que se atreve a combinar posturas y es capaz pasar un brazo junto a la oreja y otro rozando las costillas. Un día se harán daño. Aunque lo más importante es elegir correctamente en qué lugar de la espalda vas a depositar tus manos para no crear una situación incómoda. Todos sabemos que si acaban en los hombros puedes hacer sentir a esa persona el agobio de una presa, y que si se deslizan más abajo de la cintura puede suponer una connotación sexual poco deseable. Además, ¿qué hacemos con la cabeza? ¿Apoyamos la barbilla en hombro ajeno? ¿Juntamos las mejillas o las mantenemos a una distancia prudencial? Una vez soñé que me abrazaba con una persona y que, al acercar las cabezas, se producía un efecto ventosa entre mi oreja y la suya y nos quedábamos pegados, compartiendo así el cerumen. Fue una pesadilla horrible.
No, por descontado que no es nada fácil dar un buen abrazo.
Además, si eres persona poco dada al contacto físico (como es mi caso), tampoco te hará demasiada gracia prestarte a unos abrazos con cualquiera que te lo proponga, por mucho que resulten ser los mejores del mundo. No sólo se abraza porque sea un gesto placentero, también ha de llevar implícito algo de cariño y complicidad. Vamos, que yo no me dejo palpar ni invadir el espacio vital sin antes tener algún trato con esa persona. Acabaría, más que agradecido, molesto. Así que primero que me presenten a esa tal Amma y, en caso de coincidir con estar realmente interesada en abrazarme y caerme bien, podría ser que llegáramos a ese momento tan violento que supone, al menos para mí, un abrazo con un extraño. O extraña, que tanto da.
Por otra parte, y tras reflexionar un momento, es posible que esa larga cola se formara porque, precisamente esa gente, no tiene con quien compartir un buen abrazo. Y entonces me he sentido un tanto desolado. Pensar que toda esa multitud deambula hacia una señora que les ofrece algo de cariño, porque no tienen dónde encontrarlo, me ha dejado con un pequeño nudo en la garganta.

martes, 7 de octubre de 2014

El caballero más osado



De vez en cuando, seguramente más a menudo de lo que me gustaría admitir, me vienen a la cabeza tonterías que más tarde, si me apetece y tengo tiempo, intento plasmar por escrito. Hasta no hace mucho me las ventilaba en unas pocas líneas, pero últimamente encuentro un extraño placer al perderme en los detalles y en intentar dotar de más personalidad a los personajes, por supuesto, sin obtener grandes resultados. En cualquier caso, sólo aspiro a distraer un rato y a no cansar demasiado a mis pocos y sufridos merodeadores.



El caballero más osado


Pietrus III despertó plácidamente y alargó la mano, como hacía cada mañana, para estirar de la cuerda trenzada y carmesí que colgaba en el lateral de su ornamentada cama real. Las campanillas tintinearon en todas las estancias. Las cocinas, los salones, las caballerizas y, aún con más fuerza, en la habitación contigua al dormitorio. Allí aguardaban varios de los sirvientes, atentos a la señal que exigía al ballet de palacio comenzar a danzar. Todo el mundo debía estar preparado para cumplir los deseos del soberano.

  Al instante, giró el picaporte y apareció la cabeza rasurada de Doryos, el exótico mayordomo real con piel de ébano, siete engarces en cada oreja y pantalones abombados. Ejecutó una insuperable reverencia y dirigió las primeras palabras de la jornada al gobernante del reino.

  ― Buenos días alteza, ¿tostadas y leche?
  ― Desde luego ―contestó el rey con voz pastosa.

El sirviente avanzó hasta situarse sobre el velludo reposapiés en forma de tigre de bengala y destapó, con un sutil tirón de sábanas, el torso maduro de su amo.

  ― Si su alteza no encuentra inconveniente ―añadió Doryos― le acompañará en el refrigerio uno de los consejeros reales, Ser Jodryck Alastor. Al parecer tienen algo urgente que comunicarle.

El rey gruñó algo, concediendo así su aprobación, y agitó levemente el brazo, dando a entender que se podía retirar. Siempre le había agradado escuchar las buenas nuevas tras el desayuno, por lo que adelantar las noticias a su mesa no parecía ser el mejor de los presagios para comenzar un nuevo día.

Asistido por tres sirvientes, se vistió, se acicaló y apareció por el salón principal. Mientras cruzaba el umbral fue presentado por la voz ceremoniosa del maestresala, acompañado por un golpe seco de su báculo en el piso; sonido que transmitía a sus vasallos la imperiosa necesidad de recibirlo en pie. Pietrus paseó por la estancia con aire altivo, imitando las poses que sus antepasados hicieran retratar a su semejanza sobre los talentosos frescos que decoraban el salón. Alcanzó el lado opuesto de la sala y tomó asiento para encabezar la sobremesa. A su lado se dejó caer Ser Jodryck, capitán de la guardia real y comandante mayor de sus ejércitos.

  ― Buenos días estimado ―saludó Pietrus― Podría asegurar, sin temor a equívocos, que si os halláis ante mi presencia no es por el mero placer de degustar estas horrendas hogazas quemadas ―dijo mientras revolvía la fuente con la mano en busca del panecillo menos tostado― Así que, aún a riesgo de parecer grosero, desembuchad.

Cualquier persona que hubiera visto cómo se derrumbaba Ser Jodryck en su asiento estaría de acuerdo en que ese desplome tan sólo podía vaticinar una tragedia. Sin más preámbulos se alzó con decisión, dedicó medio segundo en proferir un desolado suspiro y, seguidamente, sacó fuerzas de su más que probado arrojo para comunicar la nefasta noticia.

  ― Majestad, ha vuelto a suceder... ―dijo con voz abatida.
  ― ¿Ha vuelto a suceder el qué? ―inquirió el rey, llevándose una tostada a la boca.
  ― El dragón, otra vez ha vuelto a atacar. La víctima ha sido Lady Zenwyck. Según todos los testigos, la niña paseaba por los jardines interiores de la fortaleza del condado de Hampsey cuando apareció ese diablo alado y la raptó entre sus garras. Creemos que ha sido devorada, como todas las demás.

Pietrus quedó estupefacto, tan boquiabierto que la tostada escapó de sus fauces y fue a estrellarse boca abajo contra el suelo, escurriéndose la mermelada entre las baldosas. Desde luego que ese no era el mejor modo de encarar un nuevo y próspero día.

Aprovechando la proximidad de Doryos, que trataba de recoger el desaguisado, el monarca inclinó la cabeza hacia su solícito mayordomo y preguntó entre susurros:

  ― ¿Lady Zenwyck? ¿Quién es ella?

El sirviente, dando una lección de aplomo y profesionalidad, se entretuvo más de lo necesario en dejar el suelo impoluto e hizo valer ese lapsus de tiempo para proporcionar, en voz baja y gesto discreto, una aclaración a su amo.

  ― Lady Zenwyck era una de sus hijas bastardas. Aquella que reconoció concebir su majestad, hará casi diez años, con la Duquesa de Zenth.
  ― ¡Ah! Cierto, cierto... ahora recuerdo... ―mintió el rey entre susurros.

De un salto se levantó del asiento, como impulsado por una energía heredada de sus ilustres ancestros. Recompuso una postura solemne y, engolando la voz para enfatizar su cólera, añadió:

  ― ¡Ya está bien!, ¡hasta aquí podíamos llegar! Ocho... o... ¿o eran nueve? ―calculó pensativo―... Bueno, da igual. ¡Ocho hijas mías se ha merendado ya ese maldito dragón! ¿Y vos, Ser Jodryck? ―acusó con el dedo― ¿Que habéis hecho vos al respecto? Yo os lo diré: nada. ¡Absolutamente nada!

El caballero aguantó la reprimenda cabizbajo. Hasta los dioses podían asegurar que esa afirmación no era del todo cierta. Si fueran preguntados podrían relatar cómo había intentado acabar con ese demonio en multitud de ocasiones. Con una lluvia de flechas, impregnando con aceite su cueva e incendiándola, atacando con un batallón, con catapultas; pero nada parecía causar daño a esa sabandija. Sólo quedaba una estratagema por probar, la más arriesgada de todas: el enfrentamiento directo con la bestia. El todo o nada. Si la derrotaba, todos los juglares del reino compondrían canciones en su honor. Pero si fallecía en el intento, pasaría a los escritos como un caballero más que sucumbió ante la mayor amenaza del reino. En cualquier caso, la gloria eterna era bien merecedora de tal riesgo.

― Majestad, sé que os he fallado ―se disculpó Ser Jodryck― Pero dadme una última oportunidad y enmendaré mis errores. Yo mismo me colaré en la guarida de ese engendro y lo degollaré con mis propias manos. Tened por seguro que mañana, al amanecer, vuestro salón será decorado con la cabeza de esa alimaña ensartada en una pica.

El rey respiró hondo y se tranquilizó. No estaba acostumbrado a tales alteraciones matutinas y no le agradaba la idea de dejar en su comandante la imagen de un monarca fuera de sí.

  ― Está bien ―aceptó― Pero esta vez, antes de volver a meter la pata, iremos en busca de los sabios consejos del vidente Morguer. Quiero que me asegure que vos sois el caballero adecuado para una misión tan audaz.
  ― ¿Morguer "El Cerdo"? ―preguntó un sorprendido Ser Jodryck. Nadie en la corte guardaba demasiada consideración por ese calamitoso mago.
  ― Así es ―confirmó el rey.
  ― Pero... Majestad ―intentó replicar el caballero, algo molesto porque alguien tan desastroso tuviera voz sobre ese asunto― He sido el ganador del torneo del Rey durante los últimos cinco años. Vos sabéis que soy imbatible en las justas.
― Sí, si tenéis toda la razón ―admitió el Rey― No debéis preocupaos, tan sólo será una formalidad. Además, hace meses que no visito la Torre del Hechicero y me gustaría saber qué demonios hace ahí ese hombre. En la corte se escuchan habladurías que afirman haberle visto alimentarse únicamente de chocolate y vino; y que sus visiones resultan ser tan intensas que de su portón no cesan de escucharse bramidos y bufidos. No se hable más, ahora mismo iremos a visitarlo. Y vos me acompañareis.

Doryos, diestro conocedor de los deseos de su amo, efectuó tres gráciles palmadas. En menos de un suspiro aparecieron dos fornidos criados con una réplica exacta del trono, convenientemente fabricada en materiales más livianos para poder ser transportado sin dificultad, donde se encaramó el rey. Puede que los demás no tuvieran inconveniente en subir a pie los trescientos cincuenta escalones que albergaba el sombrío torreón, aunque tampoco se iba a molestar en preguntarlo, pero Pietrus no estaba dispuesto a perder el resuello en el intento.

La comitiva formada por Doryos, Ser Jodryck, los sirvientes porteadores del trono y, algo más elevado, su majestad, abandonaron el salón principal y se dirigieron al torreón atravesando el jardín de las orquídeas salvajes. El enclave que separaba las edificaciones era obra de la prodigiosa magia de Morguer; un curioso encargo para conmemorar el nacimiento de Pietrus III. Su padre, Zikaros IV, le mando crear un lugar excepcional, asombroso, jamás visto hasta la fecha. Un rincón donde poder maravillarse. Y a Morguer no se le ocurrió otra cosa que unir en un encantamiento la belleza de las orquídeas, que tanto mimaba su reina, con la fiereza de los lobos, que tanto admiraba su rey. La torpeza del sortilegio no convenció a los monarcas. A la reina le horrorizó encontrar colmillos en sus delicados pétalos, mientras que al rey le pareció una broma de mal gusto tener que aguantar los incesantes aullidos nocturnos de unas plantas bajo su ventana. Desde entonces fue recluido en la Torre del Hechicero. Sólo el joven príncipe Pietrus quedó encantado con el regalo.

Tras su paso escucharon dentelladas propinadas al aire cada vez que una flor detectaba la presencia de carne fresca. Castañeteo que a Pietrus ponía de buen humor, pues le recordaba las horas vividas en su niñez, cuando torturaba a cualquier alimaña que encontrara despistada por el jardín.

Nada más cruzar el foso del torreón iniciaron la ardua ascensión por la enorme escalera de caracol. A los veinte minutos alcanzaron la cúspide, donde se detuvieron a tomar aliento en el descansillo que servía de antesala a los aposentos de Morguer. Desde allí pudieron estremecerse con los horrendos jadeos que resonaban en su interior. Rugidos capaces de ahuyentar al animal más feroz.

  ― Ser Jodryck ―llamó el rey, algo inquieto― Pasad a las estancias del mago y cercioraos de que todo esté en orden. No quisiera aparecer en mal momento ni interrumpir una diatriba de ese hombre con el mismísimo Belcebú.
  ― Como gustéis majestad ―aceptó con orgullo el caballero.

Desenvainó la espada, ladeó el lúgubre portón y, con los cinco sentidos alertados, se dispuso a averiguar qué clase de horrores podía albergar aquel siniestro lugar.

Por lo pronto, de nada le sirvieron los ojos, pues la estancia apenas quedaba iluminada por un rayo de sol mortecino que filtraba una claraboya instalada en lo alto de la cúpula. Insuficiente, a su vez, para iluminar algo más que no fuera el techado. El primer indicio sensorial, si obviamos los insistentes rugidos que continuaban amedrentando sus oídos, le sobrevino gracias a sus fosas nasales. El hedor rancio a vino barato que desprendía el piso puso en alerta al valeroso caballero y tensó su figura, convencido de que tal olor viciado, junto a la viscosidad que se impregnaba a sus pies paso a paso, sólo podía pertenecer a un ser de ultratumba.

Por suerte para el mago, Ser Jodryck tardó algo más de tres segundos en encontrar una posición adecuada desde la que blandir su espada. Tiempo más que suficiente a que sus pupilas dilataran y reconociesen en la penumbra la oronda silueta del vidente, dormido en su butaca y con un charco de babas bajo sus pies. El comandante, haciendo gala de su habitual tacto castrense, propinó un puntapié en la espinilla a la masa sebosa que dormitaba y le anunció la visita de su majestad.

  ― ¡Morguer, despierta! El rey está aquí.

La escandalosa sinfonía de ronquidos cesó al instante, se incorporó con la premura de quien recuerda haber dejado una pócima en el fuego y soltó, en un cajón y como si le quemara en los dedos, los restos fundidos de una tableta de chocolate.

  ― Pasad, pasad ―invitó dirigiéndose a la puerta― Os... Os estaba esperando.

El mago chasqueó los dedos y, por arte de su magia, prendieron las siete antorchas destinadas a iluminar una desastrosa sala donde la mugre y los cachivaches campaban a sus anchas. Entre pequeños saltos se abrió paso Doryos, siempre intentando aterrizar en las escasas baldosas aún por corromper del hediondo suelo; y a escasos tres pasos lo siguió su majestad.

  ― ¡Dioses! ―exclamó el mayordomo, mientras tapaba su boca y nariz con un pañuelo perfumado― Esto es una pocilga. ¿Existe razón alguna por la que deba mantenerse este lugar en semejantes condiciones?
  ― Yo pensaba que el sobrenombre de "El Cerdo" era debido a vuestra oronda figura y achatada nariz -aportó Ser Jodryck al reproche― pero permitidme decíos que empiezo a dudarlo seriamente.

La relación del rey con el mago provenía de su más tierna infancia, profesándole un respeto que lindaba con su enorme admiración. Lo cierto es que nadie conocía la verdadera edad de Morguer, pues su eterna gordura jamás había permitido que las arrugas marcaran su cuerpo ni propiciaran vestigio alguno de su decrepitud. Pero de lo único que podían estar seguros era de que llevaba infinidad de lustros anclado allí, complaciendo a su majestad. Desde que Pietrus albergara conciencia había tenido la posibilidad de verlo siempre que había querido, quedando maravillado ante sus acertijos y trucos en cada una de sus visitas. Por eso mismo no demoró ni un minuto en defender a su apreciado vidente.

  ― Dejad de importunar al mago ―ordenó― Ya explicó en su momento que resultaría imposible pactar con seres malignos si la habitación olía a rosas, ¿no es así?
  ― Envidio la memoria de su majestad ―aduló Morguer, sumando una reverencia a sus palabras.
  ― ¿Podríais deleitarnos con una demostración de vuestros poderes? ―se le antojó al rey― Sólo así conseguiremos acallar las bocas de estos incautos. Seguro que podéis decirnos, sin daos pista alguna, a qué se debe nuestra presencia.

Morguer entrecerró los ojos un par de segundos. Alzó la cabeza, se masajeó las sienes con los pulgares y, tras pronunciar unas onomatopeyas sin sentido, añadió:

  ― Sí... Sí... Ya me llegan. No hay duda, las voces del más allá han hablado: ¡Habéis venido a verme a mí!

La cara del Rey se iluminó con una entusiasta sonrisa.

  ― ¡Lo habéis adivinado! ¿Puede alguien dudar ahora de los poderes de Morguer? ―preguntó a Doryos y Ser Jodryck.

Estos se miraron desconcertados, sin saber qué pensar. Y menos qué responder.

  ― Pero pasad, pasad y sentaos a mi mesa ―intervino el mago con rapidez― Allí podremos tratar mejor los temas que os inquietan.

Un enorme tablero de madera ovalada, coronado con una peana, presidía la estancia. Se acomodaron alrededor, a la vez que su majestad argumentaba el motivo de la visita.

  ― Veréis, como bien sabréis, si hemos decidido venir a vuestro encuentro es con el propósito de preguntaos sobre la conveniencia de mandar a Ser Jodryck a matar al dragón. Aunque lo cierto es que ya lo ha intentado varias veces y nunca ha logrado su cometido ―dijo el rey con un tono puntilloso.
  ― Y no dudéis que esta vez será la definitiva, tenedlo por seguro majestad ―anunció Ser Jodryck, intentando zanjar la polémica.
  ― Eso espero ―replicó el Rey con un hálito de impaciencia― Pero, decidnos mago, ¿es realmente Ser Jodryck el hombre más valeroso del reino? ¿El caballero más osado?

El vidente ladeó el aterciopelado mantel que cubría la mesa y extrajo, de los pies de la misma, una esfera cristalina que fue a depositar sobre la peana.

  ― Pues no esperemos ni un minuto más y preguntémosle a la bola de cristal ―susurró el mago mientras la rodeaba con sus manos― ¡Oh!, bola de cristal... ―comenzó a recitar― Tú, que todo lo sabes... dinos: ¿es Ser Jodryck el hombre más valeroso del reino?

De pronto, la luz de las antorchas se entumecieron, el aire se espesó y las sombras parecieron alargarse de forma inusitada. La oscura magia del hechicero hacía acto de presencia. Manoseó la bola durante un intenso minuto de profunda meditación. Hasta que por fin, ante la mirada impaciente del Rey, se decidió a hablar.

  ― Negro... negrísimo lo veo... la oscuridad más absoluta se cierne sobre nosotros. Jamás hubiera pensado que aconteciera el día en que la bola no quisiera hablar, pero sin duda ha llegado. Ha sido inundada por las tinieblas más espesas -proclamó el mago, con cara de circunstancias.

Doryos, atento siempre a cualquier detalle, se acercó a la oreja de Morguer y le susurró:

  ― Mago, con todo el respeto y sin albergar el más mínimo conocimiento sobre vuestros poderes. Yo probaría, dada mi larga trayectoria en el campo de la pulcritud, a limpiarme de las manos ese chocolate espeso antes de magrear cualquier elemento en el que esperéis ver algo más que no sea la capa de chorretones que estáis esparciendo.
  ― ¡Ops!, disculpad ―aportó Morguer a la apreciación.

Seguidamente salivó durante cinco segundos y profirió tal escupitajo que acabó impregnando de espumarajos la práctica totalidad de la esfera. Pero no le bastó con el riego de babas. También frotó la bola con el antebrazo de su andrajoso jubón hasta despojarla de cualquier resto de cacao que pudiera haber resistido a la improvisada ducha.

  ― Así está mejor ―anunció el mago, ante la duda razonable de todos los presentes― Bien, ¿por dónde íbamos...? ¡Ah!, sí... ¡Oh!, bola mágica... decidnos, ¿quién es el caballero más osado del reino?

Los ojos de Morguer se clavaron en el curvo cristal y centellearon, ahora sí, vislumbrando la respuesta a su pregunta. Parpadeó dos veces, indeciso. Levantó la vista y, con semblante desconcertado, miró a sus acompañantes.

  ― No... No puede ser...

El rey, Ser Jodryck y Doryos cruzaron sus miradas, sin acabar de entender qué sucedía.

  ― No me aparece Ser Jodryck como el caballero más osado ―desveló el mago― Existe otro, un caballero que se halla en la posada de Los Cuatro Robles, a más de quince millas de distancia. Y se llama Dorotheo Walsh, Theo para los amigos.
  ― No puede ser cierto ―protestó Ser Jodryck― Jamás oí hablar de él.
  ― ¿Estáis seguro de vuestra afirmación? ―preguntó el rey a Morguer.
  ― Segurísimo, majestad. La bola de cristal no engaña, es un fiel reflejo de vuestros dominios. No hay duda de que ese tal Theo es el caballero más osado.
  ― Pero... majestad... ―dijo un desconcertado Ser Jodryck― ¿pondréis en manos de ese hombre, de ese desconocido ―remarcó― el futuro de vuestro reino?
  ― ¿Por quién me tomáis? ―contestó el rey, ofendido ante la duda. Aunque no tuvo reparos en añadir― Pero vistas las circunstancias, y constatando que existe un caballero más osado que vos, mañana mismo iréis en su busca y lo reclutaréis para la misión. A ver si entre los dos sois capaces de satisfacer mis deseos.

Y el mandato quedó dispuesto.

Así fue como el capitán de la guardia real, a la vez que comandante de los ejércitos, partió al alba, a lomos de su corcel blanco, con una escolta de seis soldados. Cabalgaron el día entero en dirección Sur, atravesando los peligrosos caminos del Bosque Sombrío y las tierras desoladas de la Ciénaga del Coyote, sin apenas toparse con alma alguna. Y los tres o cuatro peregrinos que divisaron su estandarte hicieron lo posible por evitarlo, pues no tenían más que ver la garra del halcón estampada sobre la sábana para comprender que se cruzaban con el legendario Ser Jodryck, el protegido de su majestad.

Ya anochecía sobre la comarca de Los Cuatro Robles a la arribada del pequeño batallón. Aunque el cielo, aún teñido de carmesí, desprendía el suficiente brillo para que los aldeanos observaran las lustrosas armaduras de los guerreros al galope. Ver la mítica estela de Ser Jodryck había causado un revuelo del todo inesperado en el lugar. Descabalgaron a toda prisa e irrumpieron en la posada, con la misión encomendada fijada en la mente. Tal premura hizo que sus moradores adoptaran un tenso silencio, alertas ante la posibilidad de que fueran en su búsqueda para ser ajusticiados. Pero el caballero, concentrado como estaba en su tarea, ni se inmutó; y fue a la caza de su hombre con determinación.

  ― Yo, Ser Jodryck Alastor de la casa Alastor, reclamo la presencia de Dorotheo Walsh ―exclamó con voz cavernosa― En nombre del Rey, llevadme ante su presencia.
― ¿A Theo? ―contestó quebrando el silencio un incrédulo vejestorio que, tras la barra, servía jarras de hidromiel.
  ― El mismo, ¿está por aquí?
  ― Por favor, acompañadme ―invitó el posadero con un ademán.

Salieron por la puerta trasera del caserón y se dirigieron directamente a los establos.

  ― Lo cierto es que ya debería haber salido a vuestro encuentro ―explicó el dueño de la finca― pero ese chico es tan tímido y reservado que le cuesta un mundo hacer bien su trabajo de mozo de cuadras.

¿Un mozo de cuadras? A Ser Jodryck no le encajaba esa descripción con la de un valeroso caballero. Aunque era posible que ni el mismo Dorotheo supiera de su potencial para la lucha; algo así como un diamante por pulir.

  ― ¿Theo? ―llamó el hospedero― ¿puedes salir, por favor? Aquí hay un hombre molesto porque no has recogido sus monturas. No se lo tenga en cuenta ―comentó al caballero― Es que le dan un poco de miedo los caballos, pero poco a poco lo va superando.

¿Temor a los caballos? ¿El hombre más osado del reino tenía miedo a los caballos? ¿Cómo podría enfrentarse a un dragón si le asustaba la sola presencia de un potranco? Todas esas preguntas abrumaban la mente de Ser Jodryck, hasta que apareció el hombre buscado ante sus ojos y pudo aclarar todas las dudas en el preciso instante en que fue testigo de su aspecto.

Se trataba de un chico corpulento y pesado, con un cabello negro y espeso que le empezaba a brotar prácticamente donde terminaban las cejas. La parte baja del rostro no tenía nada que envidiar a la superior, pues una frondosa barba enraizaba en el pecho y se encaramaba más allá de sus pómulos, dejando tan sólo al descubierto la nariz y los ojos. Aunque, más que nariz, podría jurarse que era un hocico. Y simplemente observando sus antebrazos uno podía deducir la ingente cantidad de pelo que poblaba su cuerpo. Para rematar, estaban esas uñas negras y endurecidas, capaces de desgarrar de un zarpazo la corteza de un abeto.

Sí, ya no cabía duda. Era la persona más parecida a un oso que Ser Jodryck había visto jamás. <<El caballero más osado>>, pensó mientras reprimía unos intensos deseos de estrangular a Morguer.

Ya no existía otra alternativa. Sería él, y sólo él, quien emprendiera la audaz misión de matar al dragón.