martes, 22 de julio de 2014

Viaje espiritual


Como diría mi abuela, llevo una tontería encima que no hay Dios quien me aguante. Y lo puedo demostrar casi a diario. El otro día, por ejemplo, justo en la entrada del supermercado me topé con dos testigos de Jehová. Lo cierto es que pude esquivarlos y tan sólo escuché parte de una conversación que mantenían con una anciana, pero me bastó para empezar a maquinar una de mis gilipolleces.

La mujer mayor escuchaba con una sonrisa en la boca, gozosa por encontrar a unos chavales dispuestos a departir un rato con ella, y ellos le explicaban algo sobre un viaje espiritual necesario para encontrar a Dios. Pues así, con esos mínimos datos, mientras estrujaba con los pulgares las dos puntas de un melón (aún no sé muy bien para qué), fui capaz de hallar una de mis absurdas epifanías.

Rápidamente vi la conexión del viaje espiritual con el físico, sobre todo cuando observaba los dos maletines que acompañaban a los oradores. En un viaje al uso yo pondría en mi maleta mudas de ropa, una guía del lugar a visitar, complementos de aseo personal y un pequeño botiquín de emergencia; lo normal para estar mínimamente asistido, y respaldado ante una situación imprevista. Pero unos viajeros espirituales como ellos seguramente irían equipados para paliar un indeseable descenso de Fe, tanto suya como de sus oyentes. Así que lo más probable es que cargaran su maletín con una Biblia (indispensable), unos artículos contrastados (o no) sobre los beneficios del cristianismo y, para casos de emergencia, algún que otro milagro documentado o exorcismo, porque nunca viene mal un toque aventurero.

Si viajáramos fuera del círculo de países castellano parlantes, necesitaríamos unas nociones básicas del idioma y una pequeña introducción a sus costumbres para ayudarnos a interpretar alguna situación que nos pudiera parecer extraña. Incluso podríamos tomar unas clases culturales con algún profesor nativo. Esta formación ya les viene dada a los testigos de Jehová, pensé cuando intentaba discernir las diferencias entre un berberecho, una chirla y una almeja (obviamente sin lograrlo), pues tienen como profesores a sus sacerdotes para entender las extrañas demandas que exige su religión o las dispares interpretaciones que pueden encontrarse en una Biblia.

Más tarde, mirando los ojos vidriosos de una lubina (y sin acabar de recordar si esa característica era síntoma de su frescura o de su podredumbre), me vino a la mente algo totalmente indispensable para culminar cualquier viaje: explicarlo a la vuelta. Es indudable que si uno no se sienta con familiares y amigos, aprovecha para enseñar fotos, videos o folletos, y los aderezar con comentarios sobre la experiencia, es como si jamás se hubiera realizado ese viaje. Y que duda cabe que, al menos en ese sentido, también estos creyentes gozan de una larga e insistente tradición.

Para cuando llegué a la cola de caja, ya había desentrañado la esencia del viaje espiritual necesario para encontrar a Dios. Entonces me ocurrió una cosa asombrosa. Allí, embrujado por los colores psicodélicos de un expositor de chicles, tuve un momento de reclusión mental que mucha gente denominaría, y no sin razón, quedarse embobado. Comencé a ver trompetas con los oídos, a escuchar violines con los ojos y a saborear, en mis papilas gustativas, la textura esponjosa del poder supremo. Y, en ese preciso instante, sentí por un momento la presencia de Dios.

Por supuesto que todo quedó en un leve vahído en cuanto me tocó sacar la cartera para pagar, y volví a mi estado agnóstico habitual. Creo que el problema no fue que yo me acercara a Dios y lo rechazara, sino que él me vio a mí y se largó corriendo (o levitando, que queda más esotérico). Pero no me preocupé en exceso, porque ya lo había vaticinado mi abuela: llevo una tontería que no hay Dios quien me aguante.

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