martes, 3 de junio de 2014

El hombre invernadero



Querido diario, ¿cómo va tu encuadernada existencia? Sé que llevo unos meses sin escribirte, y espero que no me lo tengas en cuenta, pero hoy me he levantado temprano, sin saber qué hacer, y he sentido el impulso de manosear tus hojas para trasladar los grandes cambios sucedidos últimamente en mi vida.

Sí, ya tengo un año más de edad. Veinticinco. Y, como habrás podido comprobar por los estratos de polvo acumulados en tu lomo, ahora vivo solo. Si revisas tus páginas con atención, podrás encontrar numerosas referencias a las intenciones de mis padres de instalarse en la casa del pueblo una vez se hubieran jubilado. Pues bien, hace dos meses cumplieron con su amenaza y me abandonaron a mi suerte. Así que no me he emancipado, me han emancipado.

Pero, ¿he dicho que me han dejado solo? Lo siento, no quería mentir y perder tu confianza en nuestro esperado reencuentro. Porque, ahora que lo pienso, no ha sido realmente así.

Ya te he contado alguna vez las contradicciones que muestra mi madre con respecto a la incapacidad de manejarme con soltura en las tareas domésticas. Por un lado me echa en cara mi inutilidad con una escoba, mientras que, por el otro, nunca deja que agarre una y aprenda como es debido porque lo único que consigo es desperdigar la suciedad por el piso y le doy doble faena. No, lo suyo no es la pedagogía. Y todo es culpa mía, claro, por pasar el día holgazaneando.

Por si no tuviera bastante con hacerme cargo del piso, los bancos, la comunidad y mi trabajo de becario, se le ocurrió regalarme un perro para que supiera qué sacrificios acarrea responsabilizarse de otro ser. Y para que, dicho con sus palabras, me hiciera madurar. En cuanto se lo conté a mis amigos no tardaron ni medio segundo en re-bautizar al chucho con el mote de perro invernadero.

Se llama Toby. Seguramente ya le tendrás echado el ojo a su hocico, porque lleva más de dos meses olisqueando todos y cada uno de los objetos que hay en esta casa. Sí, esa cosa marrón y peluda que pasea con un plumero por cola.

Al principio nos costó un poco hacernos a la nueva situación porque no sé si mi madre olvidó dármelas, pero el perro no traía instrucciones. Para él, mi piso se trataba de un lugar intrigante y exótico, a punto para ser explorado; en cambio, mi novedad fue tener que esquivar y recoger tres veces al día una boñiga del suelo, a punto de ser aplastada.

Pronto se habituó al desorden implantado desde que se fueron mis padres, apropiándose de los lugares más acolchados de nuestra morada. Camas y sofá son los rincones donde puedo hallarlo cuando desaparece de mi vista. Pero, en general, se comporta y cumple escrupulosamente con su tarea de centinela, avisando con unos frenéticos ladridos, sin importar que estos se produzcan de madrugada, cada vez que alguien cruza por nuestro rellano. Imagino que este acuerdo lo pactó con mi madre, porque a mí nadie me preguntó nada.

Pero, hace aproximadamente un mes, he notado unos cambios en la actitud de mi mascota que me hacen recelar sobre su conducta. Sin embargo, es posible que todo sea perfectamente normal, al fin y al cabo nunca he tenido perro y jamás me ha interesado estudiar nada sobre ellos. Aunque la afirmación más cercana a la realidad sería, sencillamente, que jamás me ha dado por estudiar.

Todo empezó el día en que me despertó para ir a pasear. De hecho, lo que me sobresaltó fue el portazo que dio cuando salió a la calle por su cuenta. Es cierto que tampoco le hice demasiado caso y continué durmiendo apaciblemente. Sin embargo, al final tuve que levantarme, pasada media hora, cuando no dejaba de apretar el timbre con el morro. Bueno, reconozco que quizá tardé un poco en alcanzar la puerta, pero todo el mundo sabe del pequeño problema que arrastro cada vez que he de abandonar una posición cómoda para ir a realizar cualquier acción. Y creo que Toby también captó esa deficiencia en mí, porque al día siguiente se llevó las llaves de casa y no me molestó.

Desde luego que no siempre pasea solo. En ocasiones espera a que me desperece y me acerca la correa para que se la ate al cuello, aunque ya no recorremos el barrio igual que antes. Ahora noto enérgicos tirones en mi mano cada vez que a Toby le apetece cambiar de dirección. Incluso me llega a gruñir y me enseña los dientes si me opongo a su voluntad. Pero, ya me conoces, por no discutir acato cualquier sugerencia con mi condescendencia habitual.

Durante los primeros días coincidimos en el interés por las comidas, llegando a ser buenos compañeros de sobremesa. Yo me sentaba a la mesa para dar buena cuenta de los alimentos, mientras él fijaba sus ojos en mí y recogía las migajas que caían al suelo. Deduje que esta forma de mantener limpio el parquet era una de las utilidades que aportaba un perro a la vivienda, aunque ahora ya no estoy tan seguro de que sea así. Es cierto que no ha dejado de tragar los restos de comida desperdigada que encuentra por el piso, pero me he dado cuenta que complementa su dieta, tres veces al día, con unas poco apetecibles bolitas marrones que extrae de un saco situado en la despensa. No sé, igual no tenía suficiente con los mendrugos y sobras que encontraba. Él sabrá lo que se lleva a la boca.

Otro de los cambios que ha experimentado estos últimos días tiene mucho que ver con sus momentos de ocio. Nunca puse demasiado interés en esos juegos tontos que proponía. Me acercaba una pelota o un muñeco y esperaba que hiciera algo con ellos. Aún no sé el qué. Tras varias semanas probando estratagemas para que interactuase con sus juguetes, se dio por vencido y optó por acomodarse a mis hábitos de distracción: ver la tele.

Se apoltrona en el sillón de mi padre, se adueña del mando a distancia y cada tarde hay que ver, como mínimo, un par de capítulos de el encantador de perros, sino no hay quien le aguante. Además, intuyo que allí, ocupando el sitio de mi padre, percibe una sensación de amo de la casa que ningún otro lugar puede proporcionarle. O puede que sean imaginaciones mías, no sé. Pero todos estos cambios en su comportamiento me están dando qué pensar.

La verdad es que nunca imaginé que un perro fuera tan autosuficiente. Cada día que pasa lo noto más seguro, más predispuesto a afrontar los problemas de la casa para hacer nuestra vida más agradable. Y sobre todo a cuidar de mí, a preocuparse de mis necesidades y a que no me falte de nada. Creo que ahora empiezo a entender esa famosa frase de que el perro es el mejor amigo del hombre. Y es curioso, porque parece que todo lo ha aprendido solo, sin haberle prestado apenas atención.

Bueno, ha sido un placer descargar mis pensamientos en tus páginas, y esperemos que el abandono no me pueda para volver pronto por aquí, pero tengo que marcharme al comedor. Acabo de escuchar a Toby zarandeando la caja de los cereales y ese sonido es señal inequívoca de que tiene a punto mi desayuno. Y si se me enfría la leche puede que se enfade y no me saque a pasear.


4 comentarios:

  1. Deberiamos aprender de Toby ... Él si que sabe ...!! ¿Anónima? Mas cerca de lo que crees ...

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    1. Se podría decir que Toby tuvo un enorme incentivo para llegar a cambiar: la supervivencia.

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  2. acabarás pidiéndole el coche prestado, verás...

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    1. Y no me importará. Seguro que me lo deja limpio, lleno de gasolina y con la ITV pasada.

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