martes, 10 de junio de 2014

Política decepcionante


El otro día, tras depositar mi voto en una urna, tuve una charla conmigo mismo y me pregunté por qué me parecía tan vano ese gesto. Siendo un niño, me enseñaron que es de mala educación no hacer caso a una pregunta, así que me esforcé en no quedarme en vilo y busqué una respuesta razonable. No querría ser impertinente con nadie y menos conmigo mismo, por lo que esa determinación me llevó, inevitablemente, a poner mi máxima atención en la respuesta.

Esta clase de conversaciones las tengo muy a menudo y seguramente son un síntoma de algún desequilibrio psíquico grave. Pero no os preocupéis por mí, siempre las mantengo en voz baja y apenas gesticulo para que nadie se dé cuenta. Así evito que me encierren tras los muros de alguna institución especializada en trastornos mentales.

Sin embargo, para obtener una respuesta con una pizca de criterio sobre un tema tan peliagudo, mi mayor problema suele ser conseguir recordar algo que en alguna ocasión me haya molestado o entristecido. Veréis, mi mente utiliza un mecanismo de defensa muy peculiar que consigue eliminar los malos ratos vividos para que no pueda volver a pensar en ellos. Sé que es una forma extraña de evadirse de las malas experiencias, pero se trata de un pedazo de cerebro totalmente autónomo que escapa a mi control. Imagino que así logra que jamás me pueda deprimir, pero realmente me cuesta horrores recordar algo malo o echar algo en cara a la gente cuando es necesario. En cualquier caso, si me esfuerzo lo suficiente, acabo por rememorar esos malos tragos.

Pero creo que estoy diluyendo esta reflexión en mi enorme tontería mental, así que dejaré a un lado las divagaciones y procuraré ir al grano.

Pues, como iba diciendo, tras pensarlo detenidamente, llegué a la conclusión de que es probable que la forma de ver el mundo, y seguramente muchos de nuestros traumas, provengan del periodo infantil y adolescente de cada uno. Y, en cierto modo,  parece lógico que así sea, pues es en esa época donde tenemos la primera toma de contacto con los diferentes aspectos funcionales de la vida, en general, y de la sociedad, en particular.

Mi primer acercamiento a la política, si por acercamiento damos por válido sencillamente una atenta observación, ocurrió a la edad de catorce años. Recuerdo que ese día me encontraba enfermo y no pude acudir a la escuela como era de costumbre. Este simple hecho, unido a mi enorme aburrimiento y no menos enorme curiosidad, propició que acabara cautivado por la retransmisión desde el congreso de los diputados de un debate, de no recuerdo qué ley, que se prolongaba durante todo el día.

Pensé que podía resultar fascinante ver cómo se desenvolvían, enfrentándose con tesis y argumentos, las mejores mentes de nuestro país para, entre todos, crear una ley que ayudara a evolucionar la sociedad. O eso era lo que me habían explicado de la esplendorosa democracia. Qué queréis que os diga, mis conocimientos no daban para más.

De pronto, me turbó la emocionante idea de estar presenciando algo vetado a los menores. Como si realmente estuviera invadiendo la intimidad de los adultos cuando mi sitio debería estar en la escuela y no mirando unos discursos que, sin duda alguna, no iban dirigidos a mí. Incluso me sobrevoló el temor de no estar intelectualmente a la altura de esos, tan trascendentales como desconocidos para mí, temas de mayores que acabarían desplegándose a lo largo de la jornada. Pero, aún así, me arremoliné en el sofá y me dispuse a volcar todos los sentidos en intentar comprender lo que allí se cocía.

Si no recuerdo mal, los primeros minutos fueron cedidos al partido del gobierno (por aquellas fechas el PSOE) para que pudieran presentar las nuevas normas que se iban a implantar en caso de prosperar las votaciones de forma favorable. Fue una exposición sencilla, casi pueril, sin profundizar en los pros y los contras ni en las consecuencias que acarrea una decisión de este tipo a toda una sociedad. Unos preliminares planteados con una jerga deliberadamente (o eso imaginaba yo) poco exigente para facilitar la percepción de los espectadores. Y, sorprendentemente, lo había entendido todo, aunque tampoco había mucho que entender.

Bien, ahora le tocaba el turno al partido de la oposición. En este caso, como ha pasado siempre y pasará toda la vida, no estaban de acuerdo con la aprobación de la ley. No me sorprendió demasiado, pues era una de las dos posibilidades lógicas existentes, aunque lo que realmente me dejó perplejo fueron las razones que mostraron para disentir: ninguna. El grueso del discurso estuvo enfocado a un ataque personal contra el presidente del gobierno con la famosa frase "márchese, señor Gonzalez, márchese", junto a alguna que otra descalificación de mal gusto. Bueno, pensé en ese momento, igual es alguna rencilla personal que tienen entre ellos, pero seguro que, en cuanto se aclare, se ponen manos a la obra con la nueva ley, que es a lo que han venido hoy aquí.

Me equivocaba. Lo que vino después fue un desfile, durante ocho horas, de cabezas de partidos políticos que pasaban por el atril insultándose, amenazándose y soltando puyas para intentar desprestigiarse los unos a los otros. Pero lo único que conseguían era perder, aparición tras aparición, toda la credibilidad ante mis atónitos ojos. Creo que no se salvó ni aquella mujer, situada a pocos metros del estrado, que no paraba de teclear los improperios que salían de todas y cada una de sus bocas.

Bueno, para ser justos y no caer en prejuicios, mencionaré a un político que habló un rato sobre la ley que se iba a votar y razonó, sin mucho entusiasmo, el por qué se debía desestimar: Miquel Roca. Aunque sospecho que lo hizo más por vergüenza ajena que por convicción.

Y así acabó el día. Sin sorpresa final ni frase antológica que me hiciera remontar el ánimo tras la gran decepción sufrida. ¿Esto era todo lo que podían ofrecer los cargos electos en una sesión parlamentaria? Nada de lo que había visto se acercaba a lo que me habían contado sobre la democracia. Fui inculcado con la idea de llegar a acuerdos entre las personas a base de razonamientos, no de violencia verbal. Pero lo más inquietante no fue el triste espectáculo que ofrecieron unos energúmenos, lo peor fue pensar en las sandeces que se dirían, en la intimidad, a tenor de las chiquilladas que habían perpetrado, sin pestañear, delante de todo el país.

Todo esto me sucedió a mí, a una persona común, por primera vez, en un día cualquiera a principio de los noventa. Y seguramente me volverá a ocurrir porque, en unos minutos, eliminaré de mi memoria todo rastro de ese trauma. Y es que me han comentado que, cada cierto tiempo, vuelven a reunirse políticos en el congreso de los diputados, insultándose, lanzándose desagravios y haciendo, más o menos, lo mismo que hicieran en aquel lejano día. Así que, si os interesa y ponéis un mínimo de atención, aún podéis llevaos ese bonito chasco. Claro que, yo de vosotros, y dando por sentado que os acompaña una mente sana y equilibrada que todo lo recuerda, no estaría tan seguro de exponerme a tamaña frustración.

2 comentarios:

  1. en otras palabras:decepcionante. Hay otra variedad: indignante.Pero la democracia es más o menos eso:aprobar una ley y a los cuatro años cambiarla. La alternativa puede ser peor.

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  2. Pues fíjate tú que yo pensaba que se reunían eruditos de todo el país para crear leyes basándose en sus estudios y sus grandes conocimientos en la materia. Y da la impresión de que realmente se crean leyes de forma aleatoria (como las sufridas reformas educativas) esperando a que esta vez suene la campana.
    La alternativa puede ser peor si volvemos a opciones pasadas, pero creo que hay unos estudios, llamados ciencias políticas, que forman a personas para... bueno, no sé realmente para qué. Pero es una carrera que para doctorarse, imagino que de forma similar a cualquier otra, hay que idear una tesis que consiga mejorar las materias. Tampoco estoy pidiendo que salga a la luz un Einstein de la política y que revolucione al mundo con una teoría deslumbrante, pero creo yo que al menos podrían evolucionar al compás de los tiempos y dejar de hacer lo mismo que llevan haciendo en estos cuarenta años. Reconozco su valía durante los primeros años, pero ahora mismo lo veo obsoleto.

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