lunes, 24 de febrero de 2014

El catador



Hoy estoy contento porque ha llegado, a través de correo ordinario, un libro que encargó mi mujer para regalármelo en mi 38 cumpleaños. Se trata de El Ladrón de Nubes, escrito por Leoncio López Álvarez; uno de los pocos merodeadores que, semanalmente, es capaz de leer cada una de las entradas de este blog sin, aparentemente, cansarse de mis tonterías (sí, yo tampoco me lo explico). Incluso acaba comentando con alguna frase que logra alegrarme el día.
Como aún no me he leído el libro ni sé cuando lo voy a poder empezar, quería hacer un homenaje (por llamarlo de alguna forma) a su anterior publicación, Los Trabajos de Heracles. Este caso es diferente, pues pude (y puedo) disfrutar de su libro enormemente; eso sí, tras una ardua tarea de investigación hasta llegar a encontrarlo. 
El homenaje en sí es este cuento, escrito hace ya varios meses y corregido hasta la saciedad, que aquí os presento. Está fuertemente inspirado en el entorno y en los personajes de su libro, pero no os quiero engañar. Yo no soy escritor ni tengo el ingenio, ni mucho menos los recursos, de Leoncio. Sólo aspiro a arrancar una sonrisa de los lectores y a no mancillar el recuerdo de Heracles, que en paz descanse.


El catador


Si alguna vez, paseando, os habéis encontrado a las seis en punto frente al edificio donde trabajo, habréis sido testigos de algo excepcional. Incluso hay jubilados que esperan con impaciencia, siempre a una distancia prudencial para no ser arrollados, ver ese mágico momento donde nadie es más que nadie y no hay distinción de razas ni sexo. Para estos observadores es como ver un documental de National Geographic.
Todos somos uno. O, mejor dicho, una. Una marea humana que huye en forma de estampida colapsando ascensores, escaleras y salidas de emergencia. Tres minutos exactos, de un bello sincronismo, es lo que tardamos en desalojar a casi doscientas personas del bloque acristalado; siempre rezo para que, si alguna vez llega a haber un incendio, coincida con esa hora. Y digo casi doscientas porque siempre faltamos a ese ejercicio mi amigo Tomás y yo. Con esta incomparecencia conseguimos dos cosas: quedar, a los ojos de nuestro jefe, como unos currantes aplicados y celebrar, sin el temor de ser juzgados, nuestro ritual diario de tomarnos unas cañas en el bar más cercano.
Allí acechamos un espacio a la vera del camarero, desahogamos nuestros bolsillos depositando los móviles sobre la barra y, en lo alto de un taburete giratorio, nos disponemos a charlar sobre nuestras más íntimas pasiones.

 - ¿Has probado alguna vez la cerveza Damm Inedit? -dije, tras volver del servicio- Cualquier cervecero que se precie ha de tener en su haber el recuerdo de tan exquisito elixir.
 - Ya -dijo Tomás con indiferencia- ¿Y realmente puedes distinguir, tras cuatro cañas, todos sus aromas y sensaciones?
 - No -contesté desarmado.
 - Pues a eso me refiero, después de tres cervezas todas saben igual.

Tenía toda la razón. De hecho casi siempre la tiene, pero no me dejé intimidar. Hay una norma no escrita que dice: <<Todo aquel que sale de copas con un compañero sabe que tiene unos segundos de rigor para contrarrestar, con una ingeniosa réplica, la afirmación de su oponente. Una vez pasado esos segundos se dará por vencido en la disputa>>. Y, tras un breve instante de meditación, encontré quien defendiera mi honor.

 - ¡Un sumiller! -apunté con presteza- Seguro que podría.
 - No me gustan los sumilleres. No se tragan el vino y eso no me da confianza.

Y comenzó a ingerir un largo sorbo de su jarra, demostrando no pertenecer a ese gremio.

 - ¿No te fías? -dije curioso- Pues tu amigo Jaime hizo un curso de enología  y siempre presume de ello.

Tomás llevaba tres segundos tragando líquido cuando prosiguió, sin prestarme la más mínima atención.

 - Tampoco hablan mal de un vino y, esa forma de actuar, no me parece normal -dijo frunciendo el ceño- Puede que lo hagan porque, en definitiva, son más vendedores que catadores, pero alguno malo ha de haber. Podrían tomar ejemplo de los publicistas que contratan los bancos, aunque seguro que estos pagan mucho más por un marketing tan bien planteado; sin incluir ayudas gubernamentales, claro. Ahora han creado un banco malo, como cabeza de turco, para que nuestra mente crea que el resto de sedes bancarias son buenas. Vamos, que...

Dejé de percibir su conspiradora teoría y me dediqué a escenificar, estirando disimuladamente el brazo, el robo de unos frutos secos situados dentro del espacio vital de una absorta bebedora de Gin Tonic que atendía a una amiga, cuando fui violentamente sorprendido.

 - ¡¿Me estás escuchando?! -dijo Tomás zarandeando mi hombro.
 - ¡Eh! Sí, claro. -mentí, y disimulando repliqué- ¿Y qué tiene que ver eso con Jaime?
 - ¿Jaime?¿Qué Jaime?
 - Tu amigo Jaime, el enólogo del que hablábamos. -comenté para hacerle ver que era él quien no prestaba atención. Aunque, como siempre hace en estos casos, no se dio por aludido.
 - ¡Ah!, ese Jaime. No, ya no somos amigos.
 - ¿Y eso? -pregunté, llevándome un cacahuete a la boca.
 - Nada, que le gasté una broma inofensiva y me decepcionó.

Me puse a temblar. El adjetivo inofensiva detrás de la palabra broma significaba, para Tomás, que no hubo cadáveres por medio. Aún guardo la escayola que me gané en su última broma inofensiva que padecí. Se le ocurrió rellenar un balón de fútbol, pinchado, con piedras y dejarlo a una distancia prudencial para pedirme un buen centro; a sabiendas que, para un deportista como yo, es imposible resistirse a un buen chute y... bueno, el resultado fueron cuatro de los cinco dedos del pie derecho rotos.

 - Hay gente sin sentido del humor -dije con ironía- Pero... ¿Qué le hiciste?
 - ¡Bah!, nada. ¿Sabes que hizo un cursillo de enología?
 - Si, algo he oído -dije haciéndome el despistado. Y certificando, de paso, que casi nunca me escuchaba.
 - Pues, como no paraba de dar la lata con sus conocimientos sobre el olor, color y sabor del vino, le invité a cenar a casa para hacerle una novatada.
 - ¿Y qué pasó? Porque erais muy amigos ¿no?
 - Tú lo has dicho, éramos -dio un largo trago de zumo de cebada y prosiguió rememorando- Pues llegó a casa a eso de las nueve. Tarde para el vermut, pero con ganas de demostrar sus enseñanzas. Le conté que me habían regalado un vino rosado en una pequeña bodega del pueblo de Haro que, según me relataron, era excepcional. La única pega resultaba ser que, al intentar descorcharlo, se había roto el tapón, quedando este dentro de la botella y a la deriva.
 - ¿Y no le gustó?
 - No puso inconveniente, incluso le fue al dedillo para comenzar su lección. Me contó que esto suele pasar cuando colocas un corcho sintético. No son tan elásticos ni flexibles como los naturales y, además, su permeabilidad deja mucho que desear. Luego se sirvió una pequeña cantidad en una gran copa y comenzó el ritual de remover y olisquear, remover y olisquear...
 - Si, puede llegar a ser bastante pedante -dije para acelerar la trama- Pero, ¿dónde está la gracia?
 - ¿Pues no va el tío y empieza a relatar la sensación de peso del vino por cómo resbalaban las gotas en la copa? Y yo que siempre he pensado que las cosas caen hacia abajo por la fuerza de la gravedad... -dijo con tono burlón- Pero no quedó ahí la cosa. Se puso a olfatear y me soltó que detectaba aromas frutales. ¡Vaya sorpresa! ¿Será porque el vino proviene de una fruta llamada uva? Vamos, digo yo.
 - Pero eso era lo que se esperaba que dijera ¿no? -repliqué sin entender.
 - Pues no. Porque, anteriormente, había vertido en la botella la suficiente orina como para aparentar que el tinto que cataba era un rosado. Y no comentó nada de los inconfundibles aromas a espárragos trigueros con los que había contaminado el vino.

Me dejó boquiabierto. Pero aún pudo sorprenderme de nuevo.

 - También tallé, e introduje con mis propias manos, una boñiga seca de mi perro para lograr el efecto del corcho flotante. Y, al degustarlo, tampoco interpretó ningún dejo en boca sobre el pienso Royal Canin, para perros castrados menores de diez kilos, con el que se suele alimentar mi mascota.

Esta vez se unieron, a la gran abertura de la boca, mis ojos.

 - ¡Dios, que asco! -dije con la tripa revuelta- No me extraña que ya no seáis amigos.
 - Me alegra que me apoyes en esta decisión, a mi también me dio mucho asco -comentó con aire altivo- Porque el muy glotón, tras excusarme yo por ardor de estómago, se hincó entre pecho y espalda la botella entera durante la cena. ¿Puedes encontrar en el mundo a una persona más mentirosa y egoísta? Yo no, desde luego. Y personas así no las quiero en mi vida -sentenció.

Si no dilaté otro orificio de mi cuerpo fue porque, conscientemente, ya no me quedaban más. Incluso tuve que apartar el bol de frutos secos para intentar atajar las náuseas.

 - ¿No fuiste un poco cruel con el pobre Jaime? -comenté, apenado, tras reponerme.
 - ¡Que va! Esa clase de gente no se merece nada. Y lo volvería a hacer  si con ello consigo desenmascarar a otro farsante. Venga, termina esa cerveza que ya es hora de irse.

Miré el pequeño poso que aún quedaba en el fondo de la jarra y no pude dejar de imaginar algún cuerpo extraño en permanente bamboleo. ¿Y a que se refería con lo de "desenmascarar farsantes"? Si todos sabemos que Tomás apenas tiene amigos...

Y en ese instante tuve una eclosión mental de incertidumbre o, lo que viene siendo lo mismo, me acojoné. Recordé haber ido al servicio durante el acalorado debate cervecil que tuvimos y, al volver, me pareció observar que tanto el posavasos como mi jarra estaban en posición distinta a la que los dejé. Y me quedé helado.

Clavé una mirada desvalida en mi compañero y, con un hilo de voz imperceptible, pregunté, deseando escuchar una respuesta misericordiosa.

 - Tomás... Tú y yo... somos amigos, ¿verdad?

Extendió una mano hacia el camarero, ofreciéndole un billete de veinte euros. Me miró de soslayo, levantó una ceja y rotundamente inquirió.

 - ¿Acaso lo dudas?

Nunca sabré si fue mi imaginación o si realmente llegó a manipular mi bebida, aunque no fuera capaz de encontrar ningún sabor fuera de lo común. Pero, claro, era mi cuarta copa y todos sabemos que a partir de la tercera estamos vendidos. Sin embargo, y sorprendentemente, no me mortifiqué lo más mínimo. Lo único que me importaba es que, al salir por la puerta, continuásemos quedando cada día al salir del trabajo, en algún bar, para hablar de lo que se terciara. 

 - ¡No, no! -me apresuré a decir, a tiempo de disipar cualquier desconfianza.

Y, tras apurar de un trago la cerveza, le dediqué mi mejor sonrisa.


6 comentarios:

  1. Pues ha salido un muy buen homenaje, voy a darme otra vuelta por aquí..

    ResponderEliminar
  2. me ha gustado mucho, de verdad, y el final tiene la sutileza que cabía esperar. No me ha decepcionado en absoluto, y me parece un excelente homenaje. Gracias.

    ResponderEliminar
  3. Este me ha gustado mucho, en hora buena. Y estoy de acuerdo con que la sutileza del final en el que no se descubre si ha sido o no objeto de una broma, esta redondo.

    ResponderEliminar
  4. Muchas gracias. Creo que la mejor ayuda para llegar a escribir algo decente (porque, no nos engañemos, hoy en día no podemos pretender que escriba nada más que no sea decente. Y vete tú a saber si algún otro día podré aspirar a más) es corregir infinidad de veces el texto y dejarlo respirar. Consejo que he seguido por las indicaciones del maestro César

    ResponderEliminar