Siempre me he considerado una persona extremadamente reflexiva. Antes de intentar resolver un problema pienso infinidad de veces en cómo abordarlo; lo miro desde diferentes puntos de vista, estudio las posibles consecuencias, preveo obstáculos y acabo sopesando si es una buena idea, o no, llevarlo a cabo de tal forma. Confío tanto en mi dogma que lo practico sobre cualquier gesto cotidiano; empleándolo en mi día a día para analizar absolutamente todo. Se podría decir que soy la antítesis de una persona impulsiva.
En ocasiones, tanta planificación, acaba resultando contraproducente. Pero no puedo evitarlo, soy así. Dedicar más tiempo en calcular una acción de lo que se tarda en ejecutarla, me lleva muchas veces a que ya no sea necesaria por quedar obsoleta en el tiempo.
Algunas personas aseguran que, esta parsimoniosa forma de enfrentarme al mundo, es una táctica utilizada por mi vagancia para esquivar el fatídico momento en que tenga que malgastar esfuerzos. Nada más lejos de la realidad. Puede que no llegue a tiempo de poner en práctica la mayoría de ideas, pero cuando arranco lo hago con tal convencimiento y decisión que no hay quien pare mi embestida.
Además, nunca he entendido a las personas que no paran de moverse sin antes analizar, obligadas a rectificar desmanes provocados por algún anticipado movimiento erróneo. Precipitarse sin tener todos los datos me parece absurdo; así no se adelanta nada.
Pero hoy me he dado cuenta de que, por más que uno intente no dar un paso en falso, el cuerpo humano tiene sus propios impulsos irrefrenables.
El caso es que me encontraba en el tren, de vuelta a casa, portando en la mano una bolsa de plástico con una gran caja de cartón en su interior. Se trataba de uno de esos bonitos estuches preparado en una perfumería; contenía colonia, desodorante, gel de baño, espuma de afeitar y loción para después del afeitado (me niego a escribir after shave. Sin embargo, ahora lo he escrito. Mierda). Como podéis imaginar, el estuche, poseía unas dimensiones más que considerables para poder almacenar tanto producto, incluso sobresalía de la bolsa.
Pues con esa bomba de relojería en las manos me bajé del tren, totalmente ajeno al peligro que me acechaba. Era de noche, así que nada más pisar el andén pensé, haciendo uso de mi raciocinio habitual, en sacar el gorro de lana de mi bolsillo para encasquetármelo en la cabeza a fin de no perder sensibilidad en las orejas, como habría sucedido en caso de dejarlas friccionar impunemente contra el aire congelado que se respiraba. Al menos a mí, sinceramente, me pareció una buena idea. Sin embargo, y de forma inexplicable (razonamiento totalmente contradictorio, porque acabaré explicándolo), terminó en desastre.
Saqué el preciado gorro del bolsillo, lo giré en mis manos para que la etiqueta acabara en la parte trasera del cogote, todo esto sin detener el paso y con la bolsa colgando de mi muñeca, y comencé a elevar los brazos. A medio camino ya me sobrevino una duda razonable de no estar efectuando la maniobra desde una posición adecuada. Sostener la bolsa con mi brazo izquierdo, mientras lo alzaba, no parecía lo más cómodo. Aún así, mis extremidades no cesaron en su empeño.
Cuando los dedos se aproximaban a mi cara, mi mente empezó a ser invadida por una vaga sospecha de peligro inminente, siendo capaz de detener el movimiento por unos instantes, pues la caja de cartón que avanzaba anclada en mi muñeca tenía todos los números, según mis cálculos, para colisionar en mi rostro.
No sé exactamente qué pasó, pero un impulso superior a mí ninguneó mi fuerza de voluntad para conseguir que me autolesionara como si fuera una marioneta. Quizá mis orejas sufrían tal martirio que tomaron vida propia para ordenar al cerebro acabar el movimiento. También es posible que las neuronas, obstinadas como ellas solas, no se dejaran influenciar por mi buen juicio y optaran por no transmitir los impulsos nerviosos que portaban implícito el mensaje de "abortar operación".
El caso es que sí, acabé enfundándome el gorro. Aunque a punto estuve de sacarme un ojo con el pico de la caja que impactó en mi cara. Pero tranquilos, no es nada grave. Si me aplico durante quince días un colirio y , tres veces al día, me unto los alrededores de mi deteriorada pestaña con pomada antiinflamatoria, conseguiré abrir el ojo en pocos días y recuperaré la visión bifocal.
Eso sí, tras darle muchas vueltas (como no podía ser de otra forma), he llegado a una conclusión: da igual si eres un ser muy calculador o eres muy impulsivo, todos atesoramos la misma capacidad para comportarnos como unos auténticos idiotas.
En ocasiones, tanta planificación, acaba resultando contraproducente. Pero no puedo evitarlo, soy así. Dedicar más tiempo en calcular una acción de lo que se tarda en ejecutarla, me lleva muchas veces a que ya no sea necesaria por quedar obsoleta en el tiempo.
Algunas personas aseguran que, esta parsimoniosa forma de enfrentarme al mundo, es una táctica utilizada por mi vagancia para esquivar el fatídico momento en que tenga que malgastar esfuerzos. Nada más lejos de la realidad. Puede que no llegue a tiempo de poner en práctica la mayoría de ideas, pero cuando arranco lo hago con tal convencimiento y decisión que no hay quien pare mi embestida.
Además, nunca he entendido a las personas que no paran de moverse sin antes analizar, obligadas a rectificar desmanes provocados por algún anticipado movimiento erróneo. Precipitarse sin tener todos los datos me parece absurdo; así no se adelanta nada.
Pero hoy me he dado cuenta de que, por más que uno intente no dar un paso en falso, el cuerpo humano tiene sus propios impulsos irrefrenables.
El caso es que me encontraba en el tren, de vuelta a casa, portando en la mano una bolsa de plástico con una gran caja de cartón en su interior. Se trataba de uno de esos bonitos estuches preparado en una perfumería; contenía colonia, desodorante, gel de baño, espuma de afeitar y loción para después del afeitado (me niego a escribir after shave. Sin embargo, ahora lo he escrito. Mierda). Como podéis imaginar, el estuche, poseía unas dimensiones más que considerables para poder almacenar tanto producto, incluso sobresalía de la bolsa.
Pues con esa bomba de relojería en las manos me bajé del tren, totalmente ajeno al peligro que me acechaba. Era de noche, así que nada más pisar el andén pensé, haciendo uso de mi raciocinio habitual, en sacar el gorro de lana de mi bolsillo para encasquetármelo en la cabeza a fin de no perder sensibilidad en las orejas, como habría sucedido en caso de dejarlas friccionar impunemente contra el aire congelado que se respiraba. Al menos a mí, sinceramente, me pareció una buena idea. Sin embargo, y de forma inexplicable (razonamiento totalmente contradictorio, porque acabaré explicándolo), terminó en desastre.
Saqué el preciado gorro del bolsillo, lo giré en mis manos para que la etiqueta acabara en la parte trasera del cogote, todo esto sin detener el paso y con la bolsa colgando de mi muñeca, y comencé a elevar los brazos. A medio camino ya me sobrevino una duda razonable de no estar efectuando la maniobra desde una posición adecuada. Sostener la bolsa con mi brazo izquierdo, mientras lo alzaba, no parecía lo más cómodo. Aún así, mis extremidades no cesaron en su empeño.
Cuando los dedos se aproximaban a mi cara, mi mente empezó a ser invadida por una vaga sospecha de peligro inminente, siendo capaz de detener el movimiento por unos instantes, pues la caja de cartón que avanzaba anclada en mi muñeca tenía todos los números, según mis cálculos, para colisionar en mi rostro.
No sé exactamente qué pasó, pero un impulso superior a mí ninguneó mi fuerza de voluntad para conseguir que me autolesionara como si fuera una marioneta. Quizá mis orejas sufrían tal martirio que tomaron vida propia para ordenar al cerebro acabar el movimiento. También es posible que las neuronas, obstinadas como ellas solas, no se dejaran influenciar por mi buen juicio y optaran por no transmitir los impulsos nerviosos que portaban implícito el mensaje de "abortar operación".
El caso es que sí, acabé enfundándome el gorro. Aunque a punto estuve de sacarme un ojo con el pico de la caja que impactó en mi cara. Pero tranquilos, no es nada grave. Si me aplico durante quince días un colirio y , tres veces al día, me unto los alrededores de mi deteriorada pestaña con pomada antiinflamatoria, conseguiré abrir el ojo en pocos días y recuperaré la visión bifocal.
Eso sí, tras darle muchas vueltas (como no podía ser de otra forma), he llegado a una conclusión: da igual si eres un ser muy calculador o eres muy impulsivo, todos atesoramos la misma capacidad para comportarnos como unos auténticos idiotas.
¿quién no ha sufrido alguna vez el famoso EPBCFPM (efecto pendulante de la bolsa colgando de forma peligrosa en la muñeca)?
ResponderEliminarQue esté tipificado como imbecilidad humana común me deja más tranquilo y casi que me consuela. Gracias por desvelármelo.
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