Me han regalado un collar anti-parásitos para mi gata. Está caducado, pero si se le ocurre a alguna pulga mirársela con ojos hambrientos, igual puede llegar a verlo y hasta se lo piensa dos veces antes de tomarla como huésped.
Me han dicho que es posible que aún pueda funcionar. No me extrañaría nada, esta fiebre consumista de poner fecha de caducidad a las cosas cada día pierde más credibilidad. En cualquier caso ese collar, a falta de efectividad, siempre se puede utilizar como elemento decorativo, aunque no estoy muy seguro de que mi gata piense lo mismo.
En una ocasión intenté colocarle un collar con cascabel y todo; uno de esos por el cual todo el mundo apostaría estar particularmente ideados para felinos de su tamaño. Pues sólo le faltó darse cabezazos contra la pared para intentar arrancárselo. Empezó a dar brincos de tal forma que, si no supiera lo mucho que le gustan las campanillas al diablo, hubiese jurado que se trataba de una posesión.
Lo cierto es que yo tampoco me lo pondría. Jamás he llevado collares, pendientes, brazaletes o pulseras; ni tan siquiera el anillo de compromiso. Primero no los portaba por no extraviarlos, y ahora no los tolero por falta de costumbre. Me invade como una sensación de ahogo, similar a andar preso por unos grilletes. Soy tan reacio a su contacto con mi piel que no puedo utilizar ni un reloj de pulsera.
Esta tirria que compartimos ha logrado que florezca, en mí, uno de los sentimientos más absurdos de cuantos podemos observar en el comportamiento humano, aunque no por ello deja de ser común. El orgullo paternalista.
Pero mi caso es, si cabe, más surrealista. Primero porque no creo haberle transmitido nada al animal. Y, encaso contrario, no sé cómo uno puede enorgullecerse de traspasar una neura. Segundo porque, hasta el momento, nunca he sido padre; así que no comprendo de qué rincón de mi cerebro proviene ese sentimiento. Y por último, y a riesgo de que un análisis de ADN me contradiga, tampoco soy gato. Por lo que estoy seguro que, a lo que a ella concierne, la relación que mantenemos entre amo y mascota es puramente profesional.
Así he llegado a la coclusión de que es posible que busquemos en el mundo cualquier elemento de complicidad, en otro ser, con el que nos sintamos identificados; puede que para no sentirnos tan extraños, tan solos o, sencillamente, tan incomprendidos.
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