jueves, 19 de diciembre de 2013

Solitaria compañía



Hacía siglos que no me tropezaba con mi vecino favorito. Y si se ganó ese honor es, precisamente, porque rara vez me lo encuentro. Que le voy a hacer, no me entusiasma el contacto directo con la gente. Pero lo que más me gustaba de nuestra huidiza relación es que vivíamos en una perfecta simbiosis, porque él supera con creces lo ermitaño que yo pueda parecer. Es más, si no fuera porque compré mi piso sobre planos y conozco perfectamente la estructura del edificio, juraría que utiliza el alcantarillado para salir de su vivienda y desplazarse por el barrio.

En nuestro primer encuentro ocurrió algo parecido a un flechazo. No creo mucho en esas chorradas de amores a primera vista, pero dicen que hay que encontrarse en el sitio adecuado y con la receptividad idónea para que salte la chispa. Y creo que fue así. Sucedió en el transcurso de la asamblea de vecinos para constituir la comunidad. Todos discutían sobre la minuta mensual, la empresa encargada de la limpieza o la colocación de un cartel sobre los buzones para evitar publicidad; todos menos nosotros dos, que no abrimos la boca en todo el acto. He de confesar que cruzamos alguna mirada, pero fueron lo suficientemente esquivas para no incomodarnos. Encontrar un alma gemela, entre tanta gente histérica tratando de imponer a gritos sus razones, abrió las puertas a una confianza mutua donde poder cimentar nuestra antipatía por las relaciones públicas.

Unos meses más tarde volvió a cruzarse en mi vida ese ángel caído del cielo. Todo ocurrió en la panadería. Me encontraba esperando turno para llevarme a casa la barra de pan correspondiente, cuando advertí que alguien abría la puerta. Aunque nadie pudo notar su presencia, pues es único cuando quiere pasar desapercibido, al instante deduje que era él. Ese sigilo felino, esa quietud en el ambiente solo nos la podía regalar una persona que volcara todos sus sentidos en no estorbar. Miré por el rabillo del ojo, sin osar interrumpir un momento tan mágico, para asegurar su presencia y, tras constatarlo, me sentí jubiloso al tener la certeza de que no me molestaría para pedirme la vez. Y así fue, ni le oí respirar.

En otra ocasión compartimos viaje en ascensor, seguramente por mi culpa. ¿O quizá fuese suya? Para ser sinceros, creo que fue de los dos. Porque yo solo intento montarme en ese claustrofóbico cacharro cuando estoy completamente seguro de que baja vacío. Salgo de mi casa sin hacer el más mínimo ruido y procuro escabullirme cuando no oigo un alma, pero si él hace algo parecido... ¿Cómo nos podemos detectar?
Dicen que dos no se encuentran si uno no quiere, pero, en este caso, nos encontramos sin quererlo ninguno de los dos. Hay que resignarse ante las trampas que tiende la vida, paradojas de imposible solución. Aunque, por suerte, volvió a deleitarme con sus dotes de invisibilidad. Lo cierto es que da gusto convivir con un vecino así, tan atento en el trato que es como si no estuviera. Pues no se como lo consiguió, pero logró situarse detrás mío, en un ángulo muerto, donde era imposible ser visto desde ningún espejo. Prodigioso. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él; consolidando así, día a día, nuestro apego el uno por el otro.

He escuchado muchas necedades acerca de las relaciones a distancia. Que si son más ingenuas porque apenas hay roce, que si se idealiza desmesuradamente a la pareja. Pamplinas. La modesta realidad era que atesorábamos tan íntimo idilio que ni la imaginación de los más grandes poetas podía versificar. Sin exagerar.

Pero, como todo en esta vida, de algún modo u otro, se acaba. Y más si va ligado a la predisposición de un ser humano. Porque el complot ocurrido esta mañana solo lleva a reafirmarme en la tesis de que no hay esperanza para la humanidad.

El caso es que me encontraba viniendo para casa con las manos en los bolsillos, la capucha enfundada y la mirada clavada en el suelo. Vamos, como cualquier hombre de bien que no quiere molestar ni ser molestado. Cuando, de pronto, fui perturbado por una algarabía que provenía del bar situado a mi izquierda. Sé perfectamente que pertenece a los vecinos del segundo segunda, por eso mismo evito cualquier indiscreción que pueda hacerme entrecruzar una mirada con ellos. Pero tanto follón no era normal. Podía tratarse de un accidente (con lo que comprometería la seguridad de mí vivienda, que está situada justo encima de la cervecería) y ser necesaria mi ayuda humanitaria. Así que me armé de valor y me dispuse a observar, a través de los cristales, su interior. Y más me hubiese valido no haber contemplado jamás esa horripilante escena.

Allí estaba él. Mi ignorado, a la vez que estimado, vecino. Subido a la barra, abrazado a dos hombres, danzando un Cancán. A sus pies, la dantesca escena de una multitud gritando, bebiendo y fumando me perturbó de tal forma que tuve que salir corriendo al refugio de mi morada.

Que traición, que decepción. Porque una cosa es que yo disfrute de su ausencia. Y otra muy distinta es que nunca nos veamos porque él prefiere codearse con cualquiera, antes que conmigo. Así que he decidido acabar con esta tormentosa relación. A mí no me la pega más. Ya podemos cruzarnos donde sea o cuando sea, que no le regalaré un gesto de aprecio ni le dirigiré la palabra.
Bueno... si es que alguna vez lo hice, claro.

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