domingo, 29 de diciembre de 2013
Lote de Navidad
Hoy, veinticuatro de Diciembre, he salido del trabajo y me he sentido ninguneado, estafado y vilipendiado. Bueno, quizá no tanto, pero sí un poco abatido. Veréis, mantengo una tradición desde hace más de veinte años y hoy no la he podido cumplir. Y yo soy hombre de férreas costumbres, si me sacas de mis rutinas me estreso y puedo llegar a perder la razón.
Cada Navidad nos entregaban, a los doscientos empleados que somos, un lote con viandas diversas y unos licores variados, aunque, por no cambiar mi día a día, los acababa regalando entre mis amigos. Soy así, si mañana Miércoles toca macarrones con tomate para comer no cambiaré la rutina y me zamparé unos calamares en su tinta, por muchas latas que me regalen (lo digo en serio, puede peligrar mi salud mental).
Pero este año nadie nos hizo llegar ninguna cesta. Y es un problema, porque ya tengo adquirido el hábito anual de obsequiar a mis amigos con esos productos. En fin, que me sentía tan mal que igualmente quise visitarlos para, además de felicitarles las fiestas, darles una explicación.
Primero me acerqué, como manda la ruta preestablecida, a la barbería de Manel. La costumbre me lleva a regalarle el whisky que suele aparecer en el lote. Él lo abre y lo reparte entre los clientes que esperan turno. Luego nos deseamos un Bon Nadal y nos despedimos hasta el día quince de Enero, que es el día que me rasura las patillas y me corta las puntas. Es tan atento que incluso es capaz de abrir en día festivo para no faltar a su cita mensual. Yo creo que sospecha que, si no lo hace así, me puede dar un vahído. Y puede que tenga razón.
Pues nada más llegar le expliqué el caso con tanta desazón que, para animarme, me sentó en un sillón de piel y me peinó el flequillo a lo James Dean. Tras echar unas risas nos despedimos, sin olvidar emplazarnos para el mes que viene, y me dirigí a la siguiente parada.
Allí me esperaba mi cuñado Ismael. Bueno, me espera a mí y a todo aquel que le guste las chucherías, pues su tienda de dulces es conocida en el mundo entero. Y no exagero. Siempre cuenta que Justin Bieber, en uno de sus escarceos por Barcelona, se pasó por su negocio y se agenció una bolsa de caramelos. Tiene un cartel enganchado en la puerta que así lo atestigua. Vale, sí, al chaval solo se le vé de medio lado bajo una gorra y una capucha, pero la nuez del cuello y el lóbulo de la oreja izquierda que aparece en la instantánea son igualitos a los suyos. Incluso ha colgado sobre un altar las pinzas que sostuvo en sus manos para seleccionar las gominolas. Y allí van a peregrinar multitud de chavales sólo por verla, olerla o tocarla. No sabéis hasta qué punto puede hacer despegar un negocio la simple visita de una celebridad. Vamos, ni hecho a posta.
Por suerte lo pillé en un tiempo muerto y pude relatarle el mal trago que estaba padeciendo. Conozco la gran afición que profesa al cava, y me disculpé por no poder hacer mi tradicional aportación a su bodega. Me vio tan afectado que me regaló una bolsa de ositos de colores para alegrarme el día y, con la habitual ironía que atesora para desdramatizar situaciones, me despachó con un trozo de carbón azucarado por ser malo y no traerle el cava esperado.
Ya me estaba encontrando algo mejor, pero aún quedaba la visita a Javier, el pescadero. Nos conocemos desde niños y siempre le entrego las conservas que habitualmente aparecen por el fondo del lote. Regenta el comercio heredado de sus padres, pero nunca le verás llevarse un mejillón fresco a la boca. Bueno, me refiero a uno recién pescado y cocinado, claro. Un día me confesó que sus padres le guisaban a diario, siendo él un niño, cualquier pieza que no llegaran a vender durante la jornada, y de ahí le viene el trauma. Yo lo entiendo perfectamente, por eso mismo varío cada día entre los diferentes ingredientes con los que nos podemos alimentar. Que mira luego como acabas, chalado perdido.
Pero esta vez no pude cumplir con mi tratamiento dietético y así se lo hice saber. Me encontró tan afectado que me hizo pasar a la trastienda para consolarme. Una vez allí me ofreció una lubina, conservada bajo una fina capa de hielo, que, según me contó, era descendiente de un banco de peces velocistas, ganadores de varios premios mundiales que se celebran por los siete océanos. Yo, para seguirle la locura, le dije que aceptaba el relevo y me la llevé a casa, no sin antes recomendarle a su mujer, entre susurros, que le escondiera el DVD de "Buscando a Nemo".
Así aparecí por mi piso, peinado como un pincel, con golosinas en una mano y una lubina en la otra. Intenté, cargado como iba, sacar las llaves de mi bolsillo, pero tengo muy poco de malabarista y se me acabaron cayendo al suelo. Creo que este fue el ruido que alertó a don Armando, el vecino contiguo a mi puerta.
Antes hubiera preferido descargar las ofrendas que portaba, porque, al regalarle cada año el vino que suele aparecer por el lote, también le debía una explicación. Pero no me dio tiempo y me hizo entrar apresuradamente en su morada para enseñarme el paquete que le había mandado su hijo desde Rusia. Intenté contarle, mientras avanzaba por el pasillo, la desdicha que arrastraba por la ausencia de la deseada cesta navideña, pero no me prestó la más mínima atención. Al llegar al comedor agarró una fotografía de la mesa, me la plantó en los morros y me preguntó que qué tal lo veía. Tras unos segundos dedicados a enfocar la vista, pude observar a Rafael, su hijo, agarrado a una rubia nórdica que le sacaba dos palmos de altura y otros dos de anchura. La respuesta más sensata que se me ocurrió fue que parecían felices, a lo que don Armando contestó que se la bufaba lo que me pareciesen. Él quería saber si ese mastodonte, al que se restregaba su hijo, era chico o chica. Porque irse a vivir tan lejos y llamar a su amor pareja, en lugar de novia, no le parecía algo muy normal; y él estaba ya muy mayor para detectar la diferencia de sexos en una foto. Nunca habían gozado de una gran comunicación padre/hijo, y empecé a sospechar que poner tierra de por medio tampoco ayudaba demasiado.
Creo que logré tranquilizarlo, aunque no tardó ni dos segundos en encalomarme una bandeja de galletas saladas y un frasco de caviar de esturión, aduciendo que contenían demasiado sodio para su tensión. Al ver que no me quedaban más manos para sujetar sus presentes, abrió la misma caja de cartón vacía que llegó de Rusia, introdujo todos los alimentos y me acompañó a la salida, no sin antes desearme unas buenas fiestas.
Al fin pude entrar en casa. El aroma a tortilla de patatas, que prepara mi mujer cada Martes, me devolvió a la normalidad tras este día de locos. Me di cuenta que, por primera vez en muchos años, había llevado a mi vivienda una caja de comida exótica por Navidad. Así que me dirigí hacia el comedor para depositarla justo al lado de un lote que presidía la mesa. ¿Un lote?, ¿sobre la mesa? ¡Y con toda la superficie estampada con el logotipo de mi empresa!
Aturdido, cometí el instintivo error de llevarme la mano a la frente, con lo que conseguí destrozar el peinado de sex-symbol y pringarme hasta la muñeca de gomina. En estas apareció mi mujer, trajinando la esponjosa masa de patata y huevo entre sus manos, relatándome cómo le había interrumpido el sueño el timbrazo de un mensajero que le entregó el lote. Y me quedé de pie, paralizado. Con la mirada clavada en la tortilla. Esperando que la visión, del único elemento sensato con el que me había topado en todo el día, me devolviera la cordura.
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