miércoles, 11 de diciembre de 2013

La caída de un mito




En alguna ocasión creo haber mencionado provenir de una familia extremadamente pobre. Tanto era así que solo nos podíamos permitir el Metro como medio de transporte. Ya sé que también supone un gasto utilizar ese servicio, pero no creáis que demanda tanto desembolso cuando uno se cuela en sus instalaciones día sí y día también.

Siempre resultaba fascinante adentrarse por un abertura en el suelo para, tras montar en una estridente lombriz metálica que atravesaba las entrañas de la ciudad, volver a la superficie y reaparecer en la otra punta de la urbe. Algo que me evocaba, una vez filtrada la realidad por los ojos de un niño, a esos agujeros de gusano que utilizaban los protagonistas de las películas de ciencia ficción para hacer viajes interestelares. Aunque, si me paraba a pensar en la vida que fluía por sus pasillos, recordaba más a un reino subterráneo con sus propias leyes y habitantes.

Bien es cierto que en sus túneles se encontraban las mismas personas que paseaban por la superficie pero, nada más atravesar la cortina de aire caliente que te recibía a la entrada, te sentías hechizado por la atmósfera que se respiraba. También es probable que el golpe de calor, sin olvidar el apestoso olor de los andenes, me atontara lo suficiente como para crear esa fantasiosa imagen en mi mente. En cualquier caso, el cambio era evidente; allí moraban cosas inimaginables que jamás verían la luz del sol. Cabinas donde posar para extraer fotos tamaño carnet, escaleras mecánicas, barreras giratorias que solo podían ser activadas con una tarjeta; incluso patrullaba un servicio de seguridad, compuesto por revisores, especialmente pensado para ese lugar.

Cada uno teníamos un rol asignado. Trabajadores, turistas, carteristas, animadores musicales, vagabundos. El mío, por mi tradición en no pagar, sumada a mi condición de chiquillo, consistía en esquivar al servicio de seguridad como si fuera un ratero sobreviviendo en el Bagdad medieval. Como casi siempre solíamos ser las mismas personas viajando a la misma hora, lográbamos recrear, sin llegar a desprendernos de ese anonimato que tanto se aprecia en la capital, una atmósfera familiar similar a la de un pequeño pueblo donde siempre se tolera, con resignación, a los mismos vecinos. Y, como suele ocurrir en comunidades de este estilo, siempre hay algún habitante que se hace notar más que el resto; normalmente por su singularidad.

Recuerdo con especial afecto a un hombre alto, con el pelo rizado y una sonrisa permanente en su boca, repartiendo por los vagones tarjetas que contenían impresa la siguiente leyenda:

"Buenos días, estimados conciudadanos. Me encuentro ante ustedes para rogarles una ayuda económica con la que hacer más llevadera mi incapacidad. Soy sordomudo y les presto esta tarjeta porque no tengo otra forma de poder expresar la gran necesidad que padezco. Si fueran tan amables de aportar un pequeño donativo les estaría eternamente agradecido. Gracias por su atención y que disfruten de un agradable viaje."


Tras un par de minutos que daba de margen para que pudiesen ser leídas, volvía a pasear su amigable sonrisa entre los presentes y recogía todas las tarjetas con alguna que otra propina. Acto seguido aprovechaba la parada en la siguiente estación para saltar, casi sin despeinarse, al vagón contiguo, donde continuaba implorando su limosna con ese aplomo y humildad que tanto le caracterizaba.

Para mí, ese hombre, era un ejemplo a seguir. Un referente humano para todos nosotros por ser capaz de enfrentarse al mundo con su estigma por bandera. Jamás había visto a nadie mendigar de una forma tan elegante, educada y sobria. Incluso creo recordar que mi madre, compadeciéndose de semejante desdicha, llegó a ofrecerle algún que otro duro perdido en sus humildes bolsillos.

Todo esto, como ya he dicho, forma parte de mi lejana pubertad porque, una vez que eres poseedor de un vehículo propio con el que poder manejarte a tu antojo y una posición económica desahogada, no vuelves a pisar los desgastados andenes que tanto te han visto corretear. Pero siempre hay alguna ocasión aislada en la que un viaje en Metro puede sacarte de un apuro. Y eso es, precisamente, lo que me sucedió la semana pasada.

Por culpa de una avería en el coche tuve que verme forzado a utilizar ese transporte público que tantos viajes, imaginarios y literales, me proporcionó. He de admitir que me sentía algo inquieto por el inminente reencuentro con la tensión de ese hábitat, aunque no me preocupé demasiado, pues esta vez me encaminaba hacia su estación con la intención de abonar mi billete. Pero cincuenta metros antes de ser engullido en sus entrañas, y encontrándome aún en la calle, me topé de frente con una cara conocida. Acababa de subir por las escaleras del Metro y se manoseaba los bolsillos dispuesto a encontrar un encendedor con el que prender su cigarrillo. Estaba más delgado y su postura corporal era algo más encorvada, pero su afable mirada me resultó inconfundible. Se trataba, sin duda, del sordomudo. 

Aminoré la marcha para fijarme mejor en el personaje. Parecía haber encogido. Aunque la explicación más probable a su pequeñez es que yo mismo, al no haberlo vuelto a ver desde mi niñez, debía haber dado un estirón. El caso es que tenía un aspecto más frágil y desaliñado; y el pelo corto no ayudaba a proporcionar consistencia a su decrépito cuerpo.

Como el hombre no encontraba mechero y mi marcha había disminuido tanto como para encontrarme parado a su lado, se dispuso a pedirme candela para encender su pitillo. Esperé a que, irremediablemente, hiciera el gesto característico, con el dedo gordo, de apretar la piedra del encendedor. Pero, para mi sorpresa, comenzó a mover los labios y, como si se tratara de un locutor radiofónico, me dijo:

 - Perdone, ¿tiene fuego?

Jamás he vuelto a experimentar tantos sentimientos encontrados en tan solo dos segundos.

Primero, una enorme sorpresa. Seguido por la alegría de escuchar la voz, que jamás imaginé que llegara a oír, de ese hombre. Pero el que más caló en mi interior fue el de indignación, al darme cuenta del engaño cometido durante tantos años. Mientras, mi cerebro, repetía <<¡Que cabrón, que cabrón!>>.


Aprovechando ese festival de sensaciones, que me dejó sin palabras, quise escenificar un homenaje a ese personaje sordomudo que tanta simpatía despertó en mi niñez. Así que me llevé el dedo índice y anular a la boca, en forma de uve, para simular una calada mientras, con la otra mano, hacía el gesto de negación para evidenciar que no fumaba. Tras esta pantomima le dediqué un enérgico corte de mangas y, sin mediar palabra, me dejé llevar por las escaleras mecánicas hacia las profundidades del Metro.

2 comentarios:

  1. hermosa historia y muy bien contada (con elegancia, algo dificilísimo de manejar). Felicidades.
    También me ha gustado tu post anterior pero he de decirte que según tengo entendido tanto Carrefour, como Hipercor, donaban la misma cantidad de alimentos que la recaudada por los parroquianos.
    Yo hice mi aportación en Simply sin saber si hacía lo mismo y ahora, después de leer tu artiblog, hubiera preferido hacerlo en los anteriormente citados

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu benevolencia, porque yo solo veo fallos y más fallos que espero, algún día, aprender a corregir. Pero anima que alguien la lea y le llegue a distraer o, incluso, agradar.

      Por otra parte me alegra saber que hubieron supermercados que se sumaron a las donaciones de la gente. Lástima que no publicitaran ese gesto como se merecía.

      Eliminar