martes, 31 de diciembre de 2013
Microrrelato de Noche Vieja
Desde que los teléfonos móviles son de uso generalizado, hay una tradición que año tras año va arraigando más por estas fechas: los SMS graciosos de Fin de Año, aunque ya empiezan a ser sustituidos por los Whats App. Es lo que tiene la tecnología, avanza más rápido que ninguna otra ciencia. Pero, como aquí no dispongo de ninguna red social (es lo que tengo, incomprensiblemente me resisto a avanzar), aprovecharé este espacio para dejaos una ocurrencia. Se trata de este terrorífico microrrelato; tanto en su contenido como en su calidad literaria. ¡Feliz 2014!
Invocación
- Yo os reclamo, oh Satanás todo poderoso. Manifiéstate aquí, en este apartado bosque alejado de la civilización, lugar sagrado de ofrendas y sacrificios. Venid a mí, oh señores de las tinieblas, diablos del averno, con toda vuestra rabia y maldad.
Bailó una danza ancestral, al abrazo de la hoguera, y lanzó polvo de azufre a las brasas para iluminar la oscuridad que se cernía.
- Oh maestros del horror, armaos con vuestros despiadados instrumentos de tortura eterna. No abandonéis, en estos momentos difíciles, a un hambriento servidor. Prestadme vuestros afilados colmillos, vuestras desgarradoras zarpas; las hordas más bárbaras, las más sanguinarias. Enviad las fuerzas del inframundo que nada ni nadie puede detener.
Hincó las rodillas frente a las llamas y comenzó, con lágrimas en los ojos, a implorar.
- Porque lo he intentado mil y una vez. Y no hay forma humana de abrir esta puta lata de mejillones.
domingo, 29 de diciembre de 2013
Lote de Navidad
Hoy, veinticuatro de Diciembre, he salido del trabajo y me he sentido ninguneado, estafado y vilipendiado. Bueno, quizá no tanto, pero sí un poco abatido. Veréis, mantengo una tradición desde hace más de veinte años y hoy no la he podido cumplir. Y yo soy hombre de férreas costumbres, si me sacas de mis rutinas me estreso y puedo llegar a perder la razón.
Cada Navidad nos entregaban, a los doscientos empleados que somos, un lote con viandas diversas y unos licores variados, aunque, por no cambiar mi día a día, los acababa regalando entre mis amigos. Soy así, si mañana Miércoles toca macarrones con tomate para comer no cambiaré la rutina y me zamparé unos calamares en su tinta, por muchas latas que me regalen (lo digo en serio, puede peligrar mi salud mental).
Pero este año nadie nos hizo llegar ninguna cesta. Y es un problema, porque ya tengo adquirido el hábito anual de obsequiar a mis amigos con esos productos. En fin, que me sentía tan mal que igualmente quise visitarlos para, además de felicitarles las fiestas, darles una explicación.
Primero me acerqué, como manda la ruta preestablecida, a la barbería de Manel. La costumbre me lleva a regalarle el whisky que suele aparecer en el lote. Él lo abre y lo reparte entre los clientes que esperan turno. Luego nos deseamos un Bon Nadal y nos despedimos hasta el día quince de Enero, que es el día que me rasura las patillas y me corta las puntas. Es tan atento que incluso es capaz de abrir en día festivo para no faltar a su cita mensual. Yo creo que sospecha que, si no lo hace así, me puede dar un vahído. Y puede que tenga razón.
Pues nada más llegar le expliqué el caso con tanta desazón que, para animarme, me sentó en un sillón de piel y me peinó el flequillo a lo James Dean. Tras echar unas risas nos despedimos, sin olvidar emplazarnos para el mes que viene, y me dirigí a la siguiente parada.
Allí me esperaba mi cuñado Ismael. Bueno, me espera a mí y a todo aquel que le guste las chucherías, pues su tienda de dulces es conocida en el mundo entero. Y no exagero. Siempre cuenta que Justin Bieber, en uno de sus escarceos por Barcelona, se pasó por su negocio y se agenció una bolsa de caramelos. Tiene un cartel enganchado en la puerta que así lo atestigua. Vale, sí, al chaval solo se le vé de medio lado bajo una gorra y una capucha, pero la nuez del cuello y el lóbulo de la oreja izquierda que aparece en la instantánea son igualitos a los suyos. Incluso ha colgado sobre un altar las pinzas que sostuvo en sus manos para seleccionar las gominolas. Y allí van a peregrinar multitud de chavales sólo por verla, olerla o tocarla. No sabéis hasta qué punto puede hacer despegar un negocio la simple visita de una celebridad. Vamos, ni hecho a posta.
Por suerte lo pillé en un tiempo muerto y pude relatarle el mal trago que estaba padeciendo. Conozco la gran afición que profesa al cava, y me disculpé por no poder hacer mi tradicional aportación a su bodega. Me vio tan afectado que me regaló una bolsa de ositos de colores para alegrarme el día y, con la habitual ironía que atesora para desdramatizar situaciones, me despachó con un trozo de carbón azucarado por ser malo y no traerle el cava esperado.
Ya me estaba encontrando algo mejor, pero aún quedaba la visita a Javier, el pescadero. Nos conocemos desde niños y siempre le entrego las conservas que habitualmente aparecen por el fondo del lote. Regenta el comercio heredado de sus padres, pero nunca le verás llevarse un mejillón fresco a la boca. Bueno, me refiero a uno recién pescado y cocinado, claro. Un día me confesó que sus padres le guisaban a diario, siendo él un niño, cualquier pieza que no llegaran a vender durante la jornada, y de ahí le viene el trauma. Yo lo entiendo perfectamente, por eso mismo varío cada día entre los diferentes ingredientes con los que nos podemos alimentar. Que mira luego como acabas, chalado perdido.
Pero esta vez no pude cumplir con mi tratamiento dietético y así se lo hice saber. Me encontró tan afectado que me hizo pasar a la trastienda para consolarme. Una vez allí me ofreció una lubina, conservada bajo una fina capa de hielo, que, según me contó, era descendiente de un banco de peces velocistas, ganadores de varios premios mundiales que se celebran por los siete océanos. Yo, para seguirle la locura, le dije que aceptaba el relevo y me la llevé a casa, no sin antes recomendarle a su mujer, entre susurros, que le escondiera el DVD de "Buscando a Nemo".
Así aparecí por mi piso, peinado como un pincel, con golosinas en una mano y una lubina en la otra. Intenté, cargado como iba, sacar las llaves de mi bolsillo, pero tengo muy poco de malabarista y se me acabaron cayendo al suelo. Creo que este fue el ruido que alertó a don Armando, el vecino contiguo a mi puerta.
Antes hubiera preferido descargar las ofrendas que portaba, porque, al regalarle cada año el vino que suele aparecer por el lote, también le debía una explicación. Pero no me dio tiempo y me hizo entrar apresuradamente en su morada para enseñarme el paquete que le había mandado su hijo desde Rusia. Intenté contarle, mientras avanzaba por el pasillo, la desdicha que arrastraba por la ausencia de la deseada cesta navideña, pero no me prestó la más mínima atención. Al llegar al comedor agarró una fotografía de la mesa, me la plantó en los morros y me preguntó que qué tal lo veía. Tras unos segundos dedicados a enfocar la vista, pude observar a Rafael, su hijo, agarrado a una rubia nórdica que le sacaba dos palmos de altura y otros dos de anchura. La respuesta más sensata que se me ocurrió fue que parecían felices, a lo que don Armando contestó que se la bufaba lo que me pareciesen. Él quería saber si ese mastodonte, al que se restregaba su hijo, era chico o chica. Porque irse a vivir tan lejos y llamar a su amor pareja, en lugar de novia, no le parecía algo muy normal; y él estaba ya muy mayor para detectar la diferencia de sexos en una foto. Nunca habían gozado de una gran comunicación padre/hijo, y empecé a sospechar que poner tierra de por medio tampoco ayudaba demasiado.
Creo que logré tranquilizarlo, aunque no tardó ni dos segundos en encalomarme una bandeja de galletas saladas y un frasco de caviar de esturión, aduciendo que contenían demasiado sodio para su tensión. Al ver que no me quedaban más manos para sujetar sus presentes, abrió la misma caja de cartón vacía que llegó de Rusia, introdujo todos los alimentos y me acompañó a la salida, no sin antes desearme unas buenas fiestas.
Al fin pude entrar en casa. El aroma a tortilla de patatas, que prepara mi mujer cada Martes, me devolvió a la normalidad tras este día de locos. Me di cuenta que, por primera vez en muchos años, había llevado a mi vivienda una caja de comida exótica por Navidad. Así que me dirigí hacia el comedor para depositarla justo al lado de un lote que presidía la mesa. ¿Un lote?, ¿sobre la mesa? ¡Y con toda la superficie estampada con el logotipo de mi empresa!
Aturdido, cometí el instintivo error de llevarme la mano a la frente, con lo que conseguí destrozar el peinado de sex-symbol y pringarme hasta la muñeca de gomina. En estas apareció mi mujer, trajinando la esponjosa masa de patata y huevo entre sus manos, relatándome cómo le había interrumpido el sueño el timbrazo de un mensajero que le entregó el lote. Y me quedé de pie, paralizado. Con la mirada clavada en la tortilla. Esperando que la visión, del único elemento sensato con el que me había topado en todo el día, me devolviera la cordura.
jueves, 19 de diciembre de 2013
Solitaria compañía
Hacía siglos que no me tropezaba con mi vecino favorito. Y si se ganó ese honor es, precisamente, porque rara vez me lo encuentro. Que le voy a hacer, no me entusiasma el contacto directo con la gente. Pero lo que más me gustaba de nuestra huidiza relación es que vivíamos en una perfecta simbiosis, porque él supera con creces lo ermitaño que yo pueda parecer. Es más, si no fuera porque compré mi piso sobre planos y conozco perfectamente la estructura del edificio, juraría que utiliza el alcantarillado para salir de su vivienda y desplazarse por el barrio.
En nuestro primer encuentro ocurrió algo parecido a un flechazo. No creo mucho en esas chorradas de amores a primera vista, pero dicen que hay que encontrarse en el sitio adecuado y con la receptividad idónea para que salte la chispa. Y creo que fue así. Sucedió en el transcurso de la asamblea de vecinos para constituir la comunidad. Todos discutían sobre la minuta mensual, la empresa encargada de la limpieza o la colocación de un cartel sobre los buzones para evitar publicidad; todos menos nosotros dos, que no abrimos la boca en todo el acto. He de confesar que cruzamos alguna mirada, pero fueron lo suficientemente esquivas para no incomodarnos. Encontrar un alma gemela, entre tanta gente histérica tratando de imponer a gritos sus razones, abrió las puertas a una confianza mutua donde poder cimentar nuestra antipatía por las relaciones públicas.
Unos meses más tarde volvió a cruzarse en mi vida ese ángel caído del cielo. Todo ocurrió en la panadería. Me encontraba esperando turno para llevarme a casa la barra de pan correspondiente, cuando advertí que alguien abría la puerta. Aunque nadie pudo notar su presencia, pues es único cuando quiere pasar desapercibido, al instante deduje que era él. Ese sigilo felino, esa quietud en el ambiente solo nos la podía regalar una persona que volcara todos sus sentidos en no estorbar. Miré por el rabillo del ojo, sin osar interrumpir un momento tan mágico, para asegurar su presencia y, tras constatarlo, me sentí jubiloso al tener la certeza de que no me molestaría para pedirme la vez. Y así fue, ni le oí respirar.
En otra ocasión compartimos viaje en ascensor, seguramente por mi culpa. ¿O quizá fuese suya? Para ser sinceros, creo que fue de los dos. Porque yo solo intento montarme en ese claustrofóbico cacharro cuando estoy completamente seguro de que baja vacío. Salgo de mi casa sin hacer el más mínimo ruido y procuro escabullirme cuando no oigo un alma, pero si él hace algo parecido... ¿Cómo nos podemos detectar?
Dicen que dos no se encuentran si uno no quiere, pero, en este caso, nos encontramos sin quererlo ninguno de los dos. Hay que resignarse ante las trampas que tiende la vida, paradojas de imposible solución. Aunque, por suerte, volvió a deleitarme con sus dotes de invisibilidad. Lo cierto es que da gusto convivir con un vecino así, tan atento en el trato que es como si no estuviera. Pues no se como lo consiguió, pero logró situarse detrás mío, en un ángulo muerto, donde era imposible ser visto desde ningún espejo. Prodigioso. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él; consolidando así, día a día, nuestro apego el uno por el otro.
He escuchado muchas necedades acerca de las relaciones a distancia. Que si son más ingenuas porque apenas hay roce, que si se idealiza desmesuradamente a la pareja. Pamplinas. La modesta realidad era que atesorábamos tan íntimo idilio que ni la imaginación de los más grandes poetas podía versificar. Sin exagerar.
Pero, como todo en esta vida, de algún modo u otro, se acaba. Y más si va ligado a la predisposición de un ser humano. Porque el complot ocurrido esta mañana solo lleva a reafirmarme en la tesis de que no hay esperanza para la humanidad.
El caso es que me encontraba viniendo para casa con las manos en los bolsillos, la capucha enfundada y la mirada clavada en el suelo. Vamos, como cualquier hombre de bien que no quiere molestar ni ser molestado. Cuando, de pronto, fui perturbado por una algarabía que provenía del bar situado a mi izquierda. Sé perfectamente que pertenece a los vecinos del segundo segunda, por eso mismo evito cualquier indiscreción que pueda hacerme entrecruzar una mirada con ellos. Pero tanto follón no era normal. Podía tratarse de un accidente (con lo que comprometería la seguridad de mí vivienda, que está situada justo encima de la cervecería) y ser necesaria mi ayuda humanitaria. Así que me armé de valor y me dispuse a observar, a través de los cristales, su interior. Y más me hubiese valido no haber contemplado jamás esa horripilante escena.
Allí estaba él. Mi ignorado, a la vez que estimado, vecino. Subido a la barra, abrazado a dos hombres, danzando un Cancán. A sus pies, la dantesca escena de una multitud gritando, bebiendo y fumando me perturbó de tal forma que tuve que salir corriendo al refugio de mi morada.
Que traición, que decepción. Porque una cosa es que yo disfrute de su ausencia. Y otra muy distinta es que nunca nos veamos porque él prefiere codearse con cualquiera, antes que conmigo. Así que he decidido acabar con esta tormentosa relación. A mí no me la pega más. Ya podemos cruzarnos donde sea o cuando sea, que no le regalaré un gesto de aprecio ni le dirigiré la palabra.
Bueno... si es que alguna vez lo hice, claro.
miércoles, 11 de diciembre de 2013
La caída de un mito
En alguna ocasión creo haber mencionado provenir de una familia extremadamente pobre. Tanto era así que solo nos podíamos permitir el Metro como medio de transporte. Ya sé que también supone un gasto utilizar ese servicio, pero no creáis que demanda tanto desembolso cuando uno se cuela en sus instalaciones día sí y día también.
Siempre resultaba fascinante adentrarse por un abertura en el suelo para, tras montar en una estridente lombriz metálica que atravesaba las entrañas de la ciudad, volver a la superficie y reaparecer en la otra punta de la urbe. Algo que me evocaba, una vez filtrada la realidad por los ojos de un niño, a esos agujeros de gusano que utilizaban los protagonistas de las películas de ciencia ficción para hacer viajes interestelares. Aunque, si me paraba a pensar en la vida que fluía por sus pasillos, recordaba más a un reino subterráneo con sus propias leyes y habitantes.
Bien es cierto que en sus túneles se encontraban las mismas personas que paseaban por la superficie pero, nada más atravesar la cortina de aire caliente que te recibía a la entrada, te sentías hechizado por la atmósfera que se respiraba. También es probable que el golpe de calor, sin olvidar el apestoso olor de los andenes, me atontara lo suficiente como para crear esa fantasiosa imagen en mi mente. En cualquier caso, el cambio era evidente; allí moraban cosas inimaginables que jamás verían la luz del sol. Cabinas donde posar para extraer fotos tamaño carnet, escaleras mecánicas, barreras giratorias que solo podían ser activadas con una tarjeta; incluso patrullaba un servicio de seguridad, compuesto por revisores, especialmente pensado para ese lugar.
Cada uno teníamos un rol asignado. Trabajadores, turistas, carteristas, animadores musicales, vagabundos. El mío, por mi tradición en no pagar, sumada a mi condición de chiquillo, consistía en esquivar al servicio de seguridad como si fuera un ratero sobreviviendo en el Bagdad medieval. Como casi siempre solíamos ser las mismas personas viajando a la misma hora, lográbamos recrear, sin llegar a desprendernos de ese anonimato que tanto se aprecia en la capital, una atmósfera familiar similar a la de un pequeño pueblo donde siempre se tolera, con resignación, a los mismos vecinos. Y, como suele ocurrir en comunidades de este estilo, siempre hay algún habitante que se hace notar más que el resto; normalmente por su singularidad.
Recuerdo con especial afecto a un hombre alto, con el pelo rizado y una sonrisa permanente en su boca, repartiendo por los vagones tarjetas que contenían impresa la siguiente leyenda:
"Buenos días, estimados conciudadanos. Me encuentro ante ustedes para rogarles una ayuda económica con la que hacer más llevadera mi incapacidad. Soy sordomudo y les presto esta tarjeta porque no tengo otra forma de poder expresar la gran necesidad que padezco. Si fueran tan amables de aportar un pequeño donativo les estaría eternamente agradecido. Gracias por su atención y que disfruten de un agradable viaje."
Tras un par de minutos que daba de margen para que pudiesen ser leídas, volvía a pasear su amigable sonrisa entre los presentes y recogía todas las tarjetas con alguna que otra propina. Acto seguido aprovechaba la parada en la siguiente estación para saltar, casi sin despeinarse, al vagón contiguo, donde continuaba implorando su limosna con ese aplomo y humildad que tanto le caracterizaba.
Para mí, ese hombre, era un ejemplo a seguir. Un referente humano para todos nosotros por ser capaz de enfrentarse al mundo con su estigma por bandera. Jamás había visto a nadie mendigar de una forma tan elegante, educada y sobria. Incluso creo recordar que mi madre, compadeciéndose de semejante desdicha, llegó a ofrecerle algún que otro duro perdido en sus humildes bolsillos.
Todo esto, como ya he dicho, forma parte de mi lejana pubertad porque, una vez que eres poseedor de un vehículo propio con el que poder manejarte a tu antojo y una posición económica desahogada, no vuelves a pisar los desgastados andenes que tanto te han visto corretear. Pero siempre hay alguna ocasión aislada en la que un viaje en Metro puede sacarte de un apuro. Y eso es, precisamente, lo que me sucedió la semana pasada.
Por culpa de una avería en el coche tuve que verme forzado a utilizar ese transporte público que tantos viajes, imaginarios y literales, me proporcionó. He de admitir que me sentía algo inquieto por el inminente reencuentro con la tensión de ese hábitat, aunque no me preocupé demasiado, pues esta vez me encaminaba hacia su estación con la intención de abonar mi billete. Pero cincuenta metros antes de ser engullido en sus entrañas, y encontrándome aún en la calle, me topé de frente con una cara conocida. Acababa de subir por las escaleras del Metro y se manoseaba los bolsillos dispuesto a encontrar un encendedor con el que prender su cigarrillo. Estaba más delgado y su postura corporal era algo más encorvada, pero su afable mirada me resultó inconfundible. Se trataba, sin duda, del sordomudo.
Aminoré la marcha para fijarme mejor en el personaje. Parecía haber encogido. Aunque la explicación más probable a su pequeñez es que yo mismo, al no haberlo vuelto a ver desde mi niñez, debía haber dado un estirón. El caso es que tenía un aspecto más frágil y desaliñado; y el pelo corto no ayudaba a proporcionar consistencia a su decrépito cuerpo.
Como el hombre no encontraba mechero y mi marcha había disminuido tanto como para encontrarme parado a su lado, se dispuso a pedirme candela para encender su pitillo. Esperé a que, irremediablemente, hiciera el gesto característico, con el dedo gordo, de apretar la piedra del encendedor. Pero, para mi sorpresa, comenzó a mover los labios y, como si se tratara de un locutor radiofónico, me dijo:
- Perdone, ¿tiene fuego?
Jamás he vuelto a experimentar tantos sentimientos encontrados en tan solo dos segundos.
Primero, una enorme sorpresa. Seguido por la alegría de escuchar la voz, que jamás imaginé que llegara a oír, de ese hombre. Pero el que más caló en mi interior fue el de indignación, al darme cuenta del engaño cometido durante tantos años. Mientras, mi cerebro, repetía <<¡Que cabrón, que cabrón!>>.
Aprovechando ese festival de sensaciones, que me dejó sin palabras, quise escenificar un homenaje a ese personaje sordomudo que tanta simpatía despertó en mi niñez. Así que me llevé el dedo índice y anular a la boca, en forma de uve, para simular una calada mientras, con la otra mano, hacía el gesto de negación para evidenciar que no fumaba. Tras esta pantomima le dediqué un enérgico corte de mangas y, sin mediar palabra, me dejé llevar por las escaleras mecánicas hacia las profundidades del Metro.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
Por caridad
He de suponer que todo el que asoma a menudo por aquí se habrá dado cuenta de que rara vez utilizo este espacio para criticar nada. En general intento, sin saber a ciencia cierta si lo consigo, distraer o divertir sin enervar al personal ni trascender demasiado. Pienso que ya estamos lo bastante enfadados, en este país, como para incidir más sobre según que asuntos. Hablando claro, que no me apetece remover la mierda.
Pero hoy haré una excepción. Y lo voy a hacer porque criticar un movimiento de solidaridad, sobre todo con la Navidad a la vuelta de la esquina, es algo tan insólito que me hace despegar de los parámetros estándar de remover mierda, para ir a caer en los de crear mierda nueva. Ya veis que la mierda nos rodea. Aunque también puede que penséis que no tengo razón y que soy un auténtico gilipollas (y tal vez lo sea) pero, de todas formas, me arriesgaré. Más que nada porque no tengo ninguna reputación que proteger; y que coño, que si no lo digo reviento.
Quería hablar sobre las sospechas que mantengo en la forma de recolectar comestibles para el banco de alimentos. Ojo, me parece una gran ayuda para las familias con problemas económicos, pero la idea de situar los puntos de recogida en supermercados y grandes superficies me hace ser receloso, básicamente, por una razón.
No me gusta que manipulen las buenas intenciones de la gente para que se lucren los de siempre. Y pienso que, eso, es lo que hacen los supermercados y grandes almacenes al permitir, con aparente generosidad, albergar enormes cajas de cartón para que el altruismo de la gente las rellene de productos previamente adquiridos en las estanterías de sus establecimientos. Si han de sacar beneficio que sea, al menos, de una forma menos descarada y sin manipular a la sociedad. Porque, y que alguien me corrija si me equivoco, aún no he visto a una sola de esas grandes cadenas distribuidoras donar nada a beneficencia. Es más, lo que sí he visto, en algún reportaje televisivo, es como destruían la comida caducada porque, si la dejaban en la basura y al alcance de la gente, podían atraer a indeseables cerca de sus instalaciones. Aunque, para ser honestos, hay otros muchos que al menos no impiden esa actividad.
También he sido testigo, gracias a mi antiguo trabajo como transportista, de la desintegración de toneladas de comida porque no cumplía unos parámetros demandados. No diré el nombre porque esto no es un ataque personal, pero recuerdo el DÍA (vaya, se me escapó) en que desecharon unos cuatrocientos kilos de alimentos porque su fecha de caducidad no era la adecuada para entrar en sus almacenes. Y así, con muchos otros proveedores. No, el producto no estaba en mal estado, solo que el plazo para su perfecta conservación no llegaba, por cinco días, a los tres meses requeridos. Ese palet se quedó arrinconado, durante semanas, hasta llegar a ser incomible porque resultaba más costoso el transporte de vuelta, la manipulación y volverlo a mandar a otro comercio, que dejar que se pudriera. Pero tampoco quiero echar toda la culpa del despilfarro a las distribuidoras porque, al fin y al cabo, son solo un peldaño de la escalera que representa el reparto de alimentos
Vivimos en una sociedad que malgasta millones de toneladas de comida al año. Semanalmente tiramos desde nuestras despensas hortalizas, carnes, lácteos, frutas, pescados y cualquier otro producto que caduque o no nos guste su aspecto. Tanto es así que los consumidores somos los que más cantidad de comida lanzamos a la basura. Nos hemos acostumbrado a comprar cantidades ingentes de alimentos sencillamente porque "nos lo podemos permitir" o "más vale que sobre, que no que falte", sin ser conscientes del infame derroche que cometemos. Porque da igual que los alimentos acaben en casas donde no los necesitan, siempre y cuando hayan sido pagados, claro.
Pues bien, siendo conscientes de ese consumismo desenfrenado que nos lleva a que, solo en España, entre industrias y usuarios, lancemos a la basura más de siete millones de toneladas comestibles (que se dice pronto), ¿por qué el banco de alimentos opta por colocar los puntos de recogida en la puerta de los supermercados? ¿No sería más provechoso situar contenedores en empresas alimentarias y que los ciudadanos acercaran a las asociaciones de vecinos esos víveres que acabarán en la basura?
Bueno, sería provechoso para los necesitados, pero muy poco rentable para las industrias. Prefieren pedir al ciudadano de a pie que se gaste un euro en comprar un paquete de macarrones antes que regalarlo ellos mismos. Así también hago yo beneficencia. "Compren, compren comida y regálenla para que se puedan sentir un poco mejor. Pero que sea en nuestro establecimiento, así podremos engordar nuestros beneficios".
Me resulta inmoral que, desde la administración, se permitan estas prácticas. ¿No podrían facilitar las cosas a las organizaciones para que pudieran recolectar toda la comida que se desecha? Porque, si no recuerdo mal, hay una partida presupuestada para estos menesteres. Pero voy a finalizar aquí mi indignación, porque ya he explicado lo que quería. Y si empiezo a divagar sobre el gobierno necesito, por lo menos, otro blog más para que entre todo.
Pues ya está dicho. Tampoco era para tanto ¿no?
Pues ya está dicho. Tampoco era para tanto ¿no?
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