domingo, 4 de enero de 2015

El hombre del muro



Hubo una vez un hombre apoyado en un muro. Y digo hubo una vez porque ese hombre ya falleció y, que yo sepa, las personas solo atesoramos una sola vida. Era un hombre normal, con su casa, su trabajo, su familia, sus anhelos y su miedo. Y ahora quiero enfatizar en su miedo, porque solo existía una única cosa que le atemorizara: ser atacado por la espalda. 

Convivió con ese terror durante muchos años, igual que lo hizo con su casa, su trabajo y su familia, hasta que un día, paseando por la ciudad, encontró una vieja fábrica abandonada delimitada por un muro. Sin saber por qué, al instante se sintió atraído por su acogedora fachada. No prestó la más mínima atención a las oficinas, al almacén o a la chimenea que se alzaba decenas de metros. Sencillamente quedó prendado por la robusta pared que los resguardaba. Daba igual que los ladrillos estuvieran roídos y el adobe demacrado, porque lo que le proporcionaba aquella alineación de tochos era una enorme sensación de seguridad, de protección. Tanto era así, que no dudó un segundo en pegar su espalda a los lingotes de arcilla y observar el mundo con la tranquilidad de quien tiene la retaguardia bien cubierta. Y en ese preciso instante, el miedo se esfumó.

Tras pasar la tarde más apacible de su vida, volvió a casa; a su trabajo, a su familia, pero también a ese miedo constante de ser agredido a traición. A partir de ese día, como le fue imposible encontrar un lugar más acogedor, centró sus obsesiones en encontrar la fórmula que le llevara a pasar el mayor tiempo posible con su trasero pegado a esa pared. Vete tú a saber con qué excusa, convenció a toda su familia de la conveniencia de trasladarse al barrio donde continuaba anclada la fábrica. También consiguió, imagino yo que con mucha perseverancia, encontrar un trabajo a tan solo dos manzanas de su preciada pared. Y desde entonces, siempre que sus obligaciones no se lo impidieran, se le vio apoyado en el muro.

Muchos os preguntaréis, al igual que hago yo, qué cojones hacía ese hombre eternamente adherido a un muro. Pues lo cierto es que no lo sé, pero puedo explicar las sensaciones que nos transmitió a las personas que pasábamos de vez en cuando por allí.

Las primeras semanas parecía feliz. No es que fuese una felicidad exultante ni nada parecido, era algo más cercano a la paz interior, a un remanso de tranquilidad que se percibía por cada uno de sus poros. Además de esa plácida mueca de satisfacción que acompañaba, a diario, con una inmutable sonrisa alelada. Todo en él era muy tierno, muy sosegado.

Acabado ese tiempo de gozo interior, empezó a contemplar a los viandantes que por sus narices desfilaban. Al principio con curiosidad, pero, al detectar que andaban con sus incurables temores, no dudó en lanzarles esa mirada arrogante de quien se cree superior a los demás. Sí, la soberbia le pudo. Y no tardó en escupirles a la cara improperios para demostrar que no existía nada ni nadie que le pudiera atemorizar.

Tuvo varias peleas con diferentes personas, pero mantener ese muro a su espalda le dio el arrojo suficiente para encarar los encontronazos con más determinación que cualquiera de sus adversarios. Y todos sabemos lo que puede llegar a intimidar una persona sin miedo a nada. Así que allí estaba, día y noche, con sol o con lluvia, bajo cualquier circunstancia, haciéndonos saber desde su púlpito que jamás volvería a pasar miedo. Que jamás volvería a sentirse débil ni desdichado.

Hasta que llegó un día en que el amanecer trajo consigo vientos huracanados; esa clase de bufidos capaces de arrancar un árbol de cuajo. O sea, unos remolinos de la hostia que espantarían a cualquier persona que anduviera por la calle. A cualquier persona menos al hombre del muro, que permanecía en su enclave favorito con la serenidad del que se mantiene apoltronado en el sillón de su casa. Y así ocurrió lo que ocurrió. Que una ráfaga de viento echó el muro a bajo y lo mató.

Es muy triste saber que en el mundo existen esta clase de tragedias, pero si por algo se me conoce es por intentar sacar siempre algo positivo de todo tipo de sucesos. Precisamente por eso le estuve dando vueltas al incidente del hombre del muro. Y a fuerza de proponérmelo llegué a unas cuantas conclusiones o, como diría mi abuelo, moralejas:

- La primera es que no hay que perder nunca el miedo, pues haría que nos confiáramos en exceso y olvidáramos los posibles peligros que campan a sus anchas por este mundo. 
- La segunda es que, de nuevo, no hay que perder nunca el miedo. Esta vez porque es una característica innata de nuestra especie y hacemos insoportable nuestro trato si nos deshumanizamos y faltamos al respeto.
- Con la tercera me he acercado a la metáfora. He imaginado que el muro era una especie de adoctrinamiento sectario que captó a ese hombre con la promesa de extirparle sus temores. Y, como siempre ocurre en estos casos, la persona acabó engullida por su dogma.
- Aunque, personalmente, me quedo con la cuarta y más visceral, pues he deducido que no existen suficientes muros inestables, en la faz de La Tierra, para tanto gilipollas.

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