En estos días tan navideños he empezado a pensar en las eternas tradiciones que, de forma tan natural, repetimos año tras año. Y me ha dado, sin saber muy bien cómo, por poner bajo sospecha a una de ellas en concreto. Seguramente pensaréis que, dada la cantidad de desordenes que se producen en estas fiestas (comidas copiosas, abuso del alcohol, consumismo desenfrenado, y un largo etcétera), una sola inquietud puede resultar incluso escasa, pero es que atesoro en mi interior una enorme fuerza inconsciente que arrastra mi mente a un estado de ánimo de la más ingenua despreocupación, y no deja que mi cerebro se altere por casi nada. Por más desasosiegos que encuentre, uno es lo máximo que puede llegar a perturbarme.
Los más optimistas opinarán que, puestos a analizar tradiciones, mejor dedicarse a ver los lados positivos de esas entrañables costumbres y dejar arrinconadas las prácticas que no me convencen; que por algo son festivos estos días, para intentar disfrutarlos. Pues no. Y mucha culpa de mi negatividad seguramente la tenga el inmenso trancazo que arrastro desde hace una semana. Ahora que lo pienso, es posible que la inevitable visita de los microbios también la podamos colocar en la lista de acontecimientos navideños habituales. Aunque lo de este año no es normal. El otro día, sin ir más lejos, mantuve una batalla feroz por el dominio de mi cuerpo que un poco más y doy por perdida ante el envite de los gérmenes. A esos cabroncetes, no contentos con hacerme moquear, estornudar y toser, se les ocurrió activar en mi organismo todos esos síntomas a la vez y sumarle, además, un ataque de hipo. Hasta un compañero de trabajo me preguntó si me encontraba bien al ver la cantidad de movimientos espasmódicos y sonidos extraños que proyectaba en todas direcciones. Pero tranquilos, porque le contesté, así como quien no sufre por nada, que seguramente andaba un poco resfriado, pues no sólo soy una persona despreocupada, sino que también me gusta compartir con el resto de la humanidad mi facilidad de quitar importancia a los problemas y procuro no traspasar mi desazón a nadie. Aunque, ahora que estamos en confianza, he de confesar que casi me rindo ante la invasión del virus y que a punto estuve de abandonar mi cuerpo a su suerte. El problema hubiese venido después, cuando, desvalido, tuviera serias dificultades en encontrar otra fachada donde refugiarme. Seguramente por eso resistí, claro.
Pero bueno, no os voy a aburrir más con mis luchas interiores y vamos al tema en cuestión.
Hay una tradición muy catalana llamada fer cagar el Tió. ¿Que no sabéis en qué consiste? Pues yo os lo explico, que casualmente me habéis pillado con ganas de escribir sobre este asunto y no me cuesta nada.
El rito es muy sencillo. Nada más tenéis que haceos con un tronco de madera (el tamaño va a gustos), acondicionarlo más o menos como la muestra que he puesto en la imagen de cabecera y hacer la pantomima de darle de comer para, más tarde, golpearlo con un palo hasta lograr, al menos en apariencia, que el leño defeque chucherías y regalos. No tiene más secretos. Se podría decir, si nos asomáramos al chiste fácil y estereotipado, que es como una piñata pero a la catalana: dado que el tronco no se rompe (a no ser que en lugar de niños criéis orangutanes), puede ser reutilizado cada navidad, con el consecuente ahorro que eso conlleva.
Aquí una banda de niños moliendo a palos un indefenso Tió |
Pues, aún así, lo encuentro bárbaro.
Supongo que los conocedores de mi extremo carácter pacifista ya se habrán dado cuenta de qué es lo que no me gusta de esta práctica. Exacto, el apaleamiento indiscriminado que sufre el indefenso madero; del que no podemos olvidar que ha sido caracterizado con un nombre, nariz, boca, ojos y gorro para dotarlo de cierta personalidad. ¿Es así como queremos educar a nuestros hijos? ¿En el convencimiento de ser premiados con comida y regalos si apaleamos a otro ser vivo? O, dicho de otra manera, aleccionándoles en el arte de zurrar a otro animal hasta que, literalmente, se cague de miedo y nos reporte unos buenos beneficios en forma de golosinas y juguetes.
Mira que yo soy de los que aplaudí cuando eliminaron las sangrientas corridas de toros en el ámbito catalán, pero también pienso que deberíamos mirar hacia liturgias donde la violencia injustificada no es tan explícita pero continúa en esencia. Y no hay mejor modo que empezar por la educación, porque no creo que aporrear con un palo sea la forma más civilizada de enseñar a nuestros niños a demandar sus anhelos.
También es posible que toda esta reflexión venga propiciada por lo sensibilizado que se encuentra uno cuando anda un poco enfermo (véase cómo, aún al borde de la muerte, continúo con mis inexplicables ansias de quitar hierro al padecimiento). Porque mis convicciones son tan volubles que no me extrañaría nada cambiar de opinión en unos días y empezar a asegurar que la práctica del caga Tió está enfocada como metáfora del esfuerzo y la lucha diaria que hay que mantener para sacar adelante nuestras aspiraciones en el día a día.
Y, si me lo propongo, soy capaz de sacarle una tercera o cuarta lectura al tema, como que es un desestresante para niños hiperactivos o que se trata de una vieja ceremonia que nuestros ancestros utilizaban para espantar malos espíritus del bosque a base de su tam-tam. Es lo que tiene poseer unas ideologías tan endebles. Pero será otro día, porque ahora voy a sonarme los mocos.
Chapeau! (y no cambies de opinión)
ResponderEliminarParafraseando un famoso dicho que, no hace mucho, se puso de moda por aquí, "perdoneu, però algú ho havia de dir" (perdonad, pero alguien lo tenía que decir)
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