Clavada en el corazón
Adrián miró al besugo postrado en el plato sin saber qué decir, como quien se topa con un amigo de la infancia, veinte años después, y no sabe muy bien cómo saludar.
Observó su piel, torrada por la fritura infligida, y se relamió. Si el sabor era tal y como lo recordaba se daría un buen festín, ansiado durante mucho, mucho tiempo. De hecho, ese tiempo era exactamente el que llevaba casado con María y sin probar un pez: veinte años. Cuando al cura se le escuchó recitar la liturgia del matrimonio, no tuvo reparos al enfatizar: "en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad", olvidándose de incluir "para la carne y no para el pescado", siendo además esta frase la única veraz. También recordó cómo Joaquín, su amigo del alma, en un arrebato de sinceridad ocurrido el día anterior a su boda, le había advertido de los sinsabores aparecidos en la convivencia de su, por aquel entonces, corto matrimonio. Lo que Adrián jamás pensó es que ese vaticinio lo acabase sufriendo de forma tan literal. Aunque no se podía quejar. Eliminar de su dieta el pescado jamás había sido una imposición, sino una sensatez adoptada voluntariamente tras conocer la profunda animadversión que su amada profesaba a ese viscoso animal. Y lo asumió con gusto y disciplina, sabedor de que esa ínfima renuncia le acercaría más al cariño de María.
Se distrajo con el brillo de la lampara del comedor reflejado en el cuchillo de pescado. Después de tanto tiempo, ¿aún sabría manejar ese cubierto? Lo agarró con su mano derecha y lo alzó a la altura de los ojos. El metal de la paleta le devolvió la imagen de un grueso rostro perfilado sobre una prominente papada, cuarteado por el sol tras innumerables horas de trabajo en la obra y avejentado por el paso de los años. Si hubiera utilizado más a menudo ese instrumento que sostenía entre los dedos, seguramente se encontraría mucho más estilizado, como en su época de soltero. Pero el amor es ciego, y esa falta de visión le indujo a pasar por alto todas aquellas suculentas recetas que se anunciaban en el menú de cualquier restaurante que visitara. Dorada al horno, bacalao al pil pil, sardinas en escabeche, exquisitos platos que ni se paraba a leer; y mucho menos a probar. Jamás se hubiera perdonado que, al regresar a casa, su mujer le robara un furtivo beso en los labios con sabor a lenguado.
Pero María ya no estaba allí, se había marchado. En el piso quedaba solo Adrián, con el besugo a la plancha y un susurrante murmullo de fondo proveniente del televisor. Ella le había abandonado, por otro hombre más joven. Un surfista australiano llamado Lou Beehna, diez años menor que ella, que dedicaba su tiempo a recorrer el mundo en busca de olas perfectas.
Adrián, al principio, no se lo podía creer. ¿María acampando día y noche a la vera del mar, justo en el lugar de donde procedían todas sus pesadillas?, ¿compartiendo cama con un hombre que desprendía olor a salitre y sudor? ¡Si hasta su nombre sonaba como el de un pez! No, no podía ser cierto. Lo dejaría en cuanto se diera cuenta de su inmenso error. <<Siempre ha sido muy impulsiva>>, se intentó convencer. <<Volverá a casa, a su verdadero hogar>>.
Pero ya había pasado casi un año y no daba muestra alguna de recapacitar. Ni tan siquiera señales de vida.
Dos días antes, apenas despertarse, miró a su alrededor y se sintió como un extraño viviendo en casa ajena. Una colcha rosa, con multitud de flecos espigados, abrigaba la cama donde dormía. Contempló, absorto, un póster enmarcado que decoraba la estancia. Allí se encontraban dos osos amorosos con la clara intención de besarse bajo la sombra de un inmenso corazón. Giró la vista hacia la cómoda y se sorprendió al verla invadida por cremas revitalizadoras. De golpe, le sobrevino la incómoda sensación de no entender qué pintaban allí; ni aquellos potingues ni él. Unos segundos más tarde abrió el armario vestidor y comprobó que su ropa a penas ocupaba una sexta parte del mismo. Se dio cuenta que los estantes estaban repletos de bolsos, zapatos, blusas y faldas, aguardando prestos de ser utilizados por una dueña que jamás iba a regresar. Se dirigió al servicio y le abrumó la cantidad de champús, acondicionadores y productos de cosmética que allí acechaban. Costó dar con su patético gel del Carrefour entre tanto recipiente glamoroso. Tras terminar con una decepcionante ducha que en nada ayudó a tranquilizarle, se encaminó hacia el comedor, pasando por el pasillo que albergaba la enorme estantería sobre la que María había estado recopilando durante años frascos de perfumes conceptuales; todos ellos surgidos de la mente de sus modistas más admirados. Era como si atravesara un túnel del terror diseñado expresamente por ella para ser por siempre recordada. Y desembocar en el salón tampoco le ayudó a levantar el ánimo. Aquella lámpara exclusiva de formas imposibles, aquel mantel estampado con frutas de colores... Todo, absolutamente todo, había sido dispuesto al gusto de su mujer.
Desde aquel día no estaba muy seguro de si María le había abandonado a él o a todos sus enseres. Aunque no descartaba la posibilidad de que él mismo representara para su esposa una propiedad más. Un objeto, entre tantos, del que se había desprendido. Esa imagen de desamparo había dejado un enorme socavón en su autoestima. Pero el tiempo ayuda a ver las cosas con diferente perspectiva. Y al tocar fondo, en ese mismo agujero originado en su amor propio, fue a plantar la semilla de la que emergiera su dignidad. La indiscutible decisión que le llevaría a terminar, de una vez por todas, con los lazos que le unían a su mujer. Aunque no se iba a precipitar. Planeó para el fin de semana el momento idóneo donde descargar toda su frustración. Ahora lo veía claro: volvería a ser el que era. Y allí estaba, en ese sábado largamente planeado, con el alimento prohibido que ni en sueños se hubiera atrevido a degustar de continuar María a su lado.
Adrián se levantó de la mesa con el pescado aún intacto, se abalanzó sobre el mueble del comedor y, del primer cajón, extrajo los papeles del divorcio que le habían llegado seis meses atrás. Se había prometido no firmarlos nunca, pues ese gesto representaba perder toda esperanza de regreso a su antigua vida; pero nunca, es demasiado tiempo para cualquier persona. Y donde antes hubo promesa ahora sólo quedaba rencor. Rencor por haber sido traicionado, por no ser más que una marioneta en sus manos y, finalmente, por haber sido repudiado con calculada frialdad, desde más de siete mil kilómetros de distancia y por correo, a través del contrato de nulidad que mantenía en sus manos. Ahora notaba cómo todo ese resentimiento le ardía en el estómago. Y odiaba sentirse así.
De un tirón, arrancó la capucha de la pluma y estampó su firma en el papel que le desligaba de su mujer. Pero intuía, sabía, que eso no sería suficiente. En ese preciso instante le sobrevino el tremendo impulso de empezar a olvidarla. Y cuanto antes, mejor. Estaba listo.
Agarró con fuerza la estilográfica y la lanzó contra la absurda lámpara que decoraba el salón. La pluma impactó sobre su campana, originando un sonoro "gong" que fue la señal de salida para dar rienda suelta a su furia contenida. Arremetió contra el besugo clavando sus dedos en el jugoso lomo y propinándole dentelladas rabiosas, sin guardar el más mínimo decoro. Estaba fuera de sí, y la mayor parte de sus arrebatos los estaba sufriendo el indefenso besugo. Pretendía devorar el pasado con la misma celeridad que engullía el pescado, enterrando veinte años de recuerdos bajo su delicioso sabor.
De pronto, Adrián sintió una punzada en el tórax, como si una flecha le atravesara el pecho. Se convulsionó en un espasmo incontrolado y cayó a plomo sobre los restos del besugo. Mientras se le vidriaba la mirada aún tuvo tiempo para un último pensamiento. Una repentina certeza, oculta en amargo lamento, emergió de su mente. <<Esto jamás hubiera sucedido con María a mi lado>>. Y tras su última reflexión, expiró.
El lunes había amanecido envuelto en una borrasca, bajo una lluvia persistente que parecía llorar todas las lágrimas que Joaquín echaba en falta en el velatorio de Adrián. Aunque tampoco suponía una gran sorpresa, pues sabía muy bien que carecía de familiares cercanos a los que consolar. Por eso mismo era el propio Joaquín quien se encargaba de dar la bienvenida a las puertas de la funeraria. Ocuparse del entierro suponía el último favor hacia su querido amigo, prestándose con gusto a ello.
A media mañana encontró un corrillo donde descansar de tanto ajetreo. Un grupo formado por compañeros del trabajo de Adrián con los que ya había coincidido en alguna que otra ocasión.
- ¿Cómo andamos Joaquín? -saludó Carlos- Menudo marrón en el que te has metido ¿no?
- Desgraciadamente, es lo que toca -contestó resignado.
- ¿Pudiste dar con María? -preguntó mirando a su alrededor- No la he visto entre los presentes.
- ¿Su mujer? Sí, me devolvió las llamadas de madrugada. Al parecer se encontraba en Melbourne. No vendrá -añadió secamente- Al principio parecía afectada, pero en cuanto le comenté que Adrián había rubricado el divorcio justo antes de morir, cambió el tono de voz y me dijo que nada se le había perdido por aquí. Por lo que me dio a entender, su mayor pérdida será no recibir la pensión de viudez.
- Pobre Adrián -lamentó Carlos- Incluso muerto lo continúan exprimiendo.
Todo el grupo recibió la frase con un asentimiento de cabeza.
- Por cierto, ¿ya se sabe qué le pasó? -preguntó Javier, quizá el más aprensivo de todos ellos- Que yo sepa no estaba enfermo ni nada.
- Pues algo me ha comentado la policía. Se ve que le han encontrado un cuerpo extraño atravesando el ventrículo superior derecho. Algo parecido a una espina. Aunque me han asegurado que no pertenecía al pescado que cenaba ni saben muy bien cómo llegó allí. <<Misterios del corazón>> diagnosticó el forense.
Todos volvieron a asentir.
Una espina clavada en su corazón y que no era del pescado, es algo para escamarse. .- ))
ResponderEliminarDesde luego. Es el riesgo que corres en el amor. Que, de clavártela, nunca sabes por dónde será. Hablo de la espina, claro.
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