martes, 9 de septiembre de 2014
Hacerse mayor
Hace mucho, muchísimo tiempo, en una galaxia muy, muy lejana... Espera, voy a empezar de nuevo porque creo que me he confundido de historia, ya que esto ocurrió aquí al lado.
Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando yo a penas era un renacuajo, sufría de vez en cuando la recurrente pregunta que todo niño ha escuchado alguna vez: ¿qué quieres ser de mayor?
En esos momentos de aprieto, miraba a mi alrededor y observaba a los adultos, sin estar muy seguro de poder alcanzar tan longeva edad. Y sólo se me ocurrían dos respuestas posibles. Por un lado contestaba que quería ser rico; y por el otro, sin decirlo en voz alta, pensaba que no me gustaría para nada ser mayor. Y no es que sospechara que era un niño demasiado guapo (que lo era) para crecer y que unos genes descarriados moldearían mi cuerpo hasta dejarme en un adulto del montón (que lo soy). Lo que realmente buscaban mis ojos era la felicidad que les provocaba, a esas personas, el sentirse mayores; y la verdad, eran pocas las ocasiones en las que se les veía sonreír.
Pero si quería ser rico no era porque anhelara un yate, una mansión o un cohete para ir a la Luna. Mi única ambición consistía en tener el suficiente dinero para vivir aceptablemente y no tener que preocuparme de dónde conseguirlo. Porque en mi entorno percibía esa cuestión como si fuera el mayor quebradero de cabeza para los adultos. Y yo, lo que realmente quería, era vivir sin esa angustia, como había hecho hasta entonces.
Puede que, en cierto modo, esa sea gran parte de la verdadera esencia de un niño. La despreocupación en, prácticamente, todos los aspectos de la vida. O al menos del niño que mejor he conocido. O sea, yo.
Sin embargo, y para que mi plan de vida pudiera salir adelante, necesitaba encontrar a los compinches adecuados. No podía juntarme con niños transgresores ni rebeldes que pudieran llegar a meterme en un lío; pero tampoco con críos asustadizos que cualquier pequeño percance les provocara un ataque de ansiedad. Así que el grupo de amigos en el que siempre me encontraba más cómodo era en el de los pasotas. O así era, al menos, cómo nos llamaban los profesores.
Nunca he entendido por qué los adultos tienen tanta prisa en que los niños dejen de comportarse como tal. No les bastaba con que asistiéramos al colegio, aprobáramos las asignaturas y, más o menos, nos valiéramos por nosotros mismos. Además, debíamos preocuparnos de que así fuera. Y si te llamaban pasota con un tono peyorativo, era precisamente para alentarte a cambiar esa condición porque, según ellos, no te preocupabas lo suficiente. Pues, a juzgar por el agriado carácter que destilaba alguno, opino que no les hubiese ido nada mal si hubieran intentado ser un poco más pasota.
Que fuésemos despreocupados no nos convertía en unos pasotas, pues nunca dejábamos correr las horas sin jugar a algo o echar unas risas. Entendería como persona pasota a la que viera continuamente apática, apagada y sin ganas de hacer nada. Pero buscar siempre, bajo cualquier circunstancia, la mejor manera de divertirse, no creo que sea de persona pasiva.
Irremediablemente, los niños que fuimos, poco a poco nos hicimos mayores. Aunque siempre manteniendo intacta nuestra despreocupación, por más que nos independizáramos o asumiéramos responsabilidades. Porque sí, somos capaces de funcionar como personas; incluso damos el pego como adultos. Y si no que se lo digan a todos los chavales que se dirigen a mí con la palabra "señor" por delante.
Pero últimamente, dentro de mi habitual inconsciencia, ando un poco intranquilo. El caso es que tengo un amigo de la infancia, uno de estos que bien podríamos ubicar en el grupo de los pasotas, que desde hace más o menos cinco años no hace más que preocuparse por todo. Y cada vez va a peor. Ayer mismo le llamé por teléfono y me contó que se encontraba mal, que el estrés no le dejaba dormir y que la ansiedad se le había agravado con ardores de estómago y estreñimiento. Estaba angustiado por la política, la situación económica del país, los juicios y demandas que tiene pendientes contra su empresa, las obligaciones de ser enlace sindical y, por si todo esto fuera poco, con las atenciones que requiere un bebé que tuvo hace un año.
Yo le escuchaba e intentaba darle apoyo moral, y algún que otro consejo, para que se lo tomara con más calma, pero sospecho que no era precisamente lo que esperaba oír. Rápidamente, al darse cuenta de que mis réplicas eran de carácter sosegado e intranscendente, decidió que no valía la pena continuar con la conversación si yo no era capaz de ponerme a la altura de sus preocupaciones y no les daba toda envergadura que, según él, solicitaban. Antes de despedirnos intenté quedar con él para hacer alguna actividad divertida y así poder olvidar un rato todas sus preocupaciones, pero se me excusó/escabulló alegando que no tenía tiempo y que ya me llamaría cuando encontrase un hueco.
Cuando colgué, aún un poco aturdido por ver como mi amigo dejaba escapar una oportunidad de pasarlo bien, únicamente cruzó un pensamiento por mi cabeza: "madre mía, que mayor se ha hecho."
Pero lo que realmente me inquieta, a parte de la salud de mi amigo, es que, si de golpe, hará unos cinco años, pudo transformarse en adulto, también podría sucederme a mí. Y en cualquier momento.
Probablemente jamás logre detener la madurez física (ni lo busco), pero en estos momentos, a mis casi cuarenta años, sigo manteniendo intacta mi pueril despreocupación. Por suerte, aún soy una persona despreocupada a la que sólo le preocupa que llegue un día en que todo le preocupe.
A ver cuanto aguanto.
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Aguanta todo lo que puedas siendo un niño. Un niño en el sentido de mantener viva la capacidad de ilusionarte y de maravillarte. Alguien dijo que el mayor error que tenemos los seres humanos es que llegado un momento dejamos de ser niños. Mal asunto.
ResponderEliminarEn fin, sobre esto hay mucho que hablar, pues tampoco es deseable peterpanizarse, pues puede resultar patético.
Este es un viejo asunto sobre el que podríamos discutir (como niños) durante horas.
El secreto, yo creo, consiste en saber madurar manteniendo al niño que fuimos muy vivo hasta el final. Total nada.
No creo que me esté peterpanizado, aunque puede que no sea yo la persona más adecuada para afirmarlo. Ya no disfruto con las mismas cosas que lo hace un niño, pero sí que intento gozar de las distracciones para adultos con el mismo afán que hacía en mi niñez.
EliminarTambién hay otra característica de la que no he hablado y que, hasta la fecha, he mantenido intacta. Me encanta escuchar y procuro comprender todo lo que me llega. Puede parecer una tontería, pero somos muchos los adultos que creemos saberlo todo y poseer la verdad absoluta, como si la mente hubiera llegado al zenit de la sabiduría y no necesitáramos aprender nada más. Obcecarse en unas ideas me parece la manera más tonta de cerrar los ojos al mundo, porque siempre se puede aprender algo de cualquier conversación, escrito o debate. Si no son datos, sí al menos otros diferentes puntos de vista sobre cualquier cosa, igual de válidos que los tuyos. Poder cambiar, en un segundo, mi percepción sobre algo en concreto, es una sensación que me sigue fascinando.