Hace un par de semanas me levanté con una ocurrencia en la cabeza. Más bien se trataba de un recuerdo de mi infancia, cuando no paraba ni un momento de jugar a fútbol. Luego me fui a trabajar y le estuve dando vueltas a la idea durante todo el día. Hasta que volví a casa y me puse a escribir este cuento de una sentada. Ahora lo presento habiéndolo corregido un par de veces pero, aún así, no me acaba de convencer el título. Se aceptan sugerencias.
Tarde de fútbol
Este verano me ha tocado cuidar de mis nietos: Daniel, de diez años, y Javier, de doce. Tal y como están las cosas no me he podido negar. Sus padres trabajan todo el día en la tienda y este año no han facturado lo suficiente como para poder contratar a un par de empleados que los sustituyan. Así que aquí están, en mi casa, todo el día dale que te pego a las maquinitas. Yo no entiendo a los chiquillos de hoy en día, nunca salen a la calle. Cuando no están acariciando la tablet, andan toqueteando el ordenador; y si no aporrean los mandos de la consola, se quedan igualmente embobados en el televisor, mirando el canal Disney. ¿Cuando juegan? ¿En qué momento dejan de bombardear su mente con imágenes y sonido? Y, lo más importante, ¿alguna vez tratan de hacer cosquillas a la imaginación?
Por lo menos ayer por la tarde pude captar un rato su atención. Ocurrió justo en el momento en que Javier pausaba la consola para ir al lavabo y Daniel levantaba la vista de la tablet, imagino yo que para averiguar por qué ya no se escuchaban gritos y disparos en la tele. Aproveché ese pequeño intervalo de tiempo para dirigirme a ellos muy seriamente. En fin, lo más serio que puede ponerse un abuelo al que se le cae la baba cada vez que sus nietos le hacen un poco de caso. Pero les dije que, para variar, podrían salir un rato al parque que hay debajo de mi casa y jugar con otros niños a fútbol.
Parece ser que a Javier se le despertó la curiosidad, porque tal como volvía a sentarse en el sofá me preguntó si, de pequeño, yo había jugado alguna vez a fútbol. Así que no tuve más remedio que contarles la increíble historia de mi amigo Luisito.
Luisito y yo éramos inseparables. Lo hacíamos todo juntos. Por las mañanas yo iba a su casa, o él venía a la mía, y desayunábamos un vaso de leche que daba igual en qué lugar se calentara porque la fórmula era siempre la misma: dos cucharadas de azúcar y tres de Cola Cao. Luego partíamos juntos hacia el colegio y nos sentábamos en el mismo pupitre, donde tomábamos apuntes sin parar, cuando no era él, le relevaba yo, para que ninguna explicación se nos escapara. Más tarde salíamos al patio y almorzábamos la mitad de un mismo bocadillo que, el día que no lo hacía su madre, lo preparaba la mía. Y al finalizar las clases volvíamos a casa, si no a la mía, a la suya, y completábamos los deberes a la par. Todo juntos, siempre juntos. Todos los días juntos menos los Viernes.
Para ser más exactos, los Viernes por la tarde. Esa era la hora y el día señalados, en el calendario de clase, para la educación física.
Si nos llevábamos como uña y carne era por lo bien que nos complementábamos. Luisito siempre hacía lo que le decían los mayores. Sin excepciones. Si su madre le pedía que esperara, él esperaba. Y se tomaba tan en serio la orden que no movía un dedo hasta que no recibía otra. En cambio yo, era como un cervatillo desbocado. No es que no hiciera caso a mi madre, es que, sencillamente, ni escuchaba lo que me decía. Así que para él, suponía una constante aventura permanecer a mi lado; mientras que para mí, su sola presencia significaba una tabla de salvación a la que agarrarme para no estar eternamente castigado. Pero los Viernes por la tarde, muy a nuestro pesar, siempre acabábamos separados.
Toda la culpa la tenía Don Anselmo, el profesor de gimnasia. Don Anselmo era un gran aficionado al fútbol. Perdón, voy a repetirlo porque creo que me quedo corto y puede que no captéis bien a qué me refiero. Don Anselmo era un fanático, un enfermo, un hooligan. Uno de esos locos que sólo vive por y para el fútbol. De hecho, cada trimestre convocaba en una reunión a la directiva del colegio, con el único propósito de cambiarle el nombre a la clase de educación física por "clase de fútbol". Sí, creo que ahora ha quedado más claro.
Como iba diciendo, la culpa de nuestro distanciamiento la tenía Don Anselmo, pues siempre aprovechaba esa hora para concertar duelos futbolísticos contra otros colegios. Cada año, a principios de Septiembre, nuestro lunático profesor nos hacía pasar unas pruebas de preselección para escoger a los mejores futbolistas de la clase. Ni que decir tiene que yo las superaba sin problemas, pues, sin ser un virtuoso del balón, siempre lo dejaba maravillado con mi desenfrenado ritmo. Pero todo lo contrario ocurría con Luisito, al que no tardaba ni un minuto en descartar durante el calentamiento con tan sólo verlo trotar.
La verdad es que eran partidos desiguales. Mientras que los profesores de otros colegios rotaban en el campo a todos los alumnos de su clase, Don Anselmo sólo hacía jugar a los mejores y al resto ni los convocaba. De esta manera, tarde o temprano acabábamos enfrentándonos contra los alumnos más torpes y nos distanciábamos en el marcador. Era así de sencillo, sólo había que esperar. Y precisamente eso era lo que hacía Don Anselmo: sentarse en el banquillo cruzado de brazos y esperar con una leve sonrisa en sus labios. Jamás le escuché darnos ninguna indicación ni táctica a seguir. Jamás hasta ese Viernes de principios de Noviembre.
No querría dármelas de vidente, pero yo ya lo vi venir la víspera del Jueves. Aunque creo que realmente todo empezó el Martes. Antoñito, el chaval que siempre se sentaba en la última fila, llegó a clase con los ojos hinchados, como de no haber dormido. La catarata de mocos que bajaba por su nariz tampoco era un buen presagio, pero lo que me acabó de convencer fueron los insistentes estornudos que no pararon de sonar, allá a lo lejos, durante todo el día. El Miércoles, todos los niños de la fila trasera tenían el mismo aspecto, pero realmente fue el Jueves cuando más me alarmé. Aquellos estornudos que días atrás había escuchado en la lejanía, se acercaban de forma amenazante hacia la primera fila, que era donde nos encontrábamos. La oleada del virus era implacable. Y suerte tuvimos de que llegara el Viernes, porque, durante todo ese día, estuvimos escuchando detrás de la oreja el constante trompeteo de las narices al sonarse. Era como si los microbios se anunciaran con sus cornetas de guerra justo antes del inevitable asalto.
A todo esto, Don Anselmo no tenía ni idea de lo que pasaba puertas adentro del colegio y continuaba feliz, impartiendo clases en el gimnasio. Estoy seguro de que, en su retorcida mente, se deleitaba imaginando otra humillante derrota para sus adversarios. Hasta que nos vio llegar. Bueno, me vio a mí, porque el resto del equipo se había marchado a casa con permiso del Director, que curiosamente también atesoraba el título de enfermero.
Creo que en mi vida he vuelto a ver una cara de pánico como esa. Si a Don Anselmo le hubieran sacado una foto en ese preciso instante, y me la enseñaran días más tarde, jamás hubiese reconocido a nuestro profesor en ese rostro desfigurado. Parecía que se iba a desmontar. La careta desencajada que antes había sido Don Anselmo, corrió hacia el interior del colegio para tratar de evitar la catástrofe, pues en su férrea moral no existía mayor deshonra que la rendición. Al llegar al patio, que era el lugar donde iban a parar sus alumnos repudiados, buscó de forma desenfrenada a los que aún quedaban sanos para lograr configurar un equipo de fútbol con el que, al menos, poder comparecer. Y, entre ellos, estaba Luisito.
Así acabamos jugando juntos a fútbol, un Viernes por la tarde, en el colegio, por primera y última vez.
Sobre el resultado del partido no hay mucho que contar. La primera parte aguantamos de puro milagro el empate a cero, pero lo extraordinario de esta historia llegó en la segunda mitad.
A Don Anselmo se le veía respirar cada vez con más dificultad. A cada minuto que pasaba sus mofletes más se encendían, y su calva acumulaba un brillo inusual a causa del sudor frío que la empapaba, aunque no llegaba a abandonar su asiento en el banquillo ni su impertérrita postura de brazos cruzados. Pero en cuanto encajamos los tres primeros goles explotó. Se levantó como impulsado por un resorte y empezó a gritarnos instrucciones sin sentido.
- ¡Venga, venga! ¡Hay que echarle cojones...! -escuché al vuelo, en una ocasión que subía por la banda.
Para ser sinceros, nadie le hacía caso. Estábamos tan ocupados corriendo detrás del balón, que sus palabras quedaban difuminadas entre el griterío eufórico de los seguidores del equipo contrario. Nadie menos Luisito. Que al ver a una persona mayor y, encima, con la autoridad añadida que le proporcionaba ser su entrenador y profesor a la vez, corrió hacia la banda, aprovechando un corner, para pedirle que le repitiera las instrucciones.
Don Anselmo, histérico perdido como estaba, agarró por los hombros a Luisito y lo zarandeó, al tiempo que añadía:
- ¡Pon huevos, chaval! ¡¡Pon huevos!!
Pues el corner no se llegó a lanzar.
Luisito, así como era él, se bajó los pantalones en el punto de penalty, se encorvó hasta quedar en cuclillas y, seguidamente, comenzó a apretar y a empujar, ante la pasmada mirada de todos los presentes. Y volvió a apretar más. Y, cerrando los ojos y estrujando los dientes, empujó un poco más fuerte. Así hasta que puso el huevo más blanco y ahuevado jamás visto en un campo de fútbol.
Todos nos quedamos petrificados y, a día de hoy, aún nadie ha podido explicar cómo lo hizo.
Cinco segundos después de acabar la anécdota, Javier soltó un despectivo "¡Bah!", volvió a agarrar el mando de la consola y continuó matando zombies por donde lo había dejado. Yo por mi parte, poco acostumbrado a narrar historias que contaran con la atención de mis nietos, me dirigí a la cocina para servirme un vaso de agua que refrescara mi maltrecha garganta. Cuando volví al salón aún pude encontrar a Daniel, con la boca abierta, esperando mi presencia para lanzarme unas dudas que le rondaban por su cabecita.
Me preguntó si ese tal Luisito era el Señor Luís, el vecino de abajo que había fallecido este mismo Invierno y al que fuimos a llevarle unas flores al velatorio. Y le confirmé que sí, que él era el Luisito de la historia. También quiso saber con que edad contábamos cuando jugamos ese partido. A lo que respondí que, más o menos, la suya actual.
Daniel me miró con semblante retador, muy parecido al que sesenta años atrás pusiera Luisito al escuchar las directrices de Don Anselmo, y añadió muy serio:
- Abuelo, ¿sabes qué? Si ese vejestorio pudo poner un huevo, yo también puedo.
Y así estuvo toda la tarde. Apretando y empujando.
Y volviendo a apretar.
Y puede que no os lo creáis, pero ayer, gracias a Daniel, cenamos tortilla. Aún no me lo explico.
¡Qué bueno! "Manda huevos" podría ser un título alternativo. Me encanta esa mezcla de realismo terrenal y mágico.Tus nietos tienen que sentirse bien orgulloso de su abuelo, capaz de hacer cosas rarísimas como jugar a fútbol a la misma edad a la que ellos solo saben mirar a las pantallitas.¡Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegra que te haya gustado. Y sí, me encantaría sentir el orgullo de mis nietos algún día. Pero para eso tendré primero que criar niños, y ellos, a su vez, tener críos. De todas formas, me siento halagado por la confusión (si es que realmente ha sido así). Esta indica que he trazado al narrador con la personalidad suficiente para que parezca real.
EliminarEl título que propones también me parece interesante. Puede evocar tanto al cabreo que lleva el abuelo, mientras observa a sus nietos, como a la resolución de la anécdota. Sin embargo, precisamente esa frase, arrastra unas connotaciones, al menos para mí, demasiado cercanas a la política. Pero sí, puede que vayan por ahí los tiros. Gracias de nuevo.
Pues es tan convincente que me había creído que el protagonista era el autor, buen engaño!! ¡Saludos!
EliminarY tienes razón , el "manda huevos" tiene demasiadas connotaciones políticas.
EliminarNo puedo más que estar de acuerdo contigo. Y gracias, esta vez, por apuntarte como seguidora. Me ha hecho ilusión, así de golpe, doblar el número.
Eliminarcaramba, me has dejado de una pieza. Desde luego, luisito sabía obedecer a los mayores, qué duda cabe.
ResponderEliminarEn cuanto al título, estoy de acuerdo en que "tarde de fútbol", no es el más adecuado. Siento no tener una alternativa, pero si te aconsejaría que no incluyeras la palabra "huevos" en el título, porque darías pistas de lo que va a suceder en el climax del cuento; en cierto modo, desvelas el truco si hablas de huevos.
Me tranquiliza que continúes de una pieza. El día que leas algo por aquí que te deje despedazado, tú me avisas y lo borro ipso facto. Que no estamos aquí para hacernos daño.
EliminarSobre el título, creo que lo mejor va a ser dejarlo macerar. Seguro que un día de estos, como quien no quiere la cosa, me viene algo a la cabeza. O eso espero.
pues sí, porque por lo general, cuando alguien dice "me has dejado de una pieza", lo que quiere decir es que le han dejado hecho pedazos.
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