martes, 1 de abril de 2014

La insensatez de la cigüeña

       

          Pablo cenaba un cuarto de tortilla de patatas, porción más que suficiente para colmar el hambre a un niño de siete años. Jugueteaba con un mendrugo de pan mientras observaba, fascinado, como su padre seccionaba el bistec con la precisión de un cirujano. Pablo, ayudado por el candor de un alma ingenua, pensaba que él también sería capaz de manejar con destreza ese cuchillo de metal afilado. El suyo, de plástico duro, apenas servía para ensartar trozos de fruta madura; ejercicio que frustraba notablemente a Pablo, pues sostenía la esperanza de, algún día, dejar de ser un aprendiz para distinguirse entre uno de los más aclamados ninjas.

          Pablo soltó un suspiro y miró hacia el otro extremo de la mesa. Allí, apoltronada en su sillita, su hermana balbuceaba sonidos ininteligibles mientras su madre se esforzaba en introducirle una cuchara llena de papilla en la boca.

          - Mamá -dijo Pablo con tono suplicante- ¿puedo coger un cuchillo como el de Papá?
          - Ya sabes que no -contestó sin desviar la mirada de la rebelde boca de su hermana.
          - ¡Jo! ¿Por qué no?
          - Porque aún eres muy pequeño y te puedes cortar.

          Pablo se enfurruñó en su asiento y se cruzó de brazos para que sus padres fueran testigos de la enorme indignación que supuraba todo su ser.

          - Pues no seré tan pequeño cuando la Abuela ya me ha explicado de donde vienen los niños -dijo orgulloso.

          Poco a poco, los padres de Pablo fueron congelando sus movimientos como si se trataran de androides faltos de energía. Se miraron a los ojos intentando adivinar, cada uno en la mirada del otro, qué le habría contado la anciana mujer a su inocente niño. Pero encontrarse cada uno con la misma cara de pánico que el otro, lejos de apaciguar su inquietud, hizo que se animaran a preguntar al crío por las enseñanzas de la Abuela.

          - La Abuela... -dijo el padre de Pablo volviendo a la vida- ¿Qué te ha contado la Abuela? Si se puede saber, claro...
          - Bueno, supongo que vosotros ya lo sabéis -comentó Pablo sin demasiado interés- Lo de la cigüeña... y eso que vienen de París...
          - Claro, claro -interrumpió su madre soltando un suspiro de alivio- Lo de la cigüeña.

          Y volvió a la dificultosa tarea de acertar con una cuchara en el interior de la boca del bebé.

          - Pero aún hay algo que no... no entiendo... -volvió a insistir Pablo- ¿Cómo puede ser que no os importara, cuando era un bebe, que me trajeran a un montón de altura, envuelto en un simple pañuelo y sujeto en el pico de un pájaro flacucho, y ahora os preocupe mi seguridad por un cuchillo?, a no ser que eso de la cigüeña sea una trola y viniera por otro sitio...

          Esta vez la congelación fue instantánea.

          Sin más dilación, su padre se levantó  del asiento, se dirigió a la cocina y comenzó a manosear cubiertos en un cajón. Pasados unos segundos reapareció por el salón con el cuchillo de punta redonda, agarrado en la mano, más mellado de la casa.

          Retiró el cuchillo de plástico, dejó al alcance de su hijo el metálico cubierto y se sentó, dispuesto a dar buena cuenta del yogur para finalizar la sobremesa con el nutritivo postre.

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