Margarita abrió la pesada puerta del despacho, entregó unos papeles a su jefe y, tras volver por donde había venido, llamó al siguiente paciente.
- Buenas tardes, Doctor.
- Pase, pase, acomódese en el diván -dijo el Doctor mientras archivaba el caso del paciente anterior.
El hombre colgó la chaqueta en el perchero, se descalzó y se tumbó de costado, igual que lo haría un noble endiosado de la antigua Roma.
- Bien, pues usted dirá señor... ¿Vilches? -dijo el psiquiatra ojeando el informe.
- Vilchez, con zeta -apuntó el paciente.
- Muy bien, señor Vilchez -corrigió en la cabecera de la hoja- Dígame, ¿qué le ha traído por aquí?
- Verá Doctor, ¿puedo hablarle en confianza?
- Sí, claro. Para eso me paga.
Tras unos segundos de indecisión inspiró hondo y, fijando la mirada en el psiquiatra, continuó la charla.
- Se lo diré sin rodeos. Veo musas. Y una me ha conducido hasta su consulta para luego desaparecer. Así, que es usted quien me lo tiene que explicar.
El Doctor se estremeció en su butaca, aunque no iba a dejarse intimidar. Veinte años tratando con desequilibrados le daban el suficiente bagaje como para controlar la situación. O, al menos, dar esa impresión.
- Tranquilícese, haremos lo que podamos -contestó, esquivando el empuje con una frase de manual- ¿Hace mucho que ve a esa clase de seres? Musas, ¿verdad?
- Sí, sí, musas. Lo cierto es que siempre he notado su presencia, desde bien niño. Pero lo que se dice verlas, así con los ojos, sólo desde que abandoné el gremio de la hostelería para dedicarme a ejercer de artista. Centrar mi trabajo en restauración limitaba mi talento.
- ¡Ah! ¿Y en qué trabaja? ¿Pinta? ¿Actúa?
El hombre se incorporó hasta sentarse, frunció el ceño, abrió con fuerza los ojos y, alzando la voz, contestó.
- ¡No me escucha Doctor, se lo acabo de explicar! ¿Acaso he insinuado que se dedique únicamente a tratar depresiones? Seguro que hay diferentes dolencias con las que usted pueda lidiar. ¿No es así?
- Así es -contestó el desconcertado psiquiatra.
- Pues no me subestime. Un artista crea arte. Belleza, miedo, humor, y en el campo que haga falta. Es, en definitiva, un hacedor de sentimientos. Etiquetarme de pintor es como poner diques en alta mar. Mis poros supuran tantas gotas de creatividad que su oleaje desbordaría cualquier barrera que los intentara frenar.
Por un momento se vio tentado a aplaudir. Pero no quería crear un malentendido que pudiese alterar más al paciente. Así que intentó retomar la conversación con algo de condescendencia.
- Perdone si le he ofendido, pero piense que no suelo tratar con artistas. Estábamos con las musas. ¿Dónde las suele ver?
- Por todas partes. Se posan en un objeto, subrayan unos libros o revistas, amplifican el sonido de algún debate. Son capaces de cualquier cosa para llamar mi atención. Y siempre revolotean por ahí, nerviosas, como si lo que señalasen fuese lo más interesante del mundo.
- ¿Y dice que revolotean? ¿Qué aspecto tienen?
El hombre se paró cinco segundos a pensar.
- ¿Ha visto Hook? La película que rodó Spielberg sobre el cuento de Peter Pan.
- Sí, sí. La recuerdo -dijo el Doctor, siguiéndole la corriente.
- ¿Recuerda el papel de Julia Roberts?
- Vaya, pues ahora no caigo. ¿Está seguro que Julia Roberts participó en ese film?
Vilchez se levantó alterado.
- Perdóneme Doctor, pero una cosa es que no sepa distinguir a un artista delante de sus narices, y otra muy distinta es que no aprecie su trabajo. ¡Campanilla!
- ¡Ah! Sí, sí, ahora recuerdo. Pero siéntese, por favor.
El paciente tomó asiento de forma sumisa. Aunque no dejó de preocuparle, al Doctor, que esos arrebatos fueran más frecuentes de lo esperado.
- Entonces, ¿vuelan como avispas?
- Sí, algo así -contestó el paciente, ya más calmado- zumban como ellas para llamar la atención, pero no son todas iguales.
- ¿No? ¿Y en qué se diferencian?
- Escuche -dijo, desplazando el trasero hasta el borde del diván- No son todas buenas ni actúan igual. Unas las verá posadas sobre un objeto con una clara intención para usted, aunque, a cualquier otra persona que sienta su presencia, puede inspirar de forma totalmente diferente. Otras sólo están ahí, como maniquíes, y cuando te acercas te das cuenta de que no tienen vida, porque no todo vale y te pueden engañar. La que he seguido esta tarde, por ejemplo. Me ha llevado hasta su consulta y ha desaparecido cuando me encontraba en la sala de espera.
- ¿Desaparecido? ¿Cómo? - dijo con curiosidad el psiquiatra.
- Revoloteaba frente al escritorio de su secretaria, pero, como atraída por un encantamiento, se ha dirigido hacia aquí y ha atravesado su puerta.
- Entonces... ¿Anda por...?, digo... ¿Vuela por aquí? - preguntó, incrédulo, el Doctor.
- No, ya no la veo -dijo un Vilchez abatido- Pero ha de haber una buena razón para que yo acabara aquí. Era una buena musa; créame, las reconozco al instante.
Vilchez se levantó, esta vez lentamente, y se acercó a la ventana para posar una melancólica mirada sobre los viandantes de la abarrotada calle peatonal.
- Entre nosotros, los artistas, he sido distinguido con el premio al mejor cazador de musas del estado. Ninguno, en nuestra comunidad, distingue mejor que yo una buena musa.
- En su comunidad... - se dictó en voz baja el Doctor.
Mientras escribía esas palabras en el informe, no dejó de fantasear con la cantidad de pacientes que pasarían a engrosar su cartera si pudiese contactar con todos esos artistas. El cosquilleo fue tan intenso que no tuvo reparos en comunicárselo a Vilchez.
- Mire, creo detectar su problema. Pero se me ha ocurrido que quizá usted podría hablarles de mí a sus colegas.
El paciente se giró hacia el Doctor, llevó la mano al mentón y rascó su barba de seis días.
- ¿Se le ha ocurrido... -dijo un pensativo Vilchez- así, de sopetón?
- Bueno, sí. Me ha venido un pálpito y quizá podría ayudarles, tenga -dijo ofreciéndole un taco de tarjetas- Si le interesa a alguno de sus amigos sólo tienen que llamar y pedir hora.
- ¡Maldita hada manipuladora! -gritó Vilchez sin venir a cuento- ¡Me ha traído hasta aquí para que usted tuviera la idea! Tan sólo he sido un muñeco en sus diminutas manos.
Volvió la cabeza a la ventana y, sollozando, perdió la vista entre el gentío. El Doctor intentó ser amable con el paciente, ya habría tiempo de corregir su desequilibrio. Pero lo que ahora importaba era que se llevase con él todas esas tarjetas y, por supuesto, una buena impresión de su trabajo.
- No se preocupe -dijo apoyándole una mano en el hombro- Usted mismo lo ha dicho, las musas están por todas partes. Hombre, le confesaré que me preocupa un poco que sea capaz de verlas, pero eso se puede arreglar con una buena terapia y...
Vilchez ya no le escuchaba. Su compungida mueca cambió a fascinación en dos segundos al ver, sobre un paraguas rojo, una de sus musas.
- ¿La ve, Doctor? -dijo casi susurrando.
El psiquiatra alargó el cuello y no pudo distinguir más que peatones refugiándose de la lluvia en una tarde de Abril.
- ¿A qué se refiere? -preguntó.
Pero no pudo acabar la frase antes de que Vilchez saltara el diván, recogiera al vuelo su chaqueta, cayera sobre sus mocasines y cruzara, al trote, la sala de espera con una sonrisa en los labios. Margarita se asustó, pues jamás había visto salir con tanto ánimo a un paciente.
A esa musa que estaba en el paraguas rojo la conozco. tiene unas piernas espléndidas y un humor endiablado, pero es muy atractiva y su conversación resulta muy entretenida.
ResponderEliminarPor cierto, si te queda alguna tarjeta de ese psiquiatra, mándame una. No es por nada, que conste, simple curiosidad.
Creo que no le quedaban más, pero te puedo dar mi tarjeta porque yo nunca la utilizo. Pero porque somos muy amigos y lo conozco desde hace mucho tiempo. Bueno, y porque ya me lo sé de memoria. Ya se sabe que el roce lleva al cariño y tal.
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