martes, 14 de enero de 2014

La última mascota



Si hay una sociedad casi tan odiosa y excluyente en sus conversaciones como la de ser padres (esta resulta, sin duda alguna, insuperable), es la de poseer mascotas que necesitan ser paseadas. Y tengo la desgracia de estar involucrado en ella. Porque, debido a mi lacónico carácter, no me hace demasiada gracia mantener relaciones públicas con sus integrantes. No llegáis a ser conscientes de la envidia que me despertáis los propietarios de esos animales que no precisan salir a la calle.

Y todos sabemos a lo que me refiero. No hay que ser muy observador para darse cuenta de que todos los amos/as que pasean por el barrio con su perro, son arrastrados por una fuerza invisible a entablar, entre ellos, conversaciones sobre sus canes. Bueno, fuerza invisible o llamémosle perros que, al tirar de la correa para llegar a oler sus respectivos traseros, logran juntar a las personas más variopintas. Muchas veces tengo serios problemas, viendo las sacudidas a la que son sometidos los propietarios, para distinguir quién pasea a quién.

Si nunca habéis pertenecido a esta secta, podéis llegar a pensar que se cuchichean consignas secretas cada vez que comparten comentarios. Tranquilos, no es así. Tan sólo intercambian información sobre veterinarios, peluqueros caninos o carantoñas que sus perros son capaces de ejecutar por una galleta.

Una vez superadas estas nimiedades, hay un tema importante que suele tratarse cuando uno ya coge algo más de confianza con una de estas personas: la muerte de su mascota. Sí, sé lo que estáis pensando; que quién me mandaría a mí coger confianza con estos locos necrófilos. Pero, oye, que a mí me ha parecido muy interesante el debate (con lo que demuestro que yo tampoco ando demasiado cuerdo). Porque un animal de compañía, dejando de lado a loros y tortugas centenarias, no suele sobrevivir a su amo. Y aquí es donde, una vez más, despliego uno de mis trabajos insustanciales.

Tras un concienzudo estudio, que consta de cuatro entrevistas mal contadas a familiares y gente del vecindario, he llegado a la conclusión de que, tras unos necesarios días de duelo, hay dos formas de afrontar el siguiente paso a esa fatídica pérdida. Puede que haya muchas más, pero uno da para lo que da. Por un lado están los que no piensan en adoptar un nuevo compañero y, por contra, los que aseguran que convivirán con otro animal una vez fallezca el actual.

Los del segundo grupo tienen unas claras intenciones continuistas. Han disfrutado de su mascota durante los años que han podido y no dudan en repetir la experiencia. Pero a los del primer grupo he tenido que clasificarlos en dos apartados: Los que, hartos de las obligaciones y responsabilidades que demandan estos bichos, prefieren vivir sin su compañía para ganar en libertad. Y los que, por no pasar el mal trago de su marcha, rechazan los años de cariño, lealtad y compañerismo que su mascota les puede proporcionar.

Y, meditando los motivos de este último grupo, aquí es cuando yo me hago unas preguntas metafísicas sobre nuestra existencia. ¿A qué hemos venido a este mundo? ¿A procurar disfrutar cuanto se pueda, o a intentar evitarnos el mayor sufrimiento posible? Creo que ahí está la elección del pensamiento para llevar la vida hacia una corriente participativa (sumar vivencias) o hacia otra pusilánime (restar infortunios). Y, ojo, no digo que una alternativa sea mejor que la otra, todo dependerá del espíritu de cada uno.

Pero, para mi sorpresa, podemos encontrarnos diferentes visiones de una misma mascota en el seno de una familia. Como por ejemplo, el matrimonio con el que charlé el otro día. La mujer defendía la postura de que la perra había sufrido mucho durante su vida (enfermedades, accidentes, etc) y, por consecuencia, ella también. Y ya no quería ni imaginarse el dolor que le provocaría su muerte. Por otro lado, el marido, entendía que su mascota había gozado de una vida feliz y placentera, y que ese mismo sufrimiento, al que aducía su esposa, había sido el común en la vida de cualquier animal.

Mientras escuchaba sus distintas versiones me quedé mirando el citado animal para averiguar la vida que había llevado y, sinceramente, no detecté gemidos o movimientos renqueantes que dieran la razón a la mujer. Por otro lado, la perra estaba bastante fondona, con lo que deduje que tampoco la paseaban todo lo que hubiese deseado. Y el animal tampoco me hizo ningún gesto significativo para dar veracidad a las palabras del hombre. Así que concluí con que la mascota, seguramente, habría intentado vivir lo mejor posible y punto.

Entonces, fui invadido por uno de esos pensamientos fugaces, que uno no acierta a calificar de obtuso o lúcido, y me di cuenta de que daba igual la vida que realmente tuviera el bicho. Primero porque el animal, lógicamente, no podía hablar para expresar su parecer, pero esto también sucede si nosotros morimos (ouijas a parte, claro) y alguien describe nuestra vida. Y la pregunta que me hice fue: ¿somos como somos, o somos como nos ven?. Todos seremos juzgados y valorados por los ojos de quienes nos observen, transitando felices, desgraciados o apáticos por supuestas vidas, en función del espíritu de esos ojos.

4 comentarios:

  1. yo siempre he tenido animaluchos conmigo y se me han ido muriendo porque efectivamente somos más longevos que ellos (por cierto tuve un loro guineano y solo duran treinta o cuarenta años. Yo también pensaba que que podían durar más pero el veterinario me dijo que ninguno sobrepasaba los cuarenta). Pues bien, he de decir que cuando se me han muerto, he sufrido como una perra, pero me compensa ese momento de amargura por los momentos de alegría compartida anteriores. Ahora tengo dos gatos y estoy deseando que se mueran para tener otros dos (es broma, claro).

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  2. Creo que el haber convivido desde siempre con mascotas te da una visión más realista de lo que deben significar para una persona y aceptas con normalidad su inevitable pérdida. O puede que no. No sé qué decir, al fin y al cabo tan sólo soy una persona inquieta, que se sorprende continuamente de las inverosímiles reacciones humanas.

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  3. toda mi vida he tenido perro y seguire teniendo perro. Me consta que es feliz conmigo y me consta que yo le hago mas feliz a el que el a mi, pero aun asi me compensa. ¡Vivan las mascotas!

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    1. Pues tienes suerte por saber de la felicidad de tu perro. Yo, igual que tú, siempre lo he tratado muy bien pero, desde hace unos días, me mira raro y ya no mueve la cola al verme llegar. Yo, en cambio, cada día estoy más alegre y le hago más carantoñas. Salimos a pasear y, si no le pongo la correa, se pierde. ¿O soy yo el que se despista?, ahora no estoy seguro. El caso es que sospecho que ya no es feliz con su condición de mascota y quiere usurparme el puesto de amo. No sé, se lo veo en la cara. Bueno, te dejo, que ya escucho como menea la caja de cereales y parece que quiere darme la cena.

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