lunes, 20 de enero de 2014

Un año funesto



El 2013 ha supuesto, sin duda, el peor año de mi vida.

Intentaré enumerar mis desgracias por meses, aunque no sería de extrañar que, por abatimiento, no llegara a acabar la descripción.

En Febrero perdí el trabajo. Sí, tras un mes de Enero infernal donde no llegamos a cobrar el sueldo, la empresa hizo suspensión de pagos y los dueños desaparecieron sin molestarse a dar una explicación. Luchamos por mantener nuestro puesto laboral, pero fue una tarea inútil. Las deudas a la administración resultaron ser tan abultadas que fue el propio gobierno quien embargó y desalojó la fábrica, con la inestimable ayuda de los antidisturbios. Y pensar que un año antes yo mismo deposité, en forma de voto, mi confianza sobre el actual gobierno para que pudieran arreglar el país...

Llegó Marzo y con él las vacaciones de Semana Santa; para mi mujer, claro. Cogió al loro y a las niñas y se marcharon a la casa del pueblo, dejándome sólo en el piso con la abuela, pues la mujer estaba demasiado mayor para un viaje tan largo. Algo de razón tenía. Fue durante la mañana de Domingo de Resurrección cuando, irónicamente, la encontré fallecida en su mecedora. Al llegar mi mujer no tuvo reparos en echarme en cara que era incapaz de cuidar de una anciana y no me volvió a dirigir una palabra amable en dos meses. Suerte que era mi madre y no la suya, sino no quiero ni imaginar lo que el rencor le hubiera llevado a hacerme.

Abril y Mayo fueron una tortura. Las discusiones en casa y los insultos eran el pan de cada día. Hasta que, al finalizar Junio, mi mujer me confesó que tenía un amante. Me suplicó que la perdonara, que iba a dejar la relación con ese hombre y que yo era el amor de su vida (estas eran las palabras amables que mencioné anteriormente). Y así fue. Al menos durante dos meses más. Porque a principios de Septiembre desapareció una mañana con las niñas y se fueron a vivir con el mencionado galán. Sospecho que aprovecharon esas calurosas tardes veraniegas para tramar su futuro, porque a los dos días me llegó una citación del juzgado sobre una demanda por no pagar la pensión de mis hijas.

Octubre y Noviembre los recuerdo como unos meses en los que me sentí deprimido y envuelto en oscuridad. Posiblemente debido a que la compañía de la luz me había cortado el suministro por impago y que el maldito loro, al no tener más humanos a los que dirigirse, no hacía más que amedrentar mi moral cada dos minutos con insultos que las niñas le habían enseñado.

Pero, al menos durante Diciembre, pude dormir caliente. En el albergue de acogida me recibieron muy bien. Y, tras el desahucio, me pareció un buen sitio donde poder planificar mi vida. Mi mayor preocupación era encontrar un trabajo para pagar la pensión a mi mujer y, con lo que sobrara, vivir lo más dignamente posible.

Con esa esperanza me llegó el 2014.

Y, que queréis que os diga, parece que se presenta mucho mejor, porque me han quitado un peso enorme de encima. Atesoro la suficiente cantidad de dinero para no volver a preocuparme de mi situación económica en la vida; y mis hijas tendrán un buen pellizco en breve. ¿Que cómo lo hice? Pues muy fácil, visité al médico.

Allí me diagnosticaron una cáncer que acabará conmigo en menos de un mes y mi mujer podrá cobrar una buena cantidad del seguro de vida. Y lo cierto es que, para veinte días, aún me llega el sustento.

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