jueves, 19 de septiembre de 2013

Un palo




Creo que no soy muy exigente con mi ocio. Cualquier cosa que me haga jugar con la mente me vale. El problema viene cuando intento ver la televisión; los programas que proyectan en ella parecen estar pensados para que olvidemos que existe nuestra masa encefálica y, claro, no me sirven de mucho. Por suerte siempre me quedan esos ingeniosos chispazos creativos llamados anuncios.

Últimamente hay uno que me tiene enganchado por lo ingenioso que resulta. Me fascina porque nos enseña algo tan sencillo como el entusiasmo de un niño (por cierto, muy bien interpretado) al abrir su regalo de cumpleaños. Esto, por sí solo, ya es una reacción difícil de encontrar a día de hoy en cualquier crío harto de ver colmados sus deseos casi al instante, pero es más sorprendente cuando el obsequio se trata de un palo.

Estoy al tanto, y no creo ser el único, de que los anuncios pretenden, más que promocionar productos, transmitir sensaciones al espectador para que asociemos ese sentimiento a la marca en cuestión. Supongo que no todos consiguen su cometido; de hecho no puedo recordar, así a bote pronto, el objeto anunciado, pero sí el concepto. También he de suponer que no siempre se logra, a no ser que la idea sea muy explícita, transmitir el mismo mensaje a todo el mundo.

Mientras que unos pueden creer que el niño es muy tonto por alegrarse de poseer un palo, yo me inclino por todo lo contrario. Pienso en la suerte que tiene ese crío al saber apreciar un juguete tan sencillo y que tanto juego puede proporcionar, sobre todo si ejercita la imaginación (que es lo primero que hace, creo, al tenerlo entre sus dedos).

Esto hace que, gracias a lo que me contaron, mi mente inquieta haga una doble regresión generacional. No hablo de la mía, sino de la de mis padres y de su infancia. Mi madre nació en una chabola, y mi padre vino, con mi abuela, desde Murcia cuando apenas contaba con unos meses. Era, por supuesto, la época de la posguerra, y no existían parques ni columpios donde recrearse, al menos en sus humildes barrios. Si mi padre quería jugar a fútbol no utilizaba una pelota, creaba un aglomerado con bolsas y papeles para simular un balón de reglamento, y los postes de la portería bien podían ser dos palos. Los juguetes los veían en la televisión de la casa del vecino más adinerado, donde se reunía toda la niñería para observar ese sorprendente electrodoméstico que enseñaba otros mundos en blanco y negro.

Pero, curiosamente, los tiempos han cambiado. Lo que cincuenta años atrás era tan difícil de ver rodar por las calles, una pelota, hoy no paramos de esquivar. Y es que, con estos parques tan esterilizados que vemos en las ciudades, es muy complicado encontrar un palo. A ver si va a ser esa la razón de tanto entusiasmo...





2 comentarios:

  1. es verdad. Los niños cuando juegan han de poner la parte más importante, que es la imaginación. Así era antes (recuerdo hacer increíbles viajes espaciales en una caja de frutas) pero ahora casi todo lo pone el juguete con lo que al niño le queda muy poco espacio para rellenar con su ilusión.
    A mi también me ha gustado el anuncio del palo.

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  2. Así es, aunque tampoco quiero culpabilizar a los juguetes de la falta de imaginación. Pienso que el mayor problema es la saturación a la que están sometidos los niños con tanto trasto. Recuerdo que, si quería construir una casita en un imaginario bosque, agarrábamos los cojines del sofá y, con la ayuda de unas sábanas o mantas, la montábamos en el comedor. Hoy en día te compran la casita y listos. No creo necesario tanto juguete.
    No se, me parece que promovemos la vagancia mental entre los críos.

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