sábado, 17 de agosto de 2013

Ser hormiga (o los versos más infames jamás escritos)



Ando de vacaciones en la casa del pueblo
y quiero evadirme de preocupaciones, responsabilidades y ajetreos.
Y el mejor modo que encuentro es realizar los mismos actos que cuando era un niño,
ese niño inconsciente que no sabía nada sobre la existencia de esos martirios.
Y me he puesto a rememorar el día a día de ese dulce mocoso
que se quedaba embobado con cualquier nimiedad del grosor de un piojo.

Y no hay mejor forma que analizar el suelo del patio
para, ¡Oh, sorpresa!, encontrar una hilera de hormigas al raso.
Y acerco mi enorme cabeza para enfocar, con bizca mirada,
una pequeña porción de esa fila tan bien delineada.
Y me doy cuenta que posee dos sentidos, uno de ida y otro de vuelta,
perfectamente trazados para salvar el montículo que conduce a la vivienda.
Y veo como entrechocan antenas e intercambian información.
Y reciben y dan órdenes, y nadie se aventura fuera del pelotón.

Y me recuerda a los automatismos de una empresa, al vaivén de un cambio de turno,
 al cuchicheo entre trabajadores y a la monotonía del ir y volver diurno.
Y me pregunto si, dentro del hormiguero, habrán veraneantes descansando de esa incesante circulación,
 y si también les llegan los rumores que sus atareadas compañeras propagan con tanta decisión.

Y pienso en mí a la hora de la siesta tragándome el circo de los, mal llamados, rumores rosas.
Y es que rosa es sinónimo de buen olor, y para mí todo esto apesta de forma horrorosa.
Y me doy cuenta que el TDT nos contamina con esa desinformación
a la misma velocidad con la que son capaces las hormigas de comunicar su situación,
aunque estoy seguro que ellas utilizan ese medio de comunicación para ser más productivas.
Y se me ocurre que los gobiernos también, que nos atontan con su programación y nos timan.
Y nos anestesian la conciencia con programas estridentes,
 fútbol o alguna trama política mientras ensobran los billetes.

Y es deprimente.

Y, sin dejarme abandonar, vuelvo a fijar mi mente en el hormiguero.
Y vislumbro una mota de rebeldía, un cuerpecito de seis patas que rompe el sendero.
Y, como dijo el poeta, se hace camino al andar.
Y va, sin dudarlo, a un pedazo de pan.
Y puede que sea una visionaria en su comunidad o una rompedora de normas,
 pero no engaña y se mueve por los mismos anhelos que el resto, alimento en cualquier forma.

Y cuando detecta el manjar vuelve tras sus pasos para acabar acariciando las antenas de sus congéneres.
Y la tropa se detiene un segundo, lo suficiente para hacer llegar las noticias hasta el último de sus seres.
Y, con movimiento marcial, se encaminan hacia el objetivo fijado
para dar buena cuenta del panecillo hallado.
 Y es posible que premien a la astuta hormiga, con unas cortas vacaciones, por cuidar de la comunidad
y que, en próximas salidas, encabece la expedición para que sus dotes olfativas se puedan aprovechar.

Y procuro recordar gestos tan generosos que alguna persona haya protagonizado a lo largo de algún espacio temporal.
Y recuerdo muy pocos, mientras imagino que en esta comuna tienen, al menos, a una heroína diaria. Y eso para ellas es normal.
Y pienso que nunca seremos hormigas. Y dejo de mirar insectos al no ser capaz de fantasear
porque la madurez me acaba invadiendo y no me deja soñar.

 Y me deprimo aún más.

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