Admitámoslo, todos los seres humanos arrastramos nuestras obsesiones. Probablemente sea una de las derivaciones del pensamiento que más nos define como especie. Algunas de ellas nos vienen atormentando casi desde que nacemos. Yo mismo, de pequeño, estaba totalmente hechizado por el sonido. Si mi madre se asomara por aquí, podría dar Fe de cómo deambulaba por la casa profiriendo chillidos, con la única intención de encontrar las diferentes resonancias que albergaba cada estancia. El pasillo, la habitación de mis padres, el cuarto de baño, cada una me devolvía el sonido con un eco diferente. Acababa ensimismado, perdiendo la noción del tiempo, intentando discernir las variaciones que ofrecía cada uno de los tonos que por allí hacía rebotar. Hasta que mi madre, harta de escuchar alaridos, soltaba un intimidatorio <<¡¡Cállate ya!!>> con tanta intensidad que lograba solapar mis voces y, de paso, mis ganas de continuar berreando.
Pero si hay algo que las obsesiones requieren de nosotros es que les prestemos atención, que las mimemos, que les dediquemos más tiempo del aconsejable para una mente sana. Si no nos ofuscáramos en ellas hasta rozar lo enfermizo, dejarían de ser obsesiones.
Por suerte o por desgracia soy un gran cultivador de las mías, y la semana pasada ocupé parte de mi tiempo libre en atender a esa obsesión por el sonido tal y como se merece. Dado que aún soy relativamente joven y que todavía no padezco vestigio alguno de sordera, pensé que era un buen momento para hacerle un regalo a mis oídos. Y, ya puestos, me convencí de que no existe forma más bella de tratar al sonido que con música. Así fue cómo me decidí a comprar dos entradas que daban acceso a uno de los enclaves con mejor sonoridad de mi ciudad: el Auditori. Concretamente para la sala Pau Casals, donde la Banda Municipal de Barcelona interpretaba, dirigida por el maestro francés François Boulanger, seis de las piezas clásicas más famosas del país galo. Aunque todas, de alguna forma (o al menos eso indicaba el folleto del programa), inspiradas en España. Lo cierto es que, para saciar mis ansias obsesivas, no tenía demasiada importancia las melodías que fueran a sonar. Con disponer de unos músicos profesionales bajo un techo, eso sí, especialmente ideado para la ocasión, donde atrapar sus notas, me bastaba. Además, siempre he sentido una curiosa fascinación por los instrumentos que no precisan ser enchufados. Serán cosas mías, pero su sonido me resulta más genuino, más puro.
Como nunca había estado en un recinto de estas características, decidí escoger un palco. Vale que coincidía con ser la entrada más barata, pero también me proporcionaba un plano cenital del escenario, adecuado para poder observar en todo momento a cualquier músico. ¿Y cómo podía rechazar la ocasión de sentirme, por un momento, en la piel de un Marqués? Lástima que olvidara en casa la peluca y los binoculares. Bromas a parte, ahora, habiendo disfrutado del concierto, pienso que acerté con la elección.
Pero lo primero que debería mencionar es el curioso ritual que siguieron los intérpretes para comparecer en el escenario. Primero aparecieron los músicos y tomaron asiento. A los pocos segundos hizo acto de presencia el que creo que era el director nominal de la banda. Agarró su instrumento (juraría que era un fagot) y con él ejecutó una especie de llamamiento al orden para ir captando la atención de los músicos. Cuando parecían estar preparados, todos juntos efectuaron unas notas, sostenidas durante unos instantes, para convocar en la sala al director invitado. Entonces se abrieron de par en par las puertas de un lateral del escenario y apareció entre aplausos, y acompañado por un áurea de estrella, François Boulanger. La secuencia me hizo mucha gracia, pues me dio la impresión de que, sin esas notas inconexas de la banda, jamás hubiera podido manifestarse ante nuestros ojos. Como si se tratara de un ente divino y esas estridencias fueran las necesarias para invocarlo.
Tras dos o tres reverencias dirigidas al público, se hizo el silencio. Tomó la batuta, nos dio la espalda, se atenuaron las luces y, al mismo tiempo que alzaba los brazos, la música comenzó a sonar.
Para ser sinceros, no me enteré demasiado de la primera melodía. Yo estaba a lo mío, concentrado en apreciar las reverberaciones que por allí pululaban. Y lo primero que me llamó la atención fue la forma tan delicada en que nos acariciaban las notas. Imagino que, como casi todo hijo de vecino, estoy acostumbrado a percibir la música por medio de amplificadores. Pues bien, hasta este día no había sido consciente de lo molesto que resulta ser golpeado por el sonido. Me he dado cuenta de que es así como nos trata un altavoz, con desconsideración. Puede que en gran parte se pueda culpar a la electricidad estática que genera (o pude que no, vete tú a saber), porque la sensación de bombardeo es continua. Nos agrede de tal forma que muchas veces llega a invadir nuestra caja torácica, haciendo que sintamos los bajos retumbar en nuestro interior.
Sin embargo, en el Auditori, con una banda delante, esto no sucedía. Y me parecía raro, porque una veintena de instrumentos sonando a la vez han de hacerse notar. Pero el sonido era sorprendentemente limpio, suave, amable. Y daba igual el volumen o la percusión que emplearan. Otra cosa que me dejó asombrado fue que, por muy conjuntadas que sonaran las notas, se podían distinguir con claridad las diferentes fuentes de las que procedían. Aunque es posible que esta apreciación sólo se pueda lograr en una sala como aquella, donde cada instrumento parecía encontrar su espacio sin emborronar al otro. Para cuando acabó la primera canción ya colgaba de mi rostro una evidente cara de pasmado.
Que no lograra centrarme en la melodía que abrió el concierto (que por cierto fue "Alborada del gracioso" (1918), de Maurice Ravel), no quiere decir que me sucediera lo mismo con la siguiente ("L'aprenent de bruixot" (1897), de Paul Dukas). Es más, siento haber dejado escapar la oportunidad de emocionarme con la primera, pero uno da para lo que da, y el frescor de la atmósfera pudo con el detalle musical. Creo que tampoco ayudó el hecho de no ser capaz de reconocer la pieza, cosa que, por suerte, no ocurrió con la segunda. Fue dejar sonar cuatro compases y producirse una asociación inmediata hacia una famosa película: "Fantasía", de Walt Disney. A aquella escena en que Mickey hechiza una escoba para que le ayude a transportar agua y el encantamiento se le acaba yendo de las manos. Pero poder apreciar su estructura sin tener delante de los morros unos dibujos animados reclamando mi continua atención, consiguió que la valorara de forma diferente. Así que me gustó mucho más cuando pude escucharla sin interferencias visuales. Y eso que yo soy de los que disfruta como un enano mirando dibujitos, pero abstraerse de todo lo que no sea la armonía, junto con la perfección sonora del recinto, hace que no puedas dejar pasar la maravillosa composición. Fue uno de los momentos más juguetones de la función, donde descubrí el retozar de un arpa dinámico, vigoroso, impregnando de onirismo el ambiente. Vamos, con decir que se me erizó el bello de la nuca en varias ocasiones, ya está todo dicho.
Para acabar el primer acto, fuimos obsequiados con "Ikiru Yorokobi" (1987), de Roger Boutry. Una melodía bastante más contemporánea, muy cinematográfica, y con toques claramente orientales. Desde luego que resultó ser la más extraña de todas, pues poco tenía que ver con el repertorio; y más cuando el folleto hacía especial hincapié en que todas eran de inspiración española. En fin, que fue la que menos me gustó, aunque he de reconocer que sonó igual de bien que las otras.
Luego disfrutamos de una pausa de veinte minutos, durante la cual ni me levanté. Llamadme holgazán si queréis, pero yo me siento en una butaca y no hay quien me mueva. Pensad que estoy acostumbrado a las salas de cine; y a las de Barcelona, donde no existen intermedios. Yo fui capaz de entrar a ver El Señor de los Anillos, meándome, y no salir hasta que acabó la peli. Eso sí, ese día casi me explota la vejiga. Además, no hubiese podido espiar cómo afinaban el arpa durante el descanso; y sin aparato que marcara el tono ni nada, todo de oído.
La segunda parte del concierto empezó con "España" (1883), de Emmanuel Chabrier. Esta sí, de evidente carácter español. No tuve que devanarme mucho los sesos para recordar esta melodía, aunque no podría concretar imagen alguna que me evocara. No sé dónde la habré oído antes. ¿En una película?, ¿en un documental?, ¿en la cabecera de un programa televisivo? Estando como está el mundo, tan repleto de música a todas horas, vete tú a saber de dónde me suena. Pinchad sobre el título de la canción y escuchadla vosotros mismos, a ver si la reconocéis y tenéis más suerte que yo.
Por cierto, en el transcurso de pieza ocurrió una anécdota muy peculiar. Si le habéis echado un ojo al video, os habréis dado cuenta de que se trata de una melodía con mucho ritmo, acompañada de platos, panderetas y castañuelas. Pues en una tonada de estas, curiosamente cuando más brío alcanzaba la canción, se escuchó un <<¡Plafh!>> de más y descompasado. Muy similar al que hacían sonar los platos. Dado que estábamos ante unos músicos profesionales, a mí me extrañó mucho ese fallo, aunque mantuve una Fe inalterable en mis oídos y estaba completamente seguro de que no me habían engañado. Cuando ya empezaba a mirar con mala cara al percusionista de la banda, observé cómo un hombre, en primera fila, se agachaba para recoger algo del suelo. Sólo entonces pude entender lo que había sucedido: se le habían caído las llaves. Cuento este incidente para que os deis cuenta de la increíble reverberación del auditorio, capaz de trasladar cualquier sonido a todos los rincones de la sala.
Para el siguiente tema ("Pavane, op. 50" (1887), de Gabriel Fauré) ocurrió en el escenario algo inesperado. Se levantaron prácticamente la mitad de los músicos y lo abandonaron. Los que quedaron se reunieron en una especie de corro, buscando un ambiente algo más intimista, como si fueran a encender una fogata. Y, a la señal del director, sonó la música. ¡Y qué música! El arpa, cómo no, comenzó a arpegiar. Y la flauta travesera, el fagot , los clarinetes y las trompas nos embelesaron con una de las interpretaciones más bellas que he escuchado jamás. Hasta se me entumecieron los ojos. Y eso que creo no haber escuchado nunca antes este tema, pero me pareció de una hermosura embriagadora, por muy cursi que os suene. Para mí, sin duda, la mejor parte del concierto.
Pero, tras quedarme extasiado, aún faltaba el plato fuerte de la tarde; la pieza por la que la mayoría de los asistentes había pagado su asiento: "Bolero" (1928), de Maurice Ravel. Más comúnmente conocido como "El bolero de Ravel". ¿Qué más podría decir sobre la cadencia de esta melodía que vosotros no sepáis ya? Pues nada, que las obras maestras son maestras precisamente porque les gusta a todo el mundo. Y que resultó ser un colofón impecable para una víspera alucinante.
Pero que fuera alucinante no quiere decir que me pareciera perfecta. ¿Qué clase de obsesión sería la mía si no exigiera una perfección absoluta, si no quisiera sobrepasar los límites de la excelencia? Pues una con muy poca credibilidad, claro. Así que voy a enumerar los aspectos de la aventura que no me acabaron de convencer.
Primero empezaré por la sala Pau Casals. Un lugar precioso, toda de madera y, como ya he dicho, de una acústica increíble, pero con una capacidad para 2340 espectadores. Demasiados para mi gusto. Aunque realmente no me molestarían si todos adoptaran un riguroso silencio durante las actuaciones. No es que hablaran, no. No es eso. Es que no dejaban de toser. Señores y, sobre todo (porque eran mayoría), señoras, de casa se viene uno tosido. Y más cuando el espectáculo consiste, precisamente, en escuchar. Si todo el mundo se hubiera interesado en leer el folleto del programa, allí podrían haber encontrado una gran recomendación que decía lo siguiente: en caso de no poder evitar la tos, lo ideal es colocarse un pañuelo sobre la boca, ya que este gesto reduce notablemente el ruido (sin olvidar lo molesto que resulta que la persona de atrás te llene el cogote de babillas, añado yo). Aunque si por mí fuera, visto el caso que hacen a los avisos, sería más explícito en las sugerencias. Hubiese empezado por cortar la cabeza a la persona que lanzó el primer tosido. Sobre el escenario, delante de todos y, a ser posible, salpicando de sangre la primera fila. Ya veríais cómo, a partir de entonces, el resto se tragaba los pollos y no decía ni mu.
Lo siento, quizá me haya encendido un poco. No sé, igual con invitarla a salir de la sala se lograba, de un modo más cívico, el mismo resultado, aunque lo dudo.
Por otro lado, debo recordar que la formación musical que nos deleitó era la Banda Municipal de Barcelona. Tocaron de fábula y, a mi poco entender, de forma inmejorable. Además las piezas, al estar instrumentadas para la ocasión, en ningún momento se resintieron. Pero la diferencia entre una Banda y una Orquesta es una que, para mi obsesión, cobra mucha importancia: la primera no cuenta con instrumentos de cuerda. Es cierto que fueron acompañados magistralmente por un arpa, un piano (¿el piano es instrumento de cuerda o de percusión?) y dos contrabajos, pero al no tener la oportunidad de escuchar violas, violines o violonchelos, es un sonido que tendré que dejar pendiente para otra ocasión.
Y poco más. Quizá mencionar que mi acompañante fue mi mujer, y eso que el evento no le apetecía en absoluto. La entiendo perfectamente. Una cosa es que compartamos cama, comida y vida en general, y otra bien distinta es que tenga que prestarse a mis obsesiones, que para eso cada uno tiene las suyas, digo yo. De todas formas, ella sabe que fue mi primera opción para asistir al concierto, la cual declinó con su habitual cortesía. Después busqué apoyo en mi amigo Manel, del que sospecho que le reconcome una obsesión, si no idéntica, muy similar a la mía. Pero dos días antes de la actuación ingresaron a su madre de urgencias en el hospital. Ya, ya sé que esta frase parece una de esas patéticas invenciones mías que utilizo para dramatizar una historia. Y ojalá lo hubiera sido porque, desgraciadamente, su madre falleció al día siguiente. Así que, por respeto, no añadiré más sobre este tema.
Sólo que ya ando en busca de otra fecha para repetir la experiencia, esta vez con mi amigo Manel. Y que mi mujer quedó tan encantada que es muy probable que nos acompañe.
Me ha gustado mucho tu crónica. Un apunte, respondiendo a una de tus preguntas. El piano es un instrumento de cuerda percutida, sí, una "mezcla" de las dos opciones que preguntas :)
ResponderEliminarDisfrutar de una sesión musical así es una delicia, aunque yo quitaría de la lista el Bolero de Ravel. Me resulta un poco cansino.
Sí, de algo me sonaba la polémica que se crea cuando hay que situar el piano en un grupo de instrumentos, por eso no me atreví a colocarlo en ninguno de los dos. Y tienes razón, el Bolero de Ravel, con tanta repetición, puede resultar un poco obsesivo, pero escucharlo en esa sala, donde todos los matices se percibían a la perfección, le da una dimensión diferente. Es más, yo creo que allí, hasta "Pajaritos", de Mª Jesus y su acordeón, sonaría de lujo.
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