sábado, 18 de abril de 2015

Adiós a Dios


Estoy convencido de que, hasta hace más o menos dos semanas, Dios existía. Para que nadie se ofenda, que yo lo llame Dios no quiere decir que realmente lo sea. Bien podría tratarse de un ser divino totalmente ajeno a la creación y que yo estuviera confundido. Eso sí, sin duda alguna, por encima de nuestros dones y capacidades. ¿Que qué pruebas tengo de su existencia? Pues unas que son irrefutables: yo me comunicaba con él. 

No, no estoy loco ni he perdido el juicio. ¿O acaso pensáis que escuchaba voces grandilocuentes en mi interior, dictándome actos que debía llevar a cabo, con el fin de inaugurar una nueva era de esplendor celestial que daría paso a un renovado mesías? De eso nada. Esa clase de afirmaciones se las dejo a profetas de pacotilla. Mi relación era mucho más directa, más simple: yo deseaba la muerte de un ser vivo y él la llevaba a cabo. Así de sencillo.

La primera vez que me di cuenta de su presencia no tendría más de seis años. Lo recuerdo porque también supuso la primera ocasión en que vi morir a un animal en directo.

Mi abuela tenía dos periquitos, uno azul y otro amarillo. El amarillo era más dócil que un caracol anestesiado. Lo podías coger, acariciar o besar, que él se estaba tan quieto como si fuese de porcelana. En cambio el azul era un demonio emplumado. Sólo con mirarlo ya se ponía como loco y se lanzaba contra los barrotes de la jaula para tratar de intimidarnos. ¡Y vaya si lo conseguía! Pero aquel día me empeñé en ofrecerle una hoja de lechuga, con mis propias manos, para intentar domar a la bestia. En mi inocente pensamiento sostenía la teoría de que todo su mal humor, todo su rencor, estaba provocado por la poco apetecible dieta de alpiste a la que le sometía mi abuela. Y allí estaba yo, con una suculenta hoja verde entre los dedos para convencerlo de mi abnegada amistad. Al principio, por cómo picoteaba la hortaliza, pareció gustarle el trato, pero en cuanto se percató de la cercanía de mis deditos no tardó ni medio segundo en abalanzarse sobre ellos. Aguanté estoicamente unos segundos, tras la inamovible certeza de que, más temprano que tarde, caería en la cuenta de que los periquitos no son carnívoros. Pero viendo el baño de sangre que se estaba dando con mis falanges, no tuve más remedio que soltar la lechuga y sacar la mano a toda prisa de la jaula. En ese momento, todavía con los ojos llorosos, deseé con toda mi alma la muerte de ese maldito pajarraco. Y, de forma diligente, Dios cumplió mi deseo. El periquito cayó fulminado, como habitualmente pasa en estos casos, patas arriba.

La conexión había aparecido. Un soplido de una grandeza abrumadora se había paseado por la habitación para llevarse los latidos de un ser vivo. Ese al que yo había señalado. Noté en el aire el aplomo, el peso de algo inconcebible haciendo gala de un poder fuera de nuestro alcance, sin duda descomunal. Sí, había sentido la mano de Dios.

Podría parecer que todo fuera producto de mi imaginación. Que una sugestión creada por haber visto de cerca la muerte de ese pajarillo me hubiera hecho perder la cabeza. O que mi abuela se dejara una ventana abierta y que de allí surgiera la brisa que atravesó la estancia haciéndome estremecer. Qué sé yo, con tal de explicar lo inexplicable cualquier argumento esgrimido aparenta ser bueno. Pero lo dejará de aparentar en cuanto os cuente mi segundo encuentro con Dios.

Ocurrió un par de años después del mencionado incidente. Esta vez la víctima fue el perro de caza de mi amigo Juanan, aunque después de este episodio dejamos la amistad de lado para pasar a ser simples vecinos. Todas las tardes paseaba con su Beagle por el barrio, deleitándonos con demostraciones fugaces de su talentoso don para la persecución de presas, pero en aquella ocasión nadie le hacía caso. El centro de atención era una pelota de cuero que me habían regalado para mi cumpleaños y con la que manteníamos un disputado partido de fútbol. Como le repateaba el estómago pasar desapercibido, aprovechó un chute potente y desviado para mandar a su perro en busca del balón, sin tener en cuenta el instinto cazador que atesoraba. El Beagle no tardó en interceptar el cuero, pero tampoco dudó un segundo en clavarle los colmillos y zarandearlo hasta deshacerlo en jirones, igual que si deshojara una margarita. Mi amigo Juanan, viendo la salvajada que había cometido su perro, no tuvo reparos en pedirme disculpas delante de todos los presentes y me aseguró que aquella misma tarde se acercaría a la tienda de deportes para comprarme un balón idéntico. O al menos eso hubiera sido lo correcto, porque cuando apareció por mi casa, una hora más tarde y ya sin testigos, me intentó endosar una pelota de plástico que no valdría ni diez euros. Como era de esperar, pillé un rebote terrible. Otra vez volvieron los sentimientos de odio profundo. Aunque esta vez enfocados hacia el perro, ya que deseé su muerte para que Juanan supiera lo mal que se pasa al perder un ser querido. Por supuesto que no se puede comparar la vida de un animal con la de una pelota, pero ya he dicho que yo sólo era un crío y a esa edad no tenía aún los valores bien definidos, porque para mí era igual la estima que mantenía con su perro que la que poseía yo hacia mi balón. El caso es que de nuevo volví a ser testigo de la mano poderosa de Dios. Unos nubarrones negros crecieron por el firmamento y el día se oscureció. De repente, comenzaron a descender una serie de relámpagos aterradores, yendo a caer tan cerca que el estruendo que los siguió por poco nos deja sordos y con el corazón en un puño. Pero lo más sorprendente de la tormenta eléctrica fue que, con la misma celeridad con que se formó, desapareció sin dejar rastro.

Fue al día siguiente cuando me enteré que los cinco rayos caídos del cielo fueron a parar todos a un mismo punto: el patio de la casa de Juanan. ¿Y sabéis quién andaba por allí a esas horas? Pues el Beagle, del que se cuenta que no quedó más que un montón de pelo chamuscado.

Esa fue la fecha en que me convencí del estrecho vínculo que guardaba con Dios y de las terribles consecuencias que podía traer mi furia. Por eso mismo procuré no enfadarme jamás con ningún ser humano. Pero la adolescencia se me echó encima, y con ella su descontrolada lluvia de hormonas.

La tercera visita divina estuvo precedida por una discusión en el colegio. Sucedió a la hora del recreo. En esa fracción de tiempo dedicado a jugar y, sobre todo, a procurarnos el aprecio de nuestros compañeros con dosis de pericia. Recuerdo que por aquel entonces estaba muy valorado el hecho de acertar sobre cualquier cosa con un escupitajo. Había un grupo en mi clase con una habilidad innata para impregnar de babas el objetivo que se propusieran; siempre y cuando no estuviera a una distancia mayor de cinco metros. Por supuesto que yo carecía completamente de semejante tino, pero si hay algo que nos caracteriza a esa complicada edad, no es otra cosa que intentar emular las prácticas que, intuimos, aportan grandeza a los compañeros que gozan de mayor popularidad. Por muy idiotas que estas sean. Así que toda mi preocupación era expulsar saliva con la misma precisión que Raul, el líder de la pandilla más prestigiosa. Como muestra de su supremacía, se agenciaban una pertenencia de algún alumno despistado y se dedicaban a bombardearla con salivazos durante el recreo. Aquel día fui invitado a incurrir en el mencionado acto vandálico contra un libro de texto, algo a lo que no podía negarme con tal de conseguir el anhelado respeto de la banda. Pero la sorpresa vino después, cuando, tras haber ejecutado el asqueroso procedimiento, me acercaron el libro a los morros para comprobar que, efectivamente, era el mío. No sólo habían ninguneado mi deseo de pertenecer a un clan, sino que habían logrado que yo mismo escupiera sobre mi propio libro, con la humillación que aquello representaba.

Hasta ese día había hecho todo lo posible por mantener a raya mi cólera, pero la frustración me pudo. Y más cuando Raul no dejaba de burlarse. De nuevo volví a sentir una llama en mi interior que prendía con la rapidez de la pólvora. Nada pude hacer para que el ansia incontrolable de su defunción cayera sobre mí. Esta vez no hubo ni brisa viciada ni nubarrones amenazantes, tan sólo un espesor en la atmósfera. Pero de tal densidad, con tanto peso sobre mis hombros, que daba la impresión de haberse detenido el tiempo. Eso ocurrió durante lo que me parecieron ser unos diez segundos, porque al instante todo volvió a la normalidad, como si nada hubiera sucedido. Yo quedé petrificado, pues sin duda era la presencia de Dios lo que allí se había manifestado, aunque, sorprendentemente, sin ninguna consecuencia aparente hacia Raul. Por un momento respiré aliviado al observar cómo una persona podía salir ilesa de mi ira, aunque, con la vejación todavía fresca, no pude disimular un pequeño remanente de decepción. Al parecer, Dios no cumplía a rajatabla con todas mis condenas. 

Me equivocaba. Ni al día siguiente, ni ningún otro día, volvió a aparecer Raul por la escuela. Nunca pude averiguar exactamente qué es lo que le sucedió. Unos cuentan que enfermó hasta fallecer. Otros, que sus padres se mudaron de la ciudad y se lo llevaron con él. Si me hubieran preguntado a mí les habría dicho que, teniendo en cuenta los antecedentes, me inclinaba más por la primera opción.

Desde entonces, la concentración que he empleado para controlar mi vehemencia ha sido máxima. Nunca he vuelto a dejar que el odio se apodere de mí. Nunca hasta hace dos semanas.

En realidad todo empezó hará más o menos un mes, cuando acompañé a mi madre al médico porque sufría unos insistentes dolores de cabeza. El doctor no le encontró nada anormal, pero aún así la derivó al especialista con la intención de que fuese examinada mediante un TAC. Como en la seguridad social le daban cita para tres meses después, llamamos sin pensarlo a la clínica donde tiene la mutua privada mi madre. Nunca acude allí, pues sostiene que nadie la conoce tan bien como su médico de toda la vida. Pero ante la necesidad de ser visitada por un neurólogo, dio su brazo a torcer. Además, digo yo que para algo paga. Pues a los tres días ya fuimos a que le hicieran la prueba, y a los quince visitamos al especialista para conocer los resultados. Todo un récord. Aunque, visto el desenlace, daba igual lo que hubiésemos corrido. Que la enfermera quisiera hablar conmigo a solas debería haberme dado suficientes pistas sobre la gravedad del asunto, aunque jamás hubiese estado dispuesto a actuar a espaldas de mi madre. El diagnóstico fue un tumor cerebral inoperable, y en un estado tan avanzado que no dudaron en añadir que estaba en fase terminal.

La noticia fue un golpe tremendo, los dos nos vinimos abajo. Dicen que existen cinco etapas a la hora de afrontar un proceso de duelo. Estas son negación, ira, negociación, depresión y aceptación; y esas fueron, más o menos, las reacciones de mi madre. En mi caso, quizá por haber reprimido durante tanto tiempo ese sentimiento, pasé por alto la negación y me abracé en todo su esplendor a la ira, a la furia ciega, ardiente, que me había embargado desde el mismo instante en que nos anunciaran la tragedia. Y el objetivo de mi cólera no fue otro que el planeta entero; la injusticia reinante, la caprichosa inmoralidad que campa a sus anchas y que permite que mi madre muera sin remedio, sin la oportunidad de luchar por su vida. Deseaba que ardiera el mundo, incluido yo, por ser incapaz de ofrecerle un remedio. Ni más ni menos. Sin embargo, a un sólo paso de alcanzar la franja más elevada de mi furor, justo antes de llegar al cenit de mi rabia, tuve un repentino destello de lucidez. Fui consciente del Apocalipsis que podía desencadenar si deseaba la extinción de la humanidad. ¿ Y cómo iba yo a escribir estas líneas, y vosotros a leerlas, si hubiésemos dejado de existir? Así que desvié todo mi interés, todo mi rencor, hacia quien nos había creado tal y como somos. Según dicen, a su imagen y semejanza. Dios.

Por una vez, no pude precisar con qué fenómeno atmosférico nos obsequió Dios en el momento de consumar mi encargo, porque tras sentir todo su poder abalanzarse sobre mí, sencillamente, me desmayé. Por suerte me encontraba en un hospital, donde raro sería no encontrar alguna enfermera que se interesara por una persona a la que le había dado un soponcio. Por lo que, pasados unos minutos, desperté tumbado en una camilla, con un aparatoso vendaje envolviendo mi frente tras haberme golpeado con el pico de la mesa durante el vahído. Luego nos fuimos a casa, con la extraña sensación de que algo grande, algo que escapaba a mi entendimiento, había sucedido.

La enfermedad de mi madre avanzó sin descanso durante los días posteriores. Ver cómo se consumía, cómo se apagaba la energía que la mantenía con vida, me desesperó. Y no sólo fue que sus movimientos se aletargaran con el transcurso de las horas, sino que los dolores de cabeza iban aumentando, progresivamente, en número y en intensidad. Nada podía hacer por ella. Nada, excepto esperar su muerte.

Pero esta tarde, hablando de sus sensaciones, me confesó que, si pudiera, acabaría ahora mismo con su tortura. Me lo dijo con los párpados cansados, como quien mira a la muerte con ganas de dejarse llevar. Entendí que ya no podía más. Las últimas horas se le estaban haciendo eternas.

De repente, me asaltó una idea. Podría valerme de esa conexión divina, que tantos estropicios había causado en el pasado, para que abandonara con más celeridad este ingrato mundo al que ya no quería pertenecer. Encender con tanta intensidad mi odio que a Dios no le quedara más remedio que finiquitar su sufrimiento. Sí, sería lo último que haría por ella, aunque para lograrlo tuviese que empeñarme, por un momento, en odiarla. Así que, sin más, me puse manos a la obra.

Primero empecé recordando todos aquellos castigos injustos a los que mi madre me había sometido de pequeño. Luego todas las decepciones que me había llevado de ella siendo adolescente para, más tarde, ahondar en los prejuicios injustificados que tuvo contra mi forma de vivir la vida al alcanzar la mayoría de edad. No hizo falta haber padecido una relación desdichada para sacar del olvido nuestras desavenencias. De hecho, tuve una infancia muy feliz. Pero es que nadie es perfecto. Y cuando se trata de criar niños, menos aún. Así que no tuve más que rascar un poco en la convivencia para sacar a relucir molestas rencillas y numerosos desacuerdos. Con eso, y con un toque de dramatismo exacerbado, ya tenía el cóctel necesario para enfurecerme.

Un calor intenso volvía a gestarse en mi interior. De nuevo fluía la adrenalina y se desataba en mí una furia aletargada. El cabreo fue tan monumental que dudo mucho lograr desquiciarme otra vez de ese modo. Pero no es de extrañar, pues yo por mi madre hago todo lo que esté en mi mano. O en este caso en mis tripas, porque el sofoco que me sobrevino lo retuve durante tanto rato que casi me hace vomitar.

Mi insistencia no obtuvo premio. No volvió a visitarme divinidad alguna y tampoco percibí en el ambiente cambio significativo. Dios me había abandonado. Así que no podré ayudar a mi madre.

Seguramente pensaréis que el Todo Poderoso se ha hartado de acudir a mis llamadas asesinas. Que siendo quien es, es probable que tenga mejores cosas que hacer. O que, en un gesto inequívoco de su pregonada benevolencia, ha evitado que cometiera un parricidio. Puede ser, no me atrevo a descartar ninguna hipótesis. Pero si queréis saber mi opinión, y guiándome por el presentimiento que mantengo desde su última visita, juraría que Dios ha muerto. Estoy convencido de su inmolación el día en que nos comunicaron la nefasta noticia en el hospital y deseé su muerte. 

Sí, yo lo maté. 

Y es la única muerte de la que, tras desvanecerse el enfado, no me arrepiento en absoluto. 

Lo merecía.


4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias, me alegra que te guste. La idea es una ida de olla como tantas otras, con la misma penosa ejecución de siempre. Sin embargo, tras dejar olvidado el texto durante unas semanas y volver a leerlo ahora, con la perspectiva que proporciona el no acordarme de lo que había escrito, me ha parecido que la historia no está tan mal. Sí, con multitud de correcciones pendientes y con una alarmante falta de habilidad para desarrollarla, pero mucho mejor de lo que la recordaba. Gracias de nuevo por comentar, sin tu apreciación seguramente ni la hubiese vuelto a mirar. Me has subido el ánimo.

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    2. La corrección... claro. Por lo que yo sé, es inherente a la condición de escritor, estar siempre insatisfecho con el resultado. Siempre se puede encontrar algo y si relees lo escrito quince veces, quince veces lo vas a corregir. Siempre te fijas en algún párrafo que quedaría mejor dicho de otra forma. Conozco escritores profesionales que jamás leen sus obras una vez publicadas, porque se lamentan de no poder corregir ya, fallos que les parecen estrepitosos en ese momento.
      Es así la cosa, y gracias a que es así, a veces salen cosas buenas.

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    3. Pues nada, continuaremos corrigiendo, a ver si un día de estos sale alguna cosa buena. Además, con lo meticuloso que soy, es un ejercicio con el que, sorprendentemente, acabo disfrutando. Y seguro que soy de los pocos en lograrlo.

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