La memoria es muy traicionera. Y no hablo de cuando olvidas esa contraseña que marcas a diario para obtener acceso a tu teléfono. Eso a penas resulta una molestia insignificante, subsanable tras unos segundos de concentración. Me refiero, precisamente, a todo lo contrario. A cuando un recuerdo, que pululaba dubitativo por el subconsciente, te asalta en el momento más inoportuno para zarandearte, darte un revolcón y dejarte con el corazón en un puño.
Me pasó ayer por la tarde, mientras compraba unas peras en la frutería. De entrada, quedé pasmado ante el formidable aspecto que presentaban: piel tersa, brillante, de un verde intenso y unas curvas tan sonrosadas que parecían expresamente maquilladas para un anuncio televisivo. Encima, cada una de ellas añadía a su espléndido porte un rabito ideal, del que colgaba una hoja no menos perfecta. Tal fue mi asombro que quise acercar mis ojos a esos maravillosos frutos para dar crédito a lo que estaba contemplando.
Y entonces sucedió.
No sé si fue por el olor a fruta, por lo taciturno de un día lluvioso o porque, sencillamente, era inevitable. Pero un destello, en forma de recuerdo, atravesó mi mente para transportarme a mi niñez. A la torre de mis abuelos. A un campo con olor a tierra labrada. A una cesta de mimbre sostenida, con la ayuda de mi hermana, bajo un peral. A la compañía de mi abuela que, encaramada al árbol, nos lanzaba las peras maduras que su avezado criterio detectaba. Nosotros, mientras tanto, con la ingenua ignorancia que sólo unos niños de seis y siete años pueden atesorar, nos apresurábamos en desechar toda pera que alojara un gusano o incluyera un picotazo.
Para cuando mi abuela descendió por el tronco, ya estaban la mayoría de las peras descartadas esparcidas por el suelo.
— ¡Pero bueno!, ¿qué habéis hecho con las peras? —preguntó mi abuela con un tono más de sorpresa que de reproche.
— Nada —me apresuré en contestar, por ser el mayor— es que estas no valen, están malas.
Rápidamente eché mano de las que tenía bajo mis pies para enseñárselas, y así demostrarle que realmente estaban corrompidas.
— Vamos a ver —replicó ella con actitud didáctica— ¿acaso pensáis que los pájaros y los gusanos son tontos? Las peras que tienen un gusano o un picotazo son, precisamente, las más dulces. Así que ya las estáis recogiendo del suelo y volviendo a meter en el cesto. ¿O creéis que a los animales les gusta la fruta verde? —nos preguntó de forma retórica para despejar toda duda.
Y así fue como ese día merendamos las peras más deliciosas, jugosas y exquisitas que he probado y probaré en mi vida.
De vuelta a la frutería, me encontré introduciendo en una bolsa las pocas piezas dañadas, o con algún indicio de haber sido catadas, ante la atónita mirada del tendero. El hombre no podía entender cómo, después de haber escrutado minuciosamente cada pera, me llevaba las menos apetecibles.
Una vez en casa, me comí tres peras antes de cenar, como recordaba haber hecho durante aquel lejano día en que mi abuela aún estaba viva; y no es que resultaran ser de las mejores que he degustado. De hecho, la fruta de hoy en día es tan insípida que da igual cómo la escoja, porque estoy convencido de que jamás volveré a tener entre mis fauces unas peras tan suculentas como aquellas. Pero he de admitir que, dentro de su vulgaridad, fueron las que últimamente me han dejado mejor recuerdo en el paladar. Y no fue por su decepcionante sabor a nada, sino por acercarme a esas palabras tan olvidadas como añoradas, tan insignificantes como entrañables, tan triviales como reveladoras. Por lograr que sintiera la presencia de mi abuela en el salón. Por demostrarme que, pasado un año y medio tras su muerte, aún puedo ser leal a sus enseñanzas. A su memoria.
es curioso porque a mí me pasó exactamente lo mismo con mi abuela. Y es verdad, al menos era verdad. Ahora los insectos van a picar los frutos a los que menos pesticida y otras porquerías les ha llegado, pero algo, seguro, que también les ha caido.
ResponderEliminarQué tiempo, aquel de peras y de melocotones y ... de abuelas.
Pues mira, que les echen toda clase de pesticidas a las plantas casi que me da igual, porque me parece que ya es inevitable tragarse toda la porquería que volcamos al medio ambiente. Lo que realmente me importa es que la fruta tenga sabor, ¿dónde está el sabor? ¿Esos potingues, además de eliminar bichos, hacen lo mismo con el sabor? Puede que con esos insecticidas evitemos contagios y parásitos, pero prefiero vivir menos y haber disfrutado comiendo, que vivir cien años y no notar la diferencia entre una pera y una manzana. Aunque puede no ser del todo incompatible. Mi abuela casi llegó a los cien y siempre conseguía, eso sí, cultivadas por ella misma, las mejores frutas y verduras del mundo.
EliminarNo hay como la fruta casera. La comprada no tiene sabor porque las recogen a veces con meses de antelación. Y en los venenos es mejor no pensar.
ResponderEliminarMe fascina cuando un olor (seguro que fue el olor :)) nos transporta de esa manera a un rincón de nuestros recuerdos.
Imagino que cualquiera de nuestros sentidos son capaces de producir la suficiente información como para tener una gran bibloiteca en nuestro cerebro a la que poder acudir cada vez que necesitemos (o no, como fue este caso) recordar algo. Lo curioso es que, aún partiendo de olores, sonidos, sabores o caricias, siempre los visualizamos en forma de imágenes. Y yo me pregunto, ¿cómo evoca esos recuerdos una persona ciega de nacimiento?
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