sábado, 27 de diciembre de 2014

Tradiciones bajo sospecha



En estos días tan navideños he empezado a pensar en las eternas tradiciones que, de forma tan natural, repetimos año tras año. Y me ha dado, sin saber muy bien cómo, por poner bajo sospecha a una de ellas en concreto. Seguramente pensaréis que, dada la cantidad de desordenes que se producen en estas fiestas (comidas copiosas, abuso del alcohol, consumismo desenfrenado, y un largo etcétera), una sola inquietud puede resultar incluso escasa, pero es que atesoro en mi interior una enorme fuerza inconsciente que arrastra mi mente a un estado de ánimo de la más ingenua despreocupación, y no deja que mi cerebro se altere por casi nada. Por más desasosiegos que encuentre, uno es lo máximo que puede llegar a perturbarme.

Los más optimistas opinarán que, puestos a analizar tradiciones, mejor dedicarse a ver los lados positivos de esas entrañables costumbres y dejar arrinconadas las prácticas que no me convencen; que por algo son festivos estos días, para intentar disfrutarlos. Pues no. Y mucha culpa de mi negatividad seguramente la tenga el inmenso trancazo que arrastro desde hace una semana. Ahora que lo pienso, es posible que la inevitable visita de los microbios también la podamos colocar en la lista de acontecimientos navideños habituales. Aunque lo de este año no es normal. El otro día, sin ir más lejos, mantuve una batalla feroz por el dominio de mi cuerpo que un poco más y doy por perdida ante el envite de los gérmenes. A esos cabroncetes, no contentos con hacerme moquear, estornudar y toser, se les ocurrió activar en mi organismo todos esos síntomas a la vez y sumarle, además, un ataque de hipo. Hasta un compañero de trabajo me preguntó si me encontraba bien al ver la cantidad de movimientos espasmódicos y sonidos extraños que proyectaba en todas direcciones. Pero tranquilos, porque le contesté, así como quien no sufre por nada, que seguramente andaba un poco resfriado, pues no sólo soy una persona despreocupada, sino que también me gusta compartir con el resto de la humanidad mi facilidad de quitar importancia a los problemas y procuro no traspasar mi desazón a nadie. Aunque, ahora que estamos en confianza, he de confesar que casi me rindo ante la invasión del virus y que a punto estuve de abandonar mi cuerpo a su suerte. El problema hubiese venido después, cuando, desvalido, tuviera serias dificultades en encontrar otra fachada donde refugiarme. Seguramente por eso resistí, claro.

Pero bueno, no os voy a aburrir más con mis luchas interiores y vamos al tema en cuestión. 

Hay una tradición muy catalana llamada fer cagar el Tió. ¿Que no sabéis en qué consiste? Pues yo os lo explico, que casualmente me habéis pillado con ganas de escribir sobre este asunto y no me cuesta nada.

El rito es muy sencillo. Nada más tenéis que haceos con un tronco de madera (el tamaño va a gustos), acondicionarlo más o menos como la muestra que he puesto en la imagen de cabecera y hacer la pantomima de darle de comer para, más tarde, golpearlo con un palo hasta lograr, al menos en apariencia, que el leño defeque chucherías y regalos. No tiene más secretos. Se podría decir, si nos asomáramos al chiste fácil y estereotipado, que es como una piñata pero a la catalana: dado que el tronco no se rompe (a no ser que en lugar de niños criéis orangutanes), puede ser reutilizado cada navidad, con el consecuente ahorro que eso conlleva.

Aquí una banda de niños moliendo a palos un indefenso Tió


Pues, aún así, lo encuentro bárbaro.

Supongo que los conocedores de mi extremo carácter pacifista ya se habrán dado cuenta de qué es lo que no me gusta de esta práctica. Exacto, el apaleamiento indiscriminado que sufre el indefenso madero; del que no podemos olvidar que ha sido caracterizado con un nombre, nariz, boca, ojos y gorro para dotarlo de cierta personalidad. ¿Es así como queremos educar a nuestros hijos? ¿En el convencimiento de ser premiados con comida y regalos si apaleamos a otro ser vivo? O, dicho de otra manera, aleccionándoles en el arte de zurrar a otro animal hasta que, literalmente, se cague de miedo y nos reporte unos buenos beneficios en forma de golosinas y juguetes.

Mira que yo soy de los que aplaudí cuando eliminaron las sangrientas corridas de toros en el ámbito catalán, pero también pienso que deberíamos mirar hacia liturgias donde la violencia injustificada no es tan explícita pero continúa en esencia. Y no hay mejor modo que empezar por la educación, porque no creo que aporrear con un palo sea la forma más civilizada de enseñar a nuestros niños a demandar sus anhelos.

También es posible que toda esta reflexión venga propiciada por lo sensibilizado que se encuentra uno cuando anda un poco enfermo (véase cómo, aún al borde de la muerte, continúo con mis inexplicables ansias de quitar hierro al padecimiento). Porque mis convicciones son tan volubles que no me extrañaría nada cambiar de opinión en unos días y empezar a asegurar que la práctica del caga Tió está enfocada como metáfora del esfuerzo y la lucha diaria que hay que mantener para sacar adelante nuestras aspiraciones en el día a día.

Y, si me lo propongo, soy capaz de sacarle una tercera o cuarta lectura al tema, como que es un desestresante para niños hiperactivos o que se trata de una vieja ceremonia que nuestros ancestros utilizaban para espantar malos espíritus del bosque a base de su tam-tam. Es lo que tiene poseer unas ideologías tan endebles. Pero será otro día, porque ahora voy a sonarme los mocos.


jueves, 18 de diciembre de 2014

Clavada en el corazón

Pues ya estamos de vuelta. Con un nuevo piso, una nueva línea, pero la misma tontería de siempre. Y, como ejemplo, aquí va uno de esos relatos que florecen de vez en cuando en mi mente enfermiza. Sólo espero que sea leve.



Clavada en el corazón
Adrián miró al besugo postrado en el plato sin saber qué decir, como quien se topa con un amigo de la infancia, veinte años después, y no sabe muy bien cómo saludar. 

Observó su piel, torrada por la fritura infligida, y se relamió. Si el sabor era tal y como lo recordaba se daría un buen festín, ansiado durante mucho, mucho tiempo. De hecho, ese tiempo era exactamente el que llevaba casado con María y sin probar un pez: veinte años. Cuando al cura se le escuchó recitar la liturgia del matrimonio, no tuvo reparos al enfatizar: "en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad", olvidándose de incluir "para la carne y no para el pescado", siendo además esta frase la única veraz. También recordó cómo Joaquín, su amigo del alma, en un arrebato de sinceridad ocurrido el día anterior a su boda, le había advertido de los sinsabores aparecidos en la convivencia de su, por aquel entonces, corto matrimonio. Lo que Adrián jamás pensó es que ese vaticinio lo acabase sufriendo de forma tan literal. Aunque no se podía quejar. Eliminar de su dieta el pescado jamás había sido una imposición, sino una sensatez adoptada voluntariamente tras conocer la profunda animadversión que su amada profesaba a ese viscoso animal. Y lo asumió con gusto y disciplina, sabedor de que esa ínfima renuncia le acercaría más al cariño de María.

Se distrajo con el brillo de la lampara del comedor reflejado en el cuchillo de pescado. Después de tanto tiempo, ¿aún sabría manejar ese cubierto? Lo agarró con su mano derecha y lo alzó a la altura de los ojos. El metal de la paleta le devolvió la imagen de un grueso rostro perfilado sobre una prominente papada, cuarteado por el sol tras innumerables horas de trabajo en la obra y avejentado por el paso de los años. Si hubiera utilizado más a menudo ese instrumento que sostenía entre los dedos, seguramente se encontraría mucho más estilizado, como en su época de soltero. Pero el amor es ciego, y esa falta de visión le indujo a pasar por alto todas aquellas suculentas recetas que se anunciaban en el menú de cualquier restaurante que visitara. Dorada al horno, bacalao al pil pil, sardinas en escabeche, exquisitos platos que ni se paraba a leer; y mucho menos a probar. Jamás se hubiera perdonado que, al regresar a casa, su mujer le robara un furtivo beso en los labios con sabor a lenguado.

Pero María ya no estaba allí, se había marchado. En el piso quedaba solo Adrián, con el besugo a la plancha y un susurrante murmullo de fondo proveniente del televisor. Ella le había abandonado, por otro hombre más joven. Un surfista australiano llamado Lou Beehna, diez años menor que ella, que dedicaba su tiempo a recorrer el mundo en busca de olas perfectas. 

Adrián, al principio, no se lo podía creer. ¿María acampando día y noche a la vera del mar, justo en el lugar de donde procedían todas sus pesadillas?, ¿compartiendo cama con un hombre que desprendía olor a salitre y sudor? ¡Si hasta su nombre sonaba como el de un pez! No, no podía ser cierto. Lo dejaría en cuanto se diera cuenta de su inmenso error. <<Siempre ha sido muy impulsiva>>, se intentó convencer. <<Volverá a casa, a su verdadero hogar>>.

Pero ya había pasado casi un año y no daba muestra alguna de recapacitar. Ni tan siquiera señales de vida.

Dos días antes, apenas despertarse, miró a su alrededor y se sintió como un extraño viviendo en casa ajena. Una colcha rosa, con multitud de flecos espigados, abrigaba la cama donde dormía. Contempló, absorto, un póster enmarcado que decoraba la estancia. Allí se encontraban dos osos amorosos con la clara intención de besarse bajo la sombra de un inmenso corazón. Giró la vista hacia la cómoda y se sorprendió al verla invadida por cremas revitalizadoras. De golpe, le sobrevino la incómoda sensación de no entender qué pintaban allí; ni aquellos potingues ni él. Unos segundos más tarde abrió el armario vestidor y comprobó que su ropa a penas ocupaba una sexta parte del mismo. Se dio cuenta que los estantes estaban repletos de bolsos, zapatos, blusas y faldas, aguardando prestos de ser utilizados por una dueña que jamás iba a regresar. Se dirigió al servicio y le abrumó la cantidad de champús, acondicionadores y productos de cosmética que allí acechaban. Costó dar con su patético gel del Carrefour entre tanto recipiente glamoroso. Tras terminar con una decepcionante ducha que en nada ayudó a tranquilizarle, se encaminó hacia el comedor, pasando por el pasillo que albergaba la enorme estantería sobre la que María había estado recopilando durante años frascos de perfumes conceptuales; todos ellos surgidos de la mente de sus modistas más admirados. Era como si atravesara un túnel del terror diseñado expresamente por ella para ser por siempre recordada. Y desembocar en el salón tampoco le ayudó a levantar el ánimo. Aquella lámpara exclusiva de formas imposibles, aquel mantel estampado con frutas de colores... Todo, absolutamente todo, había sido dispuesto al gusto de su mujer.

Desde aquel día no estaba muy seguro de si María le había abandonado a él o a todos sus enseres. Aunque no descartaba la posibilidad de que él mismo representara para su esposa una propiedad más. Un objeto, entre tantos, del que se había desprendido. Esa imagen de desamparo había dejado un enorme socavón en su autoestima. Pero el tiempo ayuda a ver las cosas con diferente perspectiva. Y al tocar fondo, en ese mismo agujero originado en su amor propio, fue a plantar la semilla de la que emergiera su dignidad. La indiscutible decisión que le llevaría a terminar, de una vez por todas, con los lazos que le unían a su mujer. Aunque no se iba a precipitar. Planeó para el fin de semana el momento idóneo donde descargar toda su frustración. Ahora lo veía claro: volvería a ser el que era. Y allí estaba, en ese sábado largamente planeado, con el alimento prohibido que ni en sueños se hubiera atrevido a degustar de continuar María a su lado. 

Adrián se levantó de la mesa con el pescado aún intacto, se abalanzó sobre el mueble del comedor y, del primer cajón, extrajo los papeles del divorcio que le habían llegado seis meses atrás. Se había prometido no firmarlos nunca, pues ese gesto representaba perder toda esperanza de regreso a su antigua vida; pero nunca, es demasiado tiempo para cualquier persona. Y donde antes hubo promesa ahora sólo quedaba rencor. Rencor por haber sido traicionado, por no ser más que una marioneta en sus manos y, finalmente, por haber sido repudiado con calculada frialdad, desde más de siete mil kilómetros de distancia y por correo, a través del contrato de nulidad que mantenía en sus manos. Ahora notaba cómo todo ese resentimiento le ardía en el estómago. Y odiaba sentirse así. 

De un tirón, arrancó la capucha de la pluma y estampó su firma en el papel que le desligaba de su mujer. Pero intuía, sabía, que eso no sería suficiente. En ese preciso instante le sobrevino el tremendo impulso de empezar a olvidarla. Y cuanto antes, mejor. Estaba listo. 

Agarró con fuerza la estilográfica y la lanzó contra la absurda lámpara que decoraba el salón. La pluma impactó sobre su campana, originando un sonoro "gong" que fue la señal de salida para dar rienda suelta a su furia contenida. Arremetió contra el besugo clavando sus dedos en el jugoso lomo y propinándole dentelladas rabiosas, sin guardar el más mínimo decoro. Estaba fuera de sí, y la mayor parte de sus arrebatos los estaba sufriendo el indefenso besugo. Pretendía devorar el pasado con la misma celeridad que engullía el pescado, enterrando veinte años de recuerdos bajo su delicioso sabor.

De pronto, Adrián sintió una punzada en el tórax, como si una flecha le atravesara el pecho. Se convulsionó en un espasmo incontrolado y cayó a plomo sobre los restos del besugo. Mientras se le vidriaba la mirada aún tuvo tiempo para un último pensamiento. Una repentina certeza, oculta en amargo lamento, emergió de su mente. <<Esto jamás hubiera sucedido con María a mi lado>>. Y tras su última reflexión, expiró.

El lunes había amanecido envuelto en una borrasca, bajo una lluvia persistente que parecía llorar todas las lágrimas que Joaquín echaba en falta en el velatorio de Adrián. Aunque tampoco suponía una gran sorpresa, pues sabía muy bien que carecía de familiares cercanos a los que consolar. Por eso mismo era el propio Joaquín quien se encargaba de dar la bienvenida a las puertas de la funeraria. Ocuparse del entierro suponía el último favor hacia su querido amigo, prestándose con gusto a ello.

A media mañana encontró un corrillo donde descansar de tanto ajetreo. Un grupo formado por compañeros del trabajo de Adrián con los que ya había coincidido en alguna que otra ocasión.

- ¿Cómo andamos Joaquín? -saludó Carlos- Menudo marrón en el que te has metido ¿no?
- Desgraciadamente, es lo que toca -contestó resignado.
- ¿Pudiste dar con María? -preguntó mirando a su alrededor- No la he visto entre los presentes.
- ¿Su mujer? Sí, me devolvió las llamadas de madrugada. Al parecer se encontraba en Melbourne. No vendrá -añadió secamente- Al principio parecía afectada, pero en cuanto le comenté que Adrián había rubricado el divorcio justo antes de morir, cambió el tono de voz y me dijo que nada se le había perdido por aquí. Por lo que me dio a entender, su mayor pérdida será no recibir la pensión de viudez.
- Pobre Adrián -lamentó Carlos- Incluso muerto lo continúan exprimiendo.

Todo el grupo recibió la frase con un asentimiento de cabeza.

- Por cierto, ¿ya se sabe qué le pasó? -preguntó Javier, quizá el más aprensivo de todos ellos- Que yo sepa no estaba enfermo ni nada.
- Pues algo me ha comentado la policía. Se ve que le han encontrado un cuerpo extraño atravesando el ventrículo superior derecho. Algo parecido a una espina. Aunque me han asegurado que no pertenecía al pescado que cenaba ni saben muy bien cómo llegó allí. <<Misterios del corazón>> diagnosticó el forense.

Todos volvieron a asentir.

martes, 9 de diciembre de 2014

Se busca pareja


Seguramente este título no me vaya a resultar de gran ayuda, pero es que ya no sé qué hacer para conseguir una mujer. Mira que lo he intentado más de mil veces, pero no hay manera. No dejo de asomar todos los viernes noche por las discotecas y conozco a todas y cada una de las chicas solteras; el problema es que ninguna quiere conocerme a mí. Bailo como un poseso y me contoneo de forma sensual delante de todas ellas, pero creo que ni me ven.

Siendo plenamente consciente de mis problemas para conectar de forma visual con el sexo opuesto, he probado a congeniar con otra clase de chicas, pero empiezo a sospechar sobre la posibilidad de que tampoco sean capaces de escucharme. Todos los domingos salgo de excursión, como guía, con las juventudes de la ONCE y hasta la fecha no he conseguido entablar una sola conversación con ninguna fémina en la que me hicieran el más mínimo caso. Y eso que casi hablo gritando para solapar al resto de conversaciones, pero todas se han confabulado en mi contra y no piensan darme una mísera oportunidad de intimar.

Mi desesperación ha llegado a tal punto que no dejo escapar la más mínima oportunidad de acechar cualquier cosa que se parezca a una mujer. El otro día, por ejemplo. ¿Recordáis la noticia anunciada por todos los medios? Sí hombre, aquella que alertaba de que una terrible vampiresa andaba suelta por la ciudad. Pues hice todo lo posible por atraerla a mi morada. 

Lo sé, soy patético. Pero si no hay mujer que me pueda ver ni escuchar, pensé que al menos una chupasangre me podría oler. Así que no dudé en afeitarme con agua muy fría y una cuchilla desechable, la combinación idónea para infligirme unos buenos tajos en el pescuezo. Luego, antes de que la sangre coagulara, me asomé corriendo al balcón, buscando la orientación adecuada para que el viento acariciara mi cuello y esparciera el aroma de mi globulina entre los edificios. Para mi sorpresa, acabé cautivando a una decena de hembras aladas, aunque no eran de la especie deseada. La ingente cantidad de mosquitos que acudieron a mi llamada me dejaron la tez con el mismo número de forúnculos que cuando contaba con quince años de edad. Y de la vampiresa ni rastro, claro.

¿Será posible que hasta los monstruos del inframundo me huyan? 

Bien pensado, puede que al fin y al cabo haya sido lo mejor. Mira que si me acabo liando con una vampiresa y acaba conservando el mismo nivel intelectual que sus colegas, las mosquitas... Igual la frase "parecía una mosquita muerta" se refiera a las vampiresas. Vete tú a saber.