martes, 5 de agosto de 2014

El palillo pe(r)dido



Por todos es bien sabido de las intenciones intrascendentes que mantiene este blog. Desde luego que toda la culpa es mía, pues soy una de esas raras personas que disfruta dándole vueltas a las cosas que no tienen la menor importancia. Pero, como si no tuviera ya bastante con sumergirme entre mis desvaríos, ahora va mi tía y me lanza una petición para que hable de los suyos. Aquí, en este sagrado espacio personal e intransferible. Y, francamente, demasiada tontería corre ya por mi cabeza como para tener ganas de asomarme a la de los demás. Así que no, me niego, no me entregaré a su paranoia.

Y eso que intentó convencerme el otro día, mientras celebrábamos una comida familiar en un restaurante, cuando me explicó la extraña teoría que sostiene. Pero insisto, no me dejaré llevar por sus delirios y tan sólo dedicaré unas palabras para que sepáis de lo que hablo. Según ella, existe una laguna mental, en torno a los palillos, en todos y cada uno de los camareros que sirven mesas. Incluso se prestó a una demostración, en directo, para dar veracidad a sus palabras. Justo en el momento en que la camarera nos acercaba el postre, mi tía le dio a entender, amablemente, la necesidad imperiosa que sentía por sostener un palillo entre sus dedos. Y la respuesta por parte de la camarera, algo escueta pero igualmente cordial, fue "ahora mismo".

Aproximadamente siete minutos después, volvió a aparecer la misma camarera, papel y boli en mano, para tomar nota de los cafés que cerrarían la sobremesa. Por supuesto, sin dar la más mínima señal de traer consigo el demandado palillo.

No es que yo prestara demasiada atención a la escena, pues soy persona de férreas convicciones y cuando algo no me interesa, es que no me interesa. Pero recibir un codazo en los riñones por parte de mi tía fue suficiente acicate para darme cuenta del olvido de la camarera.

No contenta con la demostración, y aprovechando que la muchacha aún sostenía sus enseres de escribiente, mi tía volvió a insistir, con la vana esperanza de que esta vez apuntara en la comanda su ansiado palillo.

 - Mira, mira -dijo mientras me lanzaba otros dos codazos que esta vez acertaron en el páncreas- Seguro que, tal y como se da la vuelta, lo vuelve a olvidar.

Y así fue.

Para cuando regresó la camarera con la retahíla de cafés, yo ya me cubría el costado derecho del tronco con el antebrazo, tratando de bloquear, aunque sin conseguirlo, la punta del codo de mi tía que fue a acomodarse en mi hígado.

 - ¡Ves! -añadió con el porrazo- ¡Otra vez, lo ha vuelto a olvidar! Deberías escribir algo sobre este fenómeno paranormal que ocurre en todos los restaurantes.

Este era el momento preciso para que, suponiendo que realmente estuviera dispuesto a escribir algo, me detuviera un instante a divagar. Pero, sinceramente, esta vez estaba más a favor de la camarera que de mi tía, y tan sólo ansiaba unirme cuanto antes al gremio de hostelería para poder olvidar también al dichoso palillo.

No es que yo quiera dar una explicación lógica a lo sucedido, pues ya he dejado bien claro que aquí se escribe lo que a mí me da la gana y no me rebajaré a ser el muñeco ventrílocuo de nadie. Pero, ¿acaso no sabe mi tía que el palillo habita en los restaurantes únicamente por tradición? Es como el agua bendita que encontramos en todas las iglesias. Es posible que, siglos atrás, sirviera para refrescar la garganta de los fatigados caminantes que llegaban por los, por aquel entonces, polvorientos caminos. Pero estoy seguro que, hoy en día, a nadie se le ocurrirá entrará en ese sagrado templo y amorrarse a la pila para beber, por mucho que la mejor agua bendita acabe siendo la que sacia nuestra sed. No sería muy recatado por nuestra parte. Pues ocurre exactamente lo mismo con el palillo. Sí, ahí están, ambientando miles de restaurantes con su sola presencia, pero no habrá un camarero que nos ofrezca uno. A no ser que le apetezca que en su local se practique una asquerosa extracción de restos putrefactos ante todos los comensales.

Es muy posible que no veáis la relación del agua bendita con el palillo, no todo el mundo goza de una mente tan perjudicada como la mía. Pero esperad, esperad unos cuantos lustros y os daréis cuenta en qué degenera la tradición del palillo. Llegará el día en que, igual que ningún cristiano abandona la iglesia sin olvidar la superstición de santiguarse la frente con agua bendita, no habrá comensal que no reciba unos palillazos en el rostro como colofón a un gran banquete y para desearle, por parte de los camareros, una buena digestión. Incluso habrá madres que practiquen ese mismo ritual con sus hijos, para evitar el corte de digestión, una vez les hayan dado de comer en la playa.

En fin, que no. No pienso que se trate de algo inexplicable, sino de intentar conservar algo de dignidad en su negocio. Vamos, igual que los curas. Aunque estos últimos tengan unos niveles tan altos de recato que preferirían dejar morir de sed a una persona antes de permitir que sus sacrílegos labios profanen un roñoso fregadero, de vete tu a saber cuantos años, y al que yo no me acercaría a menos de cinco metros por temor de pillar el tifus.

Pero bueno, chorradas como estas serían las que saldrían de mi cabeza si no tuviera esta personalidad tan determinante que impide que me convierta en el títere de mi tía. Porque eso no va a suceder. Jamás.

2 comentarios:

  1. Muy divertida la historia. Está claro que las tías pueden ser una gran fuente de inspiración.
    Por cierto, el titular que has puesto me gusta, resulta muy publicitario.

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  2. Lo cierto es que las situaciones más insustanciales son las que más me gusta tergiversar y las que más me divierte re-interpretar.
    Y lo del título me parecía una forma original de abreviar y mandar dos mensajes en una misma palabra. Pero vamos, que seguro que lo he copiado de alguna otra parte.

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