martes, 12 de agosto de 2014
Encadenados a la máquina del tiempo
Es curiosos cómo, de vez en cuando, tenemos sentimientos encontrados con los tiempos que nos han tocado vivir. En general, estoy bastante contento con haber nacido en la segunda mitad del siglo veinte. Esto me ha llevado a ser testigo de la revolución tecnológica y digital que supone el estar rodeado de maquinitas electrónicas. Son fascinantes las cosas que con ellas se pueden lograr y, a poco que estén decentemente diseñadas, poseen unas lucecitas y unos sonidos con una innegable atracción hipnótica. Pero si de algo he de estar eternamente agradecido es, sin duda, al empeño que ponen de señalar la hora en todo momento.
Da igual que sea un teléfono, un ordenador, un frigorífico o un horno microondas. Tampoco importará si nos encontramos fuera de casa, porque bastará con levantar la vista hacia el escaparate de una tienda, el salpicadero del coche o cualquier cartel publicitario interactivo, para saber la hora. Nuestro mundo está abarrotado de relojes que se nos presentan en infinidad de tamaños y formatos.
¿Cómo es posible que este hecho sea, para mí, una bendición?, se preguntarán los que hayan llegado a este párrafo. Pues muy sencillo, porque detesto acarrear con un reloj de pulsera. De hecho odio cualquier tipo de aderezos, ya sean pulseras, collares o incluso anillos, que hagan presión sobre mi piel. Si llevo puesto uno de esos complementos me siento incómodo hasta el punto de agobiarme, como un animal encadenado. Para que os hagáis una idea, es tal mi aversión que jamás me veréis portando ni la alianza de matrimonio.
La verdad es que no estoy seguro de haber encontrado una explicación lógica a esta manía. Los más budistas pensaran que en otra vida fui un esclavo, un preso o un condenado a galeras (ahora que lo pienso, todo viene siendo lo mismo); o quizá una dama de alta alcurnia que estaba obligada, día y noche, a llevar un ajustadísimo corsé (también, vete tú a saber lo que piensa un místico de esos), aunque yo prefiero basar mis argumentos en sucesos de esta vida.
No quisiera pecar de psicoanalista, pero me parece que todo empezó el día en que nací. Según cuenta mi madre, fue un parto largo y doloroso. Llegó al hospital con contracciones, la reconocieron unas enfermeras y, como según ellas aún no estaba para dar a luz, la dejaron tumbada en una cama unas nueve o diez horas. Hasta que apareció por su habitación, seguramente alertada por los insistentes alaridos de mi madre, una comadrona con dos dedos de frente y se la llevó a la sala de partos.
Así nací yo, tras una larga lucha interior que dio como resultado al bebé más hinchado y amoratado que habían visto por esos lares. Y para corroborarlo sólo tengo que transcribir las primeras declaraciones de mi padre al verme: "¡Joder!, que niño más feo".
Luego me fui desinflando poco a poco y... Bueno, no sé si mi aspecto mejoró mucho, pero al menos quedé como una persona normal. Sí, con un trauma y una sensación de ahogo cuando algo me oprime las carnes, de por vida, pero al fin y al cabo normal.
En definitiva, que por una parte estoy muy agradecido a quien colocó esa multitud de relojes repartidos por el mundo para que yo no tuviera que sufrir la sensación de una correa estrujando mi muñeca. Pero sólo por una parte: la física. Porque, por la parte psicológica, no creo que hagan ningún bien a la humanidad.
No voy a ser yo quien reniegue del afán humano por controlar el espacio y el tiempo. Para ser animales, hemos logrado grandes avances a la hora de medirlos y calcularlos, y esto nos ha llevado a prosperar como nunca antes había sucedido. Supongo que todos sabréis que hablo del calendario, las fases lunares o de que el día está compuesto por veinticuatro horas. Logros aparentemente sencillos, pero de un valor innegable.
Pero una cosa es entender y dominar nuestro entorno, y otra muy distinta es obsesionarse con el tiempo de tal modo que acabemos dominados por él. Me refiero a esa clase de personas que, nada más levantarse, se empeñan en organizar su jornada para no desaprovechar ni un sólo minuto de su tiempo. Personas que viven bajo el yugo del tic-tac y que se sienten perdidas si no saben qué hora es, porque desayunan a una hora, mean a otra y tienen un tiempo exacto para hacer cada una de esas acciones. En definitiva, personas que no pueden improvisar, que por muy a gusto que se encuentren en un sofá, no tendrán más remedio que levantarse porque ya acabó su tiempo de descanso preestablecido.
Personalmente, no soy feliz siguiendo el ritmo que señalan las horas. Para eso tenemos nuestro propio reloj biológico, para comer cuando tenemos hambre, dormir cuando nos sentimos agotados y cagar cuando viene el apretón. El compás que marca mi cuerpo es el que realmente deseo escuchar, por mucho que se empeñen en ponerme relojes delante de las narices.
Así que sí, creo que esto es un sentimiento encontrado: por una parte me alegro de no tener la necesidad de llevar un reloj y por otra me cabrea tener a la vista centenares de cronómetros, siempre atentos a marcarme los tiempos.
Pero, espera. Creo que me está sobreviniendo el peso de otra sensación muy parecida. Porque por un lado pienso que he abierto mi alma y he mostrado un trocito de mi yo interior, pero por el otro estoy seguro de haber escrito un tocho denso y obtuso y que, además, difícilmente podrá interesar a alguien. Lo dicho, sentimientos encontrados.
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