Las mascotas siempre han sido bien recibidas en casa. Es cierto que mi madre nunca les hizo demasiado caso, pero, resignándose, nos dejaba adoptar cualquier animalillo desvalido que encontráramos por la calle. Así es como hemos llegado a convivir con perros, gatos, periquitos, peces y hasta un pato. Los niños y los animales se llevan muy bien, son unos excelentes compañeros de juegos.
El nombre del gato protagonista de esta historia lo tengo escondido en algún rincón de mi memoria pueril al que soy incapaz de llegar. Y como no me apetece mancillar más su recuerdo con un mote absurdo (ya me parece suficiente deshonra mi olvido repentino), lo denominaré, sencillamente, gato; o algo equivalente.
Lo encontramos una fría mañana de invierno. Una de esas mañanas en las que, si no parpadeas a menudo, se te congela hasta el lagrimal. Tomando el camino que nos llevaba al colegio escuchamos, al atravesar un descampado cercano a nuestra casa, unos lejanos maullidos que aparentemente provenían de un coche abandonado. Al acercarnos al siniestrado vehículo, conseguimos agudizar el oído para poder localizar al gatito sobre una de las ruedas delanteras. Débil, hambriento y cubierto de grasa, parecía que sólo le quedaban fuerzas para maullar al viento su desesperada situación. Mi hermana y yo, sensibles como éramos a las desgracias ajenas, convencimos a nuestra consentidora madre para agarrar al minino y desandar unos centenares de metros, lo justo hasta alcanzarle abrigo bajo el techo de nuestro piso. Desde entonces formaría parte de nuestra familia.
Gracias a un amor incondicional por los animales he tenido el gran privilegio de gozar con la compañía de numerosos gatos, la gran mayoría de ellos callejeros, y puedo asegurar que todos y cada uno han demostrado poseer un carácter bien diferenciado. Este gato en cuestión resultaba ser, a ratos, tan dócil como salvaje; pero relataré, como ejemplo, alguna de sus proezas.
Nos deleitaba con un instinto cazador excelente, pensareis que, por otro lado, normal en cualquier felino de su especie. Pero lo extraordinario de su comportamiento consistía en que le daba igual el tamaño de su pieza, por muy amenazante que pareciese. Esto nos incluía a nosotros, sus amos, con lo que nadie andaba a salvo cuando era poseído por los arrebatos de su juguetón impulso. Recuerdo como acechaba cuando la manada (o sea, nosotros) pacía mansamente (alelados, mirando el televisor) en su hábitat natural (estirados en el colchón-sofá). Únicamente si uno estaba muy alerta podía disfrutar de su sigiloso avance: primero veías asomar su cabeza entre el marco del pasillo y la cortina de macramé; en un pestañeo ya estaba situado a menos de un metro, tras la máquina de coser, a la espera de su oportunidad; y, cuando menos te lo esperabas, notabas sus fauces desgarrando tu despreocupado pie. El despiadado ataque nunca se prolongaba más de dos segundos; no dejando, así, margen a una posible represalia. Ya os hablé de su insensatez y osadía, pero nunca dije que fuera gilipollas.
En otras ocasiones se comportaba de forma tan apacible que mi hermana lo paseaba como si se tratara de un perro, literalmente. Se agenciaba un hilo de nylon, de los enseres de pesca de mi padre, y se lo ataba al cuello para simular un collar y una correa. Recuerdo el día en que este juego en concreto propició, por culpa de la inconsciencia de mi hermana, que el gato flirteara con la muerte. Se le ocurrió subirlo a la tabla de planchar y atarlo al soporte mientras ella se ausentaba un momento. El gato, indiferente a las consecuencias que puede acarrear tener el gaznate rodeado por una soga de medio metro, saltó al suelo. Tuvo suerte de que yo apareciera por allí, casualmente, para salvarle la vida, porque ya empezaba a asomarle la lengua por el costado de la boca mientras se columpiaba del cuello de una forma un tanto preocupante.
Dicen que los gatos tienen siete vidas; puedo asegurar que ese día perdió, al menos, la mitad de una.
Esta clase de accidentes son los que hacen sospechar del infortunio que acompañaba a nuestro querido gato. Pero esto lo pienso ahora que ya conozco el desenlace de esta historia, claro. Todo sucedió una tarde lluviosa de primavera, como en cualquier relato dramático del montón. Aunque, en esta ocasión, que lloviera no es un recurso narrativo que utilice para enfatizar una tragedia, sino causa directa del desafortunado incidente. Mi madre andaba por la cocina, imagino que preparando la cena, cuando, vete tú a saber por qué, se le ocurrió abrir la ventana que da al patio interior del edificio. Nuestro gato, que resultaba ser tan valiente como curioso, saltó al alféizar de la ventana, como en tantas otras ocasiones, con la particularidad de encontrarse éste mojado. El resbalón, la caída libre y la consecuente estampada fue inevitable.
Mi madre, al oír el tremendo trompazo, se asomó al respiradero y contempló, con consternación, a nuestro gato, inmóvil sobre el techado del patio y aparentemente fallecido. Aún afectada, cogió el ascensor y bajó las ocho plantas que separaban nuestra casa del suelo para recoger el cuerpo de nuestra mascota. Al llegar abajo se dio cuenta que no podría alcanzarlo desde el suelo, así que subió al primer piso y llamó a una puerta para que le dejaran pasar por el tragaluz. Una vez inspeccionado el maltrecho animal, se sorprendió al ver que aún respiraba (a pesar de sangrar por nariz, boca y orejas) y lo subió a casa para procurarle atención.
Todavía recuerdo la incesante llorera al ver nuestro gato despachurrado y con dificultades para respirar.
Como nadie esperaba que sobreviviera, lo dejamos descansando sobre una manta y esperamos, respetuosamente, el momento en que su corazón dejara de latir. Pero ese momento no llegaba, así que nos fuimos a dormir con la certeza de encontrar un cadáver felino al despertar.
No sabemos si fue porque el gato era muy fuerte o por pura suerte de no dañarse algún órgano vital, el caso es que no murió. Al cabo de dos agonizantes días se levantó y, tambaleándose, se acercó al cuenco de agua para saciar su sed. Al día siguiente fue capaz incluso de llevarse algo de comida a la boca. Y así, día tras día, fue recobrando fuerzas. Pero el alma de ese vivaracho gato, que tantas hazañas lograba, jamás consiguió regresar.
Es muy posible que la explicación fuera tan sencilla como que le quedaron secuelas neurológicas tras el accidente, pero no se me iba de la cabeza la altura de la que cayó al vacío. Se precipitó desde un octavo; pero el techo del patio hizo que el vuelo resultara ser, finalmente, desde un séptimo. Y la tan manida frase de que los gatos atesoran siete vidas, empezó a cobrar sentido para mí. Siete eran los pisos de altura, uno por vida.
Desde entonces el gato pasó a ser un fantasma. Un animal sin motivaciones que sólo vivía para comer, cagar y dormir. Ya no cazaba, no sentía curiosidad por nada y, si alguna vez se nos ocurría intentar jugar con él, no reaccionaba. Puede que ni tan sólo nos reconociera; aunque parecía ausente, como si no estuviera en este mundo.
Cuando lo encontramos razonablemente repuesto, lo llevamos a la torre de mi abuela para que el aire del campo ayudara en su rehabilitación. Ahora pienso que fue un error. No sabemos si se desorientó o le ocurrió alguna desgracia, pero un día, sin avisar, salió de paseo y nunca más volvió. Allí perdimos a nuestro gato por segunda vez. La primera fue en espíritu; la segunda físicamente. Aunque no descarto que, faltándole vidas de repuesto, se buscara otra familia menos peligrosa donde poder agotar en paz sus contemplativos días; vamos, digo yo.