martes, 19 de noviembre de 2013
La primera vez que visité una iglesia
Una tarde que me encontraba en casa navegando por internet, fui a parar a un blog donde recogían cuentos que trataran sobre "La primera vez que..." cada autor quisiera. Como siempre ando buscando ejercicios que estimulen la creatividad, me animé a perpetrar un cuento semi-biográfico para participar en el proyecto. Y aquí está el infame resultado.
Os dejo la dirección por si a alguien le apetece participar o, como mínimo, chafardear.
http://www.laprimeravezque.literaturasm.com
La primera vez que visité una iglesia
Reconozco que mi caso es poco común. Pisar una iglesia, por primera vez, a los ocho años, no es un hecho frecuente. Y no es que no hubiera cerca de casa una, que la había; tan solo tuve la suerte, o la desgracia, de nacer en el seno de una familia hippie. Bueno, hippie por parte de madre, porque a mi padre lo calificaré, sencillamente, de bohemio. O de, como diría mi hermana, inconmensurable pasota.
Bien, dejaremos roces familiares para otra ocasión y nos centraremos en mi encuentro eclesiástico. El caso es que cada mañana recorría un largo trecho junto a mi madre, como no podía ser de otra forma, para comparecer puntualmente en el colegio. Pues todas y cada una de esas mañanas nos topábamos, a medio camino, con ese impresionante edificio gótico coronado por un campanario dorado. Un estampado de acuarelas poblaba sus enormes ventanales, llamando mi atención como lo haría un escaparate con golosinas. Bajo sus marcos, dos columnas floreadas custodiaban el imponente portón de madera. Pero no estaban solas. Una manada de amenazadoras gárgolas observaban, con ojos feroces, nuestros movimientos desde el alféizar del tejado.
Ahora que lo pienso... quizá tenga algo idealizado ese recuerdo pueril. Puede que una iglesia de barrio no atesorara tan enrevesada ornamenta. Y hasta es muy probable que mi impresionable percepción infantil grabara, caprichosamente, esa imagen de catedral esplendorosa.
En cualquier caso, esa magnificente atmósfera hacía suscitar, en mí, un sin fin de preguntas que, ante la total ausencia paterna, solo podía esclarecer mi querida madre.
- Mamá, ¿quién vive ahí? -pregunté señalando el edificio.
- Esa es la casa de Dios.
- ¡Ah! -musité, intentando hacer ver que entendía la respuesta.
Mi madre, conociéndome como si me hubiese parido (de hecho, creo que fue así), detectó mi confusión y terció, con rapidez, para apaciguar mi inquietud.
- No te preocupes -dijo con dulzura- El Domingo por la mañana vendremos a hacer una visita.
Así era mi madre. Capaz de sacrificar un día festivo para complementar, con una excursión, la educación de sus hijos. Vamos, todo lo contrario a mi padre, que no salía de su embelesamiento ni para darnos las buenas noches.
En fin. Llegó el esperado día y, tras el desayuno, nos encaminamos hacia la parroquia. Atravesamos el grueso pórtico de madera y cayó, sobre nosotros, un fuerte olor a cera derretida, acompañado por un murmullo de susurros y una tenue iluminación que se propagaba por todo el recinto. El conjunto resultó abrumador, desbordando mis sentidos. Alzar la vista, siguiendo con la mirada las gruesas columnas, para tropezar con esas majestuosas cúpulas, me paralizó durante unos segundos; los mismos que tardé en percatarme de una hilera humana esperando por una galleta.
- Mamá, ¿Puedo ponerme en la cola? -pregunté con timidez.
Mi madre, sabedora de la importancia que ese simple rito representaba, me agarró por los hombros, hincó una rodilla a mis pies y, mirándome a los ojos, procuró traspasarme todos sus conocimientos.
- Escucha -me dijo muy seria- Ya sabes que nunca fuiste bautizado y, por ese motivo, jamás hiciste la comunión. Siempre quisimos que, cuando fueras mayor, pudieras escoger entre las diferentes religiones existentes en el mundo. Esto sucederá, o no, según tu criterio. Ahora bien, esa galleta, llamada hostia, representa para los cristianos el cuerpo sagrado de Dios. Si te la comes estarás aceptando, a los ojos de la gente, que Dios habite en tu interior. Así que, tú mismo.
Yo, haciendo gala de esa inocencia que me proporcionaba el no haber entendido nada, vacilé unos segundos, y contesté con toda la locuacidad de la que pude hacer acopio a esa temprana edad.
- Pues vale.
Y me coloqué en la fila.
En los minutos de espera durante la lenta procesión, no pude dejar de dar vueltas a las sabias palabras de mi madre. Aunque, para no faltar a la verdad, solo me preocupaba una palabra. Hostia. Confieso que anduve algo receloso ante la inminente posibilidad de comerme una. Alguna vez había escuchado a mi abuelo decir, <<Cuando vuelva a ver a tu padre se va a comer una santa hostia. Y ya veremos como espabila>>, entendiendo perfectamente el concepto. Por esos antojos del destino me encontraba comulgando, en sus dos sentidos, con los pensamientos de mi abuelo.
Para mi tranquilidad, el guantazo no llegó. Solo un ovalado pedazo de pan que introdujo el sacerdote en mi boca. Como el aperitivo acabó resultando, a todas luces, ridículo, volví al final de la cola para recibir otra ración, sin saber que estaba cometiendo uno de los mayores pecados que puede llevar a un cristiano a pudrirse en el infierno. La gula. Y en las mismísimas narices del cura.
Calculo que sería en mi sexto panecillo cuando el sacerdote decidió dejar de hacer la vista gorda. Lo cierto es que, con tanta visita al altar, ya me sentía como en casa, e incluso hice el intento de agarrar yo mismo el alimento de la bandeja. Creo que ese gesto de confianza es lo peor que se me pudo ocurrir. El cura correspondió, a mi cándido movimiento, clavándome una mirada que, al percibirla inyectada en sangre, consiguió hacerme perder el apetito. Reconocí aquella arisca mueca, pues era la misma que nos lanzaba mi padre cuando le interrumpíamos la siesta, y corrí a refugiarme bajo las faldas de mi protectora madre.
- ¿Ya te has cansado de hacer cola? -preguntó con ternura.
- Sí -dije, recomponiéndome.
- Pues ahora nos sentaremos en este banco de madera y podremos observar, en silencio, la Misa.
Y así fue. Aunque, para ser sinceros, poco pudimos disfrutar del asiento. Cada dos por tres nos espoleaban desde los altavoces con el fin de levantarnos para, al momento, volvernos a sentar. Cada subida y bajada era aprovechada por el párroco para pedir perdón al Señor. Hubo un tiempo muerto, a mitad de ceremonia, en el que nos encontrábamos de pie, que intenté dedicar a paliar mi aburrimiento.
- Mamá, ¿no era esta la casa de Dios?
- Así es -contestó en voz baja.
- Entonces... ¿Dónde está Dios?
- En todas partes -dijo para que me callara.
Como la respuesta me pareció algo esquiva y, lejos de resolver dudas, acrecentó mi desasosiego, continué con el fatigoso interrogatorio que perpetraría cualquier crío de mi edad.
- ¿Y ese Señor? Ese que el cura no para de pedir perdón... ¿Quién es?
- Es Dios.
- Pero... Si es un Señor, no puede ser Dios.
- Bueno, puede que se refiera a su hijo -comentó mi madre, liando más la trama.
- Entonces... ¿Dónde está su hijo? -inquirí de forma cargante.
Mi madre, sin sospechar en las consecuencias de su respuesta, acercó su cabeza a la mía, señaló con la nariz el estrado y, susurrando en mi oído, me soltó la respuesta que, según ella, me haría callar.
- ¿Ves esa estatua, ahí, colgada?
Asentí al ver a Cristo en la cruz.
Aunque no lo veía tan bien como yo quisiera, por culpa de las dos malditas dioptrías de astigmatismo con las que me habían obsequiado los genes paternos.
- Pues ese, ese es el hijo de Dios -confirmó.
¿Estaba el cura pidiendo perdón a una figura? ¿A un maniquí? ¿A un muñeco? Todas esas preguntas provocaron, en mí, la sensación de estar presenciando una situación completamente absurda. No recuerdo si fue porque yo era un niño muy risueño o porque el cura mojó en el vino las Hostias que había ingerido, pero la explosión que exterioricé, en forma de estruendosa carcajada, rebotó con un eco infinito sobre las paredes del templo.
Esto propició dos cosas. Que todos los feligreses giraran la cabeza, con aires despectivos, hacia nosotros. Y que mi madre padeciese la suficiente vergüenza como para cargarme, cual saco de patatas, y salir a toda prisa por la puerta mientras me tronchaba de risa.
Ese día aprendí a respetar todas las religiones para intentar no ofender a nadie con mi ignorancia. Sobre todo si son tan amables de abrir las puertas de su casa para que se les pueda visitar.
¡Ah!, sí. Y a perdonar, a perdonar mucho. Aunque, releyendo lo escrito sobre mi padre, intuyo que aún me queda un largo camino que recorrer hasta interiorizar ese sentimiento.
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