viernes, 7 de octubre de 2016

Entierro honorífico



Ya estamos aquí otra vez. Y, desoyendo a todas aquellas señales que indican lo cansino que puedo llegar a ser (prometo escribir otro tipo de entrada para la próxima vez), con otro minirelato de reciente creación. Bueno, lo llamo minirelato por no decirle ocurrencia, porque imaginar una situación no sé si posee la suficiente consistencia como para considerarla cuento.

He de confesar que soy una persona altamente maleable. Cualquier cosa que vea, por intranscendente que parezca, me proporciona el justo alimento para poner en marcha la imaginación. Esta vez ha sido la reseña de otra persona sobre la visita a un museo llevada a cabo en el transcurso de sus vacaciones. Publicada en el blog LA TERTULIA PEREZOSA, fantasee con uno de los personajes mencionados en dicha entrada y... bueno, todo acabó en esto. Que sea leve.




Entierro honorífico

       A primera hora de la mañana apareció un soldado del Tercer Reich empujando una carretilla por la cuesta del cementerio. Le seguía de cerca un segundo soldado, portando a sus espaldas un saco. Era un día desapacible, plomizo, en consonancia con las tristes y solitarias lápidas que surgían como setas por todo el montículo.

       Se detuvieron ante el inmenso hoyo de la fosa común, descargaron el saco en el suelo y, entre los dos, vertieron el contenido de la carretilla sobre la amalgama de cuerpos. Luego abrieron el saco para echar un buen puñado de cal viva sobre los restos recientes; con maña de agricultor, como si esparcieran las simientes entre los surcos.

       Se expulsaron el polvo de las manos y permanecieron unos segundos en silencio, observando el grado de descomposición que afectaba al millar de cuerpos.

        — ¿Sabes quién era ese? —preguntó Lothar, el más alto y fornido, con voz impasible.
        — ¿Quién era quién? —respondió Fred, el bajito y regordete, mientras recorría con la mirada el centenar de caras que todavía mantenían algún rasgo.
        — El cadáver que acabamos de arrojar.
        — Ah, ese. Ni idea.
        — El Sargento Henrick Schultz.
        — ¿Schultz? No puede ser... Es el probador de los nuevos prototipos de aviones que se están construyendo en la base aérea. Ese hombre es un héroe, jamás se desharían de su cuerpo así.
        — Pues es él. Murió la semana pasada y ha acabado aquí.

       Durante cinco segundos un silencio reflexivo se adueñó del lugar.

        — Tuvo que hacer algo muy gordo para que no lo despidieran como es debido —dedujo Fred.
        — No creas. El informe señalaba que fue degradado de inmediato por abandonar su puesto de trabajo. Al parecer saltó de un avión en pleno vuelo. Encontraron el paracaídas enredado en un árbol y el cuerpo del sargento, ya sin vida, columpiándose entre sus ramas.
        — Vaya, un mal aterrizaje. Era un tipo muy impulsivo, probablemente no supo mantener la cabeza fría.
        — ¡Ja! —rió Lothar. Luego volvió a su imperturbable postura— Ese fue, precisamente, el dictamen del forense. Según los datos extraídos de la caja negra, hubo un fallo de evacuación en los motores de propulsión. La salida de gases se filtró por los conductos de la calefacción y fueron a parar de lleno sobre el cuello del piloto, siendo estos tan abrasadores como para disolverle la carne en segundos. Te he comentado que hallaron el cuerpo sin vida, ¿verdad?
        — Sí...
        — Pero no te he dicho nada sobre la cabeza. No la encontraron. El forense defendía la honestidad del sargento asegurando que ya estaba muerto en el momento de salir propulsado, y que fue el desprendimiento de su cabeza lo que hizo que esta rodara por la cabina hasta presionar, sin querer, el botón eyector.
        — ¿En serio?
        — Como lo oyes...

       Una brisa glacial cruzó el cementerio, de norte a sur, para acabar atravesando sus cuerpos y hacerlos estremecer.

        — Pero... ¿cómo es posible que reciba este trato de disidente? ¿No estaba ya muerto cuando abandonó el avión?

       Lothar se encogió de hombros.

        — Bueno, esa era la hipótesis del forense; una conjetura a la que nadie dio validez por falta de pruebas. Incluso hubo quien acusó al sargento de mestizo, de poseer genes cobardes que le hicieron abandonar su tarea a las primeras de cambio. "Un verdadero soldado alemán no huiría de su puesto; y menos aún estando muerto", se oyó decir en el Consejo de Guerra que le hicieron.
        — ¿De verdad?
        — De verdad.

       Otro escalofrío recorrió sus cuerpos. Esta vez sin necesidad de ningún viento helado.

       Tras dar un sonoro taconazo, Lothar se cuadró y honró los restos del sargento con un saludo marcial. Fred no tardó ni un segundo en unirse al gesto, conscientes los dos de estar protagonizando un trato totalmente inapropiado para ese tipo de actos. Luego regresaron desandando sus pasos, con la certeza de, al igual que el sargento Schultz, haber hecho cuanto podían en su puesto de trabajo.


2 comentarios:

  1. Me gustó mucho la oración sobre las semillas de cal del principio, semillas macabras.

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    1. Al escribir esa parte, la idea era mostrar la cara humana de los soldados, porque por aquella época pocos militares profesionales había. La gran mayoría habían sido civiles con sus respectivos trabajos (en este caso agricultor).

      Me ha gustado, y también me ha sorprendido, tu visión poética de la frase. Pero sobre todo me he sentido halagado. Hermosura es lo último que esperaría encontrar dentro de mis pobres escritos.

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