sábado, 9 de julio de 2016

La muerte es una tómbola


No hace falta recurrir a los antiguos sabios para dar con frases aplastantes como océanos, la erudición se encuentra en los lugares más insospechados. No hay más que recordar lo que pregonaba Marisol, aquella archiconocida tonadillera/filósofa, cada vez que la dejaban berrear: la vida es una tómbola, to, to, tómbola (sí, parece que sufría algún problema de tartamudeo).

Eso es lo que es. Un juego, un mero azar, un imprevisible ciclo lleno de idas y venidas; finiquitado, eso sí, con la llegada de un suceso que para todos es el mismo: la muerte. Por cierto, la muerte también lo es. Todo lo que va ligado a la vida, y la muerte forma parte indiscutible de ella, es una tómbola.

¿A qué viene este intento infructuoso de bonita, a la par que ludópata, introducción?, os preguntaréis. ¿Va a hablar este pesado sobre David Bowie, Bud Spencer o Ramsey Bolton, ilustres famosos fallecidos hace poco? Pues no. Voy a hablar de mi gata, a la que, tristemente, le quedan poco más de dos maullidos.

Pero, espera un momento. Si acabas de asegurar que la vida es una tómbola, o sea, un sorteo impredecible, ¿cómo puedes saber que tu gata está a punto de diñarla? Muy sencillo. Porque, tras unas exhaustivas pruebas veterinarias, el diagnóstico a su pérdida de peso y a los múltiples bultos aparecidos por todo su cuerpo últimamente, ha sido el de, ¡tachán!, un tumor en el páncreas. Es decir, que ya le ha tocado uno de los premios gordos de la tómbola, ahora tan sólo ha de esperar a cobrarlo.

Ya, ya sé que recrearse en temas tan escabrosos puede suponer una falta de respeto para el afectado. A nadie le gusta que aireen sus intimidades. Pero, para mi descargo, diré que hace tiempo hice un pacto sagrado con mi mascota: mientras no dejase de rascarle las orejas siempre que le viniera en gana, podría comentar por aquí cualquier cosa referida a ella. Y, como jamás he faltado a mi promesa, no creo que reciba reprimenda alguna por su parte.

Pero, para honrarla como se merece, intentaré hacer un pequeño retrato de su figura. Su nombre es Puça (Pulga, en catalán), y le viene dado por su eterna enanez (aún siendo ya adulta) y el abundante número de parásitos que habitaba por su cuerpo cuando nos la regalaron. Gasta unos ojos azules como el zafiro, una nariz más negra que la toga de un juez y un pelaje castaño claro prácticamente idéntico al de un gato siamés, aunque el suyo fue tostado en el vientre de su madre un par de tonos más subido, por lo que es seguro que algo de esa raza acabó heredando. No se le conocen aficiones ni hobbys que no sea dormir, comer lácteos (le chifla el yoghurt, la nata y el queso) y dar zarpazos a todo cordel que cruce por delante de su hocico. Quizá también cazar moscas, aunque no hay que ser muy avispado para reconocer que nunca ha gozado del instinto asesino ni de la agilidad que atesoran casi todos los felinos de su especie. Vamos, que para pertenecer a la misma familia que las panteras, más bien es de movimientos torpes y desgarbados.

Y hasta aquí la escueta descripción. No quisiera dispersarme demasiado, así que, volviendo al tema que nos ocupa, Puça se muere, y de forma irremediable. Esto es un problema, porque, como dueño del bicho, estoy en la obligación de escoger el día de su deceso, ya sea esperando pacientemente la extinción de forma natural, o eligiendo un día concreto para suministrarle la fría inyección letal. Para mí, lo más lógico sería que un ser vivo pudiera imponer su última voluntad y nos la comunicara, sin dejar en manos de nadie tan peliaguda elección. Pero mi gata jamás se interesó por los idiomas, así que no tengo más remedio que interpretar esas preferencias fijándome en su estado de ánimo y su aspecto. Y no es sencillo. Todo queda a mi criterio.

¿Que qué criterio tengo? A ver, para empezar guardo el convencimiento, o la ingenua esperanza, de que toda vida ha sido puesta en este mundo con el único propósito de disfrutar cuanto se pueda. Y a mi gata aún se le ve retozar por la alfombra, zarandear sus muñecos y ronronear cuando me exige un masaje de tímpanos. Pero, claro, no sé yo si todo eso compensa el dolor que pueda estar sufriendo.

Sin duda, está débil. Muy débil. Dentro de poco no podrá ni alcanzar la encimera donde siempre ha estado situada su comida. Aunque no es menos cierto que, debido a la extrema delgadez a la que le somete su enfermedad, tampoco ha de hacer un gran esfuerzo para mover el esqueleto. Y prácticamente eso es lo que queda de ella: huesos envueltos en algo de pellejo. Observando detenidamente a mi gata, uno se puede hacer una idea de lo indispensable que resulta para un organismo el perfecto estado del páncreas. Apenas procesa la gran cantidad de alimento que ingiere, porque, lo que se dice comer, come como una loba, pero lo defeca en poco más de dos horas sin haber extraído los nutrientes necesarios para que su cuerpo funcione correctamente. Pero quizá el aspecto más curioso sea lo que sucede con sus células: no se regeneran. O sea, no sana. Así, pues, cualquier pequeño rasguño o herida queda abierta y supura sin descanso. Por suerte, esta fastidiosa circunstancia la hemos podido atajar suministrándole cortisona. Pero lo más alucinante es que, tras pasar dos meses desde las pruebas veterinarias, donde se le esquiló lo justo para extraerle sangre y practicarle una ecografía, y además aprovechamos la anestesia para recortarle las garras, no le ha vuelto a crecer el pelo ni las uñas. ¡Si ni tan siquiera produce cera en las orejas!  Y eso que hace unos meses, si hubiésemos dedicado tiempo y esfuerzo en recolectarla, nos hubiera salido a cirio por día.

He pedido consejo a la gente de mi entorno y todos opinan igual: sacrifícala antes de verla sufrir. Lo siento, pero no comulgo con este pensamiento. Incluso me asusta un poco. Vale que a la gata no le crece el pelo y anda un poco renqueante, pero por lo demás está bien; activa y con buen ánimo. ¿Cómo quieren que sacrifique a un animal si no lo veo en las últimas? Para eso lo matamos al nacer y así le evitamos cualquier dolor.

Ya, ya sé que soy un exagerado, pero, por sus síntomas, no hay manera de saber hasta dónde llega su dolor. Ahora que lo pienso, también a mí hace tiempo me dejó de crecer el pelo (sobre todo por encima de la frente). Sólo espero no torcerme jamás un tobillo, porque como me vean por casa cojeando ¡zas!, palo en la cabeza y sufrimiento resuelto. He de andarme con cuidado.

Delirios esquizofrénicos a parte, un día de estos tendré que tomar una decisión. "Tomar una decisión", cobarde eufemismo para decir que deberé cargármela. Supongo que dependerá de mi juicio, de mi espíritu o de mi coraje. De cómo interprete las señales que me lance el pobre bicho. Y la combinación que nos lleve a inmolarla no será más que otro premio en la tómbola de su vida. El último.

Asco de tómbola...

6 comentarios:

  1. No sabes cuánto lo siento. En casa perdimos a un gato en enero y a dos perros en abril. El gato, como hacen muchos de los que viven en el campo, se escapó para morir en soledad. Pero ella sabrá decirte si la necesita y tú sabrás entenderla, si es que llega ese momento.

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    1. Ese momento llegará seguro, y probablemente más pronto de lo que me temo. Ya le hemos retirado la cortisona, y las costras, antes resecas, vuelven a supurar. Pero, claro, si le manteníamos el medicamento corríamos el riesgo de provocarle, además, una úlcera en el estómago. Y de todas formas no se iba a curar. Era retrasar lo inevitable. Supongo que la llevaré a sacrificar cuando la vea hecha una auténtica piltrafa. No sé, ya veremos.

      Oye, menuda manada tenías en casa. Espero que tus mascotas murieran de forma natural y no de accidente o enfermedad. Aunque, pensándolo bien, el resultado es igual de desolador. Se mire como se mire, acaba siendo un rollo esto de perder seres queridos.

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    2. Qué manada tenemos! Todavía quedan cinco perros y otro gato :D Sí, el resultado es el mismo. Si mueren por enfermedad, piensas que es un descanso, pero has pasado la enfermedad con ellos y es terrible. Y cuando es por accidente es muy traumático. El único caso llevadero es cuando se mueren de viejos y se van apagando poco a poco, un día se echan a dormir y no despiertan. Lloras, pero es lo natural y se asume mejor. Sí, es un rollo :( Mucho ánimo.

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  2. Buf, es un trago. Yo lo pasé hace un año y al final también dejé que se fuera a su aire. El otro gato (tenía dos) sigue de luto (no es coña) nunca se sube al sillón que era propiedad de su amiga. Yo flipo con los animaluchos.
    Páncreas, sí, mal asunto, lo siento.

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    1. Es curioso eso de que un gato respete la propiedad de otro, y más si ha fallecido. Según dicen, los gatos son muy territoriales y rara vez se llevan bien entre ellos bajo un mismo techo. Yo también tenía otro gato hace un par de años (que a su vez murió de cáncer, en esta ocasión de mandíbula) y ni la gata ni el perro se inmutaron lo más mínimo cuando desapareció.

      Volviendo al tema, dudo mucho que la deje irse de forma natural. Las heridas que tiene por todo el cuerpo ya vuelven a supurar y pronto estarán en carne viva. Poco a poco se va zombieficando. Creo que cuando tenga el aspecto de una costra andante y ya no la reconozca será el momento adecuado. O igual antes. Aún no lo tengo nada claro.

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