martes, 19 de julio de 2016

Buffet libre



A veces tengo una ocurrencia y no me apetece desarrollarla demasiado. Eso no quiere decir que no intente dejarla lo más pulcra posible, pero suele quedarse en un mini-relato. Ahora veo que acabo de inventarme esto del mini-relato. A mi entender, vendría a ser cuando sobrepasa la medida de un micro-relato y no alcanza la suficiente para denominarlo relato corto. O igual sí que es un relato corto, aunque para salir de dudas deberíamos preguntar a un purista sobre el tema. En fin, da igual la raza del perro. Mientras corra, ladre y dé lametazos (y de paso gruña lo menos posible) ya me daré por satisfecho. Que sea leve.



Buffet libre

        Eché a temblar el día en que a papá se le metió en la cabeza darme la ya famosa y proverbial lección de vida. Es una práctica muy extendida en un barrio como el nuestro: humilde hasta la médula y con las tradiciones tan enraizadas. Toda la pandilla andaba inquieta porque, a mis trece años, aún no hubiese recibido la mía.

        Al instante recordé el relato de Efren, el vecino del quinto, y de cómo su padre le había acercado a la iglesia para entregarle una Biblia recién afanada del atril para, por increíble que parezca, hacerle prometer que jamás cometería pecados, pues estaban en este mundo al servicio de Dios y no debían traicionar su palabra. Al parecer no era un hombre que predicara con el ejemplo. Luego me vino a la mente Will, cuando me explicó que a su progenitor no se le había ocurrido otra cosa que aprovechar el cuatro de julio para arrastrarlo hasta un bosque, obligarle a degollar a un inocente conejo con su navaja y, acto seguido, nombrarlo defensor de la patria. Sin duda, una aventura escalofriante. Aunque el episodio de mayor humillación posiblemente fuera el de Steve. Su padre lo sacó del cuarto a altas horas de la noche, se fueron a un local decorado con cortinas rosas y neones, y le obligó a permanecer tumbado, sin ropa y durante una hora, junto a una señora también completamente desnuda que olía a tabaco y sudor. Y por si todo aquello no fuera suficiente incomodidad, su viejo hizo lo propio con otra señorita en la cama de al lado, aunque para nada se estuvo tan quieto como él.

        ¿Qué sentido tenía la vida para mi padre? Lo único que sabía de él era que cobraba una pequeña pensión vitalicia pero, cuando salía de casa, jamás supe dónde paraba ni si por la noche iba a regresar. Quizá por esa razón me sorprendió tanto cuando, a pesar de estar envuelto en su particular moralidad, desplegó ante mis ojos aquel enorme regalo de sabiduría y delicadeza.

        Me llevó hasta las puertas de un restaurante y, valiéndonos de un descuido, nos colamos en su interior hasta vernos rodeados por largas mesas. Todas ellas atestadas con un montón de fuentes y bandejas repletas de comida. Yo no entendía nada. O mejor aún, me sentía como un recién nacido dando sus primeros pasos por nuestro mundo.

         — Papá, ¿qué hemos venido a hacer aquí? —le pregunté.

Mi padre me miró a los ojos, dibujó una sonrisa cómplice en su boca, y me dijo:

         — Tomar cuanto queramos.

6 comentarios:

  1. Me quedo con ganas de saber más, aunque la historia no necesita nada más después de ese final. Sólo unas pocas líneas, pero el misterio alrededor de ese barrio ya está creado.
    un abrazo.

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    1. Siento no poder ofrecer alguna historieta más sobre ese barrio. La ocurrencia no dio para seguir el juego. De todas formas, me alegro que te interesará. Otro abrazo para ti.

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  2. abre el apetito pero no sacia. ¿Puede ser o es cosa mía?

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    1. Y tanto que puede ser. Primero, porque se queda corto al no ser suficientemente generoso en contenidos. Y segundo, porque la contundencia final del plato no salva su escasez. A ver si para otro día hay suerte y soy capaz de cocinar un menú completo y mejor elaborado.

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  3. lo del minirrelato como género cuenta con mi adhesión.

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