Nunca dejará de sorprenderme esa capacidad innata que tenemos todos para la inventiva. Es más, yo diría innata a la vez que involuntaria. Porque no me refiero a las mentiras que utilizamos, estas sí, para manipular a los demás, sino a los diferentes enfoques, a los diferentes puntos de vista que cada uno presenta a la hora de analizar cualquier situación, aunque muchas veces no sepamos distinguir la fina línea que separa las unas de los otros. Pero no es de extrañar, porque, en cierto modo, nuestro cerebro ha de ir creando continuamente una historia con todos los datos que le van llegando, con todas y cada una de las señales que recibimos de nuestro alrededor. En definitiva, ha de ir interpretando la realidad. Y cada uno lo hacemos a nuestro modo, sin coincidir necesariamente con el resto de personas.Y como cada uno tiene su versión de los hechos, yo me atrevería a decir aún más: a los ojos del prójimo, todos somos unos mentirosos compulsivos. Cierto es que algunas veces lo hacemos adrede y otras sin querer, pero las patrañas se nos presentan tan a la orden del día que acaban solapándose con la realidad para formar parte indisoluble del puzzle mental que es nuestra vida.
Y creo no equivocarme cuando señalo al falso recuerdo como el colmo de nuestro talento para el embuste, ese que se lleva todos los premios habidos y por haber a la mejor mentira. Porque no sólo acabamos engañando a los demás, sino que también logramos burlar a nuestra propia memoria. El quiebro a la realidad que perpetramos es la maniobra más disparatada, y difícil de detectar, de cuantos enredos somos capaces de concebir. Y me parece de lo más lógico que así sea porque, con la mano en el corazón, ¿quién puede creer, con lo mucho que confiamos en su criterio, que nuestro cerebro nos esté traicionando de esa forma? Pero lo hace, ¡vaya si lo hace!
Ahora mismo me vienen a la cabeza tres clases distintas de falsos recuerdos. El primero sería el convencional, el clásico, el que fabrica nuestra mente y logra colocarlo en el disco duro de nuestra memoria para confundirnos con total impunidad.
¿Quién no ha dicho una frase concreta en alguna ocasión y, para nuestro sonrojo, todos nos hacen ver que en realidad dijimos justamente lo contrario? Algo así como llegar a una comida familiar sin repostería cuando todos esperaban que lo trajeras. Entonces, mientras los comensales se dejan las uñas pelando mandarinas, van llegando miradas asesinas sobre nuestra persona. Hasta que alguien, probablemente el más molesto por ser el último en aportar un postre similar en la anterior cita, nos echa en cara la falta de ese hojaldre relleno de nata con el que acostumbramos a cerrar esta clase de veladas. Nosotros, sacando a pasear nuestra mejor cara de inocencia, argumentamos "¿Y quién dijo que era yo el encargado de comprar el postre?", a lo que el resto de presentes replican "Tú. Tú mismo te ofreciste". En ese momento te abres a la posibilidad de albergar un recuerdo defectuoso en tu memoria. Tanta gente llevándote la contraria no es normal. Aunque tu mente, gastando sus últimos cartuchos en pos del engaño, se esfuerce en hacerte rememorar esas mismas palabras en cualquier otra persona que no seas tú para confundirte. Pero lo hace sin mucha convicción, como situando delante de nuestros ojos un espejismo que va y viene. Entonces, escarbando aún más bajo la oscura capa de recuerdos, logramos evocar nuestras propias palabras y las rescatamos de la mohosa y aislada celda que nuestra arpía mente utiliza para retenerlas. Y decimos "¡Ahí va, la hostia!". Bueno, eso lo digo yo porque me vuelvo muy vasco cada vez que me sorprendo. Pero admitimos el error, y lo achacamos a un falso recuerdo. Y fijaos lo puñetero que puede llegar a ser nuestro cerebro, que, aún después de confesar nuestra equivocación, deja en el aire un hilo de sospecha, un tufo de complot. Todo para hacernos creer en la posibilidad de que aquella escena sea una farsa familiar representada por todos para hacernos quedar como unos tacaños, porque nadie puede aportar una sola prueba o grabación de nuestra tan cacareada promesa. Nadie puede demostrar que no tengamos razón.
El segundo falso recuerdo es aún más divertido. No se conforma con quedarse estancado en la mente de una sola persona, sino que viaja de boca en boca, como si fuera un virus transmitido por vía respiratoria, para quedar alojado en la memoria colectiva, que es más grande que la particular y mucho más complicada de rebatir.
Para ilustrarlo me apoyaré en un hecho muy reciente: el fallecimiento de Johann Cruyff. Este hombre, además de ser uno de los mejores futbolistas de la historia y vivir un período exitoso como entrenador, es conocido por engendrar innumerables frases, digamos que pseudofilosóficas, relacionadas con el mundo del fútbol. Según cuenta la leyenda, hubo una final de La Copa de Europa en Wembley, en 1992, disputada entre el F.C.Barcelona y la U.C.Sampdoria. Hasta aquí podemos demostrar la veracidad de esa historia, pues hay imágenes televisivas para certificarlo. Pero lo que ya nadie puede asegurar es que en los vestuarios se dijera la mítica frase que se le atribuye a Johann Cruyff, y que quedó para la posteridad como la síntesis perfecta y definitoria de su filosofía de juego: "Salid y disfrutad".
Yo estaría encantado de que así fuera, pues me parece una arenga la mar de resultona, pero albergo serias dudas sobre su procedencia. Más que nada porque yo no estuve allí. Pero Julio Salinas sí. Y según una entrevista que le escuché semanas atrás, no recordaba haber oído en ningún momento ese "Salid y disfrutad" saliendo de la boca de su entrenador. Pero ni de su boca ni de ninguna otra que se encontrara en aquel vestuario. Así, pues, esas memorables palabras podrían tratarse de un falso recuerdo, de una bula mitificada por todos nosotros, con el fin de incrustar en nuestra memoria unas sencillas palabras que nos remitan a la figura de Johann Cruyff. Pero, una vez más, no tenemos forma humana de saberlo, porque sin pruebas (o sea, grabaciones) no existen evidencias. Y también cabe la posibilidad de que las declaraciones de Julio Salinas provengan de un falso recuerdo suyo, que ahora ha acabado por transmitir a los demás. Eso nunca lo sabremos.
Esta última reflexión me lleva a presentar el tercer falso recuerdo que, siendo igual de colectivo que el anterior, este sí que escapa de todos los cánones precisamente por existir documentación para ser rechazado. Pero no lo hacemos, nos lo guardamos. ¿Por qué no lo hacemos y no acabamos arrojándolo directamente al contenedor del olvido por infame? Pues no tengo ni idea, pero me parece un encadenamiento tan absurdo y surrealista de la mente, tan demencial, que no puedo por más que admirarlo. Me refiero a los falsos recuerdos que mantenemos, contra viento y marea, sobre los personajes de ficción.
¿Alguien no conoce la coletilla "elemental, mi querido Watson"? Con sólo leerla o escucharla nos traslada directamente a la imagen del detective con gorra de cazador y pipa más famoso de todos los tiempos, Sherlock Holmes. Sin embargo, todo aquel que haya leído las aventuras de este personaje, cosa que desgraciadamente yo no he hecho, sabrá que esa frase jamás fue escrita por Arthur Conan Doyle y que, por lo tanto, no aparece en ninguna de las páginas de sus numerosas novelas. Casos como este existen también en otros ámbitos fuera de la narración impresa, como pueda ser la filmada. Si ahora escribo "Tócala otra vez, Sam", me desplazaré por el archivo interno de mi memoria hasta encontrar la carpeta de la mítica película en blanco y negro titulada Casablanca. Aún sabiendo ahora que jamás fue pronunciada por Humphrey Bogart, queda asociada de forma indeleble a su figura. Es algo inevitable. Como también lo es si escribo "No siento las piernas". Entonces, sin moverme del estante dedicado al celuloide, aparecerá en mi imaginario ese ex-combatiente de la guerra del Vietnam llamado John Rambo, interpretado con eficacia por Sylvester Stallone. Pero si un sábado nos animamos a hacer una maratón con sus películas, descubriremos que saltaba como una gacela y que nunca tuvo esos problemas de sensibilidad en sus extremidades inferiores. ¿De dónde salen esos falsos recuerdos? Pues ni lo sé ni me importa. No hago esta reflexión para buscar culpables. Sólo pretendo señalar la insistencia de ese falso recuerdo en nuestra memoria. Su huella imborrable nos acompañará para el resto de nuestros días. Y dará igual las veces que evidenciemos su falsedad, siempre nos evocará esos personajes. Si esto no es de locos, no sé qué otra cosa puede ser.
¿Qué pretendo con toda esta reflexión? Pues ni yo mismo lo sé muy bien. Quizá escarbar un poco en la maravillosa complejidad de la mente. O quizá poner de manifiesto la fragilidad de todas nuestras realidades. Son volubles, cambiantes, veraces al mismo tiempo que falsas. Y aún así nos apoyamos con Fe ciega en nuestras creencias, en nuestras convicciones. Pero quién crea tener la razón absoluta sólo estará absolutamente equivocado.
Creerse en posesión de la verdad... esa sí que sería la más grande de las mentiras...
Es más, el primer tipo de falso recuerdo a veces es simplemente la eliminación total, por oscuros motivos o por simple despiste, pero probablemente por conveniencia.
ResponderEliminarEs muy curioso cómo manipulamos los hechos a nuestro antojo. Es un tema en el que pienso bastante porque una conocida mía cuenta las cosas tan a su manera que roza la mentira pura y dura. Ni aunque nos pongamos en en el punto medio entre su versión y la de cualquier otra persona, la suya se acerca a lo que pasó en realidad.
Totalmente de acuerdo. Nuestro cerebro es muy listo y siempre cuida de nosotros. Y si es preciso hacer olvidar algo o manipularlo con tal de que lo asimilemos de una forma mejor, pues lo hace sin miramientos.
EliminarY lo de tu conocida... ¿No será que crea una realidad alternativa en lugar de mentir? Me gusta más ese término al de la mentira. Porque si uno cree firmemente en algo acaba por ser su verdad, aunque no coincida en nada con la versión del resto. Pero vamos, que podríamos tener un largo y tendido debate sobre este tema que, personalmente, tanto me fascina.