miércoles, 21 de diciembre de 2016

El lote



Desde que el año pasado publicara por estas fechas un microrelato, tengo una cuenta pendiente conmigo mismo: me comprometí a escribir un cuento navideño más extenso. Y, ahora que lo miro, igual me he pasado. Pero yo soy así. Procuro pagar todas mis deudas con creces. Y si no me creéis preguntádselo a mi hipoteca. Que sea leve.



El lote      


          Durante un largo período de tiempo recelé de la Navidad. Me desconcertaba. No entendía por qué, de golpe y porrazo, dejábamos de asistir al colegio. O dónde demonios aparcaba su legendario mal carácter ese vecino que jamás nos regalaba una sonrisa y ahora lo veía correr hacia nosotros para ser el primero en felicitarnos las fiestas. También recibíamos visitas de familiares lejanos, personas totalmente ajenas a nuestra casa que a duras penas habíamos visto en alguna foto antigua. Además, debía aceptar de aquellos desconocidos las carantoñas que me dedicaban sin poder rechistar. Y el funcionario encargado de engalanar las calles con aquellas horribles lucecitas... ¿de verdad esperaba llenar de júbilo nuestras almas? Desde luego que iba muy equivocado con la mía. Demasiadas perturbaciones para un niño que sólo anhelaba volver al refugio de su dulce rutina.


          Sin embargo, con cuarenta y ocho años, y a fuerza de pasar invierno tras invierno por este calvario, creo poder sobrellevarlo. Algunos dirían incluso que he aprendido a disfrutar de la Navidad. Y no ha sido un camino fácil, he estado a punto de arrojar la toalla en más de una ocasión. Hasta que decidí establecer un orden, llenar de pautas todas las disparatadas alteraciones que estas fechas nos impone; y desde que me casé, hará ya más de veinte años, que me viene funcionando. Todo gracias a la complicidad de Ana, mi esposa, y al haber permanecido en el mismo puesto de trabajo durante todo este tiempo.


          Los números, los números son lo mío. Desprenden una belleza mística, un brillo que eleva nuestro raciocinio y nos diferencia de las bestias. Cada mañana me levanto con unas ganas locas de ponerlos en práctica. Balances de cuentas, traspasos bancarios, cálculos fiscales, previsiones de fondos... Todo lo necesario para mantener en buen equilibrio a la empresa y demostrar a mis jefes que pueden confiar en su contable. Pero es que, además, nos valemos de los números para dar sentido a nuestro mundo: con ellos calculamos el tiempo, medimos las distancias y cuantificamos los pesos. Han demostrado ser tan precisos y organizados que, si los dominas y no cometes fallos, jamás te pueden defraudar.


          ¿Pero qué ocurre cuando Javier se empeña en que dejemos en sus manos el presupuesto destinado a cubrir los lotes que la empresa regala por navidad a sus trabajadores? Pues que en principio, como es uno de los dueños, no tenemos nada que objetar; por más que sepamos lo manazas que ha demostrado ser desde siempre con los números. Pero lo que nadie podía sospechar es que se fuese a cargar todas las tradiciones de la empresa, desestabilizara sus cuentas y me hiciera pasar las navidades más bochornosas de toda mi vida. Y sin aparente esfuerzo, oiga.


          Allí, en nuestra empresa, tenemos la bendita costumbre, practicada durante los veintidós años y ocho meses que llevo en plantilla, de recibir los lotes de navidad la misma mañana del veinticuatro de diciembre. Y, como cada víspera de Navidad, bajé a recepción sobre la una menos cuarto a recoger el mío. Es una pequeña licencia que me tomo; el único día que, por tradición, nos permiten dar por concluida la jornada laboral unos minutos antes. ¿Y sabéis qué me he encontrado?, pues a Maribel, sentada tras su escritorio muerta de asco, limándose las uñas mientras escuchaba por Youtube a una pandilla de gatos destrozando unos villancicos con sus aterradores maullidos. Y lo que es peor, con la recepción completamente vacía.


           — ¿Do... dónde están los lotes? —le he preguntado con una inmensa cara de asombro.

           — Ni idea, señor Miguel —ha contestado sin dejar de frotarse esas zarpas de bruja— Por aquí no ha pasado nadie.

          Maribel es una joven indolente que sustituyó a Carmen hará cuatro años, cuando esta se jubiló. Aún echo de menos el atiborrarme a magdalenas cada mañana. Las preparaba la tarde anterior y nos las ofrecía con la sonrisa más adorable que he visto nunca. En cambio, con Maribel es otro cantar. Es posible que las visitas ganen una cara bonita sobre la que babear, pero gasta un carácter tan avinagrado que casi preferiría golpear un avispero con un palo a dirigirle la palabra. Aún así, se las arregla para convencer al transportista para que descargue los lotes junto a la entrada. No sé cómo lo acaba logrando. Supongo que ese exagerado escote que gasta no le debe ir mal. Luego mata el resto de la jornada colocándoles una pegatina con el nombre y apellidos de cada uno. Este protocolo se sigue llevando a cabo año tras año, incluso aquel en el que Maribel estuvo de baja por gripe y la tuvo que suplir Isabel, mi secretaria. Jamás dejaríamos que se hiciera de otra forma. ¿Qué sentido tiene trastocar algo que funciona con la precisión de un reloj suizo? Ninguno, desde luego.


           — Venga, Maribel... —he insistido, aún incrédulo, con una sonrisa congelada en los labios— Los has escondido para gastarnos una broma, ¿verdad?


          La muchacha, que había terminado ya con las uñas y se disponía a atacar los padrastros, me ha mirado de soslayo y ha levantado una ceja.


           — ¿Usted cree que tengo tiempo para jueguecitos? —ha añadido.


          Lo cierto es que, tratándose de un día como hoy, donde la mayoría de clientes hacen fiesta y el trabajo brilla por su ausencia, estoy seguro que ha gozado del tiempo suficiente como para, de haberle apetecido, construir un árbol de navidad a escala real con piezas de Lego.


           — Entonces... estarán a punto de llegar, ¿no? —he dicho con un hálito de esperanza mientras miraba hacia el exterior a través de la cristalera.

           — Sí, claro. Si usted lo dice...

          Y ya está. Esa ha sido toda la conversación.


          Luego le ha seguido una tensa espera; dedicada mayormente a llamar, sin éxito, varias veces a mi jefe y mandarle mensajes por WhatsApp, y en la que apenas recuerdo haberme despedido de los compañeros mientras estos iban desfilando hacia la salida. El último en atravesar la puerta, en estado de shock, he sido yo. Y porque Claudio, nuestro eficiente guardia de seguridad, me han sacado casi a empujones. Sólo he despertado de mi trance cuando ha bajado las persianas. El rotundo chirriar metálico me ha dejado desolado. Fue como si se me cerraran las puertas del cielo para quedar atrapado en el infierno.


          ¿Os podéis hacer una idea de lo que ha supuesto para mí no tener un lote? No, claro, seguro que ni la más remota.


          Para empezar, dejaré claro que personalmente no me interesa lo más mínimo el contenido de esa caja. Sé que encontraré una botella de whisky, dos de Rioja y otras dos de cava; además de las típicas conservas, turrones y un paquete de barquillos. Cada año es lo mismo. Pero no penséis que ardo en deseos de atiborrarme con ellos, no. Hoy es martes, y para comer toca tortilla de patatas con ensalada y un vaso de agua. A lo sumo dos, si el día ha sido especialmente caluroso. Mi mujer lo sabe y lo cumple a rajatabla. ¿O acaso creéis que voy a cambiar mi dieta por ser nochebuena? Para nada. Además de los martes, ni los miércoles ni los jueves, ni ningún otro día de la semana, tengo por costumbre alimentarme con esa clase de productos. Si me los llevo a casa, lo único que conseguiré es abarrotar con ellos los armarios y echarlos a perder.


          Ya he comentado que lo principal, lo fundamental en mi vida, es no alterar la rutina. Y eso, por supuesto, incluye también a mi menú. Una pacífica monotonía es la mejor brújula para librar a nuestros cuerpos de todos los desbarajustes que acechan por esta época del año.


          Puede que no compartáis conmigo este punto de vista. Lo entiendo. Seguramente seáis hijos de la anarquía y llevéis unas vidas díscolas y desordenadas. Hay gente así, amante de las sorpresas y la incertidumbre. No es mi caso. Sólo espero no ser juzgado por seguir un camino firme, recto; igual que yo no juzgo a nadie por ir dando bandazos o salirse de los márgenes. Cada uno es como es.


          Bien. Aclarado este punto, ¿qué demonios hago entonces con el lote de navidad si no me lo zampo? Pues algo que se estila mucho por estas fechas: regalarlo. Es un plan muy sencillo que instalé hace unos años y la jugada me sale redonda. En cuanto salgo del trabajo me voy de paseo para ver a mis amigos y les ofrezco el contenido del lote. De esta forma, y a medida que me desprendo de ese elemento perturbador, también me voy empapando del entrañable y generoso espíritu navideño. Para cuando llego a casa, lo hago con la caja de cartón vacía, pero con el corazón henchido de satisfacción por haber repartido obsequios entre mis amigos.


          Pero hoy no ha podido ser. Como ya he dicho, ese personaje zafio que es mi jefe ha tenido que fastidiarme el día. Con mi ordenador en la oficina, y el memo de Javier esquiando con su familia en los Pirineos y sin cobertura, me era imposible saber si había llegado el dinero al distribuidor para que nos hicieran llegar los lotes, por lo que decidí aparcar esa cuestión en un rincón remoto de mi cerebro, donde no me angustiara demasiado. Costaría lo suyo, porque para mí es un gran incordio dejar suspendido en el aire tanto efectivo sin poder cuadrarlo, pero por suerte o por desgracia no tuve más remedio que distraer la mente centrando toda mi atención en resolver el tour que tenía por delante.


          Vaya marrón. ¿Qué podía pasar si no acudía a mis citas? Pues que, de cara a mis amigos, quedaría fatal: un ser huraño y malhumorado incapaz de pasar a saludar. Y acercarme a felicitar las fiestas también es una importante tradición que no debía despreciar. Bastante trastorno había sufrido ya con el tema del lote como para, encima, no hacer mi habitual recorrido.


          Miré el reloj. La una y diez. No disponía del tiempo suficiente para comprar otro lote y ya llegaba tarde a mi primer encuentro. La única opción que vi fue dar la cara ante mis amigos y ofrecerles, al menos, una explicación. Siempre han sido personas muy comprensivas y, después de todo, no era culpa mía. Seguramente perdonarían, por una vez, una visita sin regalos. Y, si no, aguantaría el chaparrón. Con esta idea, y arrastrando una inmensa pena, me dirigí hacia la primera parada en la ruta establecida: la barbería de Manel.


          Allí la tradición me manda estrenar el lote para extraer de su interior la botella de whisky. Luego Manel la abre y, con su habitual generosidad, sirve una copa a los clientes que esperan turno. Pero fue entrar por la puerta y, de golpe, sentirme morir. Manel, con ese ojo suyo de halcón travieso que clava por los espejos para controlar cada rincón del local, se percató en seguida de mi sufrimiento.


           — Pero... Miguel, ¿qué te pasa? ¿Parece que has visto un fantasma?


          Suspiré. Del todo mudo y sin poder mirarle a la cara, desvié los ojos hacia los enormes espejos. Estaban decorados con bolas rojas y spray de nieve en sus esquinas. Pero lo que más me llamó la atención fue que, efectivamente, el reflejo me devolvía un alma en pena. La mía.


           — Ven aquí —se apresuró a decir Manel, al tiempo que expulsaba los pelos de la butaca más cercana con un certero golpe de su toalla— Siéntate y cuenta.


          Y sí, es lo que hice. Contarle cómo un jefe idiotizado puede amargarle la vida a sus trabajadores. Cómo pone más empeño en mirar continuamente el Facebook que en asegurar una tradición que se remonta al siglo pasado. Cómo telefonea cada media hora a su amante para hacerle pucheros; y en cambio es incapaz de hacer una llamada a un proveedor para verificar un envío. ¡Cómo tiene la desfachatez de irse de vacaciones sin completar la única tarea que él mismo se había asignado! ¡¿Cómo?!


          Reconozco que acabé mi discurso un poco alterado. Tanto fue así que incluso Gabriel, un setentón tan fiel al negocio que casi forma parte del mobiliario, se acercó al bar de al lado y me trajo un agua con gas, pues es lo único que me ha visto beber en alguna ocasión. Aunque ni por esas pude aliviar el sabor a bilis que me subía por la garganta. Pero allí están acostumbrados a escuchar toda clase de penas. Ser cliente asiduo de una barbería durante veinte años da para haberse aliviado con un montón de amargas confidencias.


          Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, Manel se había dedicado a peinar mi flequillo a lo James Dean y a engominarlo. Y yo no sé si fue por desahogo que sentí al expulsar mi rabia, o por el agua con gas que me acercó Gabriel, o por las risas que nos echamos al verme las pintas (o quizá por todo un poco), pero algo más tranquilo me quedé.


          Al rato me despedí de todos deseando unas felices fiestas y, tras una nueva disculpa por haberme presentado con las manos vacías, me encaminé hacia la segunda parada: la tienda de golosinas de mi cuñado Ismael. Por el camino me dediqué a insistir con las llamadas a mi jefe. Pero nada, ni caso.


          Es posible que hayáis oído hablar de su negocio, pues es uno de los más famosos de toda la ciudad. Y todo gracias a una feliz casualidad. Según relata el propio Ismael, su establecimiento, aún gozando de unos caramelos inmejorables, no atraía a demasiada clientela; hasta que un día, allá por el verano de dos mil diez, vino Justin Bieber a Barcelona en su primera gira mundial. Se ve que al chaval le apetecieron unas chucherías mientras iba haciendo turismo con su limusina, así que mandó aparcar justo delante de su tienda y se llevó una bolsa repleta de gominolas. No es broma, hasta tiene una foto junto a él para atestiguar la visita. Vale que sale de medio lado, con capucha y gafas de sol, pero, ¿qué culpa tiene mi cuñado si siempre viste así? Y si te fijas bien en el trozo de barbilla que sobresale, no hay lugar a dudas: es Justin Bieber. El caso es que Ismael jubiló la pinza utilizada por la celebridad para llenar la bolsa y ahora la tiene expuesta en el escaparate. Y no os podéis imaginar lo que eso significa para la marabunta de críos que desde entonces invaden su tienda. Son como peregrinos visitando La Meca. En fin, como dice Ismael: "a veces sólo hay que tener un poco de suerte, o un oportuno reclamo, para dar un gran impulso a tu negocio".


          Cuando entré estaba tan risueño como siempre, atendiendo a una abarrotada tienda desde detrás del mostrador. Lo miré con ojos de pena y me quedé paralizado. Él me vio enseguida, seguramente gracias a los cuatro palmos de altura que sacaba a toda la chiquillería que por allí correteaba; o quizá alertado por las señales de auxilio que emitía mi cara: parecía un triste y solitario faro entre un mar de niños embravecidos.


           — ¡Hombre, Miguel! —soltó Ismael, presto para socorrerme— Pasa, pasa... —añadió haciendo un ademán para que le acompañara. Luego se dirigió a su empleada— Carolina, defiende tú el fuerte. Sólo será un momento —y me hizo acompañarle a la trastienda.


          Yo estaba avergonzado. Siempre le he regalado las dos botellas de cava que lleva el lote y el vino tinto, así que esperaba al menos una punzante observación o una pequeña reprimenda por haber aparecido sin un mísero paquete entre mis manos. Pero, para mi sorpresa, apenas se fijó en esa parte de mi cuerpo con dedos.


           — ¿Quién te ha hecho eso en la cabeza? —preguntó. Y luego soltó una enorme carcajada.

           — Ehh... ha sido Manel... —dije con timidez.
           — Nunca pensé que pagarías por un peinado de ese estilo —sentenció, para acto seguido continuar cachondeándose.

          Me di cuenta de que tenía razón. Jamás me había visto con un peinado que no llevara la raya en medio. Pero ni él, ni yo, ni nadie. Me puse tan encendido con el discurso de la barbería que apenas me percaté del secador y el cepillo trabajando sobre mi sesera; y, tras mi fallido regalo, tampoco podía enfadarme por más extraño que me viera. Entonces caí en el hecho de que no había pagado un euro por el trabajo de Manel. Ni tan siquiera por el agua con gas. Y me sentí aún peor.


           — Pero, ¿qué te pasa?

           — Pues que soy un mal amigo... —confesé, avergonzado y mirando al suelo— Debería haberle llevado a Manel la botella de whisky del lote, pero le he fallado. Y encima él, en lugar de enfadarse, me ha invitado a un refresco y me ha obsequiado con estos pelos...
           — Sí, menuda venganza ha perpetrado... —dijo con una sonrisa en los labios.
           — Bueno, quizá me lo merezca... lo más probable es que lo haya decepcionado.
           — Vamos, hombre. No será para tanto.
           — Lo es, lo es... Al menos para mí...

          Después de esta confesión permanecimos en silencio un par segundos. Hasta que Ismael, poniéndose muy serio, se decidió a hablar.


           — ¿Sabes qué?, me parece que tienes toda la razón. Has sido un amigo malísimo. Es más, ahora mismo me pareces un tipo detestable.

           — Pero no ha sido mi culpa —intenté defenderme— El capullo de mi jefe se ha olvidado de encargar los lotes y...
           — ¡Ah! —me cortó de pronto— O sea, que a mí tampoco vas a regalarme nada, ¿verdad?
           — No —dije con voz de niño extraviado— No he traído ninguna botella de cava...
           — De acuerdo, está bien. Pero si Manel ha podido resarcirse con... eso —dijo señalando hacia mi flequillo—, deja que yo también me tome la revancha —y desapareció tras una cortina.

          Volvió a los cinco segundos, portando un saco de kilo y medio repleto de carbón; carbón de azúcar, por supuesto. Me lo entregó con cara de enfado y continuó echándome la bronca.


           — Has sido un niño muy malo, y esto es lo que les traen los Reyes Magos a los de tu calaña.

           — Pero... ¿qué quieres que haga yo con esto? —dije sin entender nada.
           — ¿Que qué quiero que hagas? —dijo con las cejas muy juntas—, pues aprender la lección. Comer muchos dulces y reflexionar para que el año que viene no se vuelva a repetir.

          Entonces soltó otra carcajada y me apretó los hombros de forma afectuosa.


           — Venga, Miguel. A ver si empiezas ya a pillar mis momentos de guasa. Me da igual que no traigas nada. Gracias por pasarte a saludar y perdona que no pueda atenderte como es debido, pero tengo la tienda abarrotada. —dijo mientras me agarraba por el codo y se abría paso entre los chiquillos para acompañarme a la puerta— Que tengas felices fiestas y saluda a mi hermana de mi parte. Nos vemos en la cena de Navidad.


          Y me dejó plantado en la calle; sin tan siquiera poder replicar.


          Antes de que se fuera estuve a punto de decirle algo. Incluso después, a los pocos segundos, hice un amago de volver a entrar. Pero como ya era tarde y no tenía ni la más remota idea de lo que podría decirle, opté por dejarme llevar, con la inestimable ayuda de unos lentos y confusos pasos vacilantes, hasta la siguiente cita.


          Recorrí meditando las dos manzanas de separación que hay entre la tienda de caramelos de Ismael y la pescadería de Adrián. ¿Qué estaba pasando? A ninguno de mis amigos parecía importarle lo más mínimo mi falta de compromiso; ese deber cumplido durante tantos años y que ahora casi aparentaba ser una molestia. Me habían tratado como si fuera un loco peligroso al que hay que seguirle la corriente. Puedo entender que a ninguno le pareciera importante mi problema, pero eran mis amigos, y deberían estar más que acostumbrados a los cambios de humor que experimento cuando me trastocan los planes. No pedía que se unieran a mi desdicha, pero sí al menos que fueran más considerados con mi situación.


          Por fortuna, iba a ver a Adrián. Comprendería mi sufrimiento y me soltaría las palabras justas para pasar el mal trago. Él es la persona más capacitada que conozco para ponerse en la piel de cualquiera. O de cualquier animal. O incluso en la de cualquier objeto. Sí, mi amigo tiene un carácter un tanto peculiar, pero es noble como un trozo de pan. No como el patán de mi jefe, al que iba llamando de vez en cuando, y me saltaba el contestador, mientras me dirigía a la pescadería. Si lo llego a pillar en ese momento lo hubiese puesto de vuelta y media.


          A pesar de lo raro que pueda parecer, yo siempre he sentido una gran envidia por el trabajo de Adrián. No es que me guste destripar peces, lo que me fascina de su oficio es que lleva haciéndolo desde los cinco años. De hecho, heredó el negocio de su padre. ¿Puede existir una vida con menos alteraciones que la suya? Ojalá me hubieran preparado desde mi más tierna infancia para disfrutar de la rutina que llevo hoy en día. Me hubiese evitado todas las incertidumbres de mi adolescencia y juventud. ¡Si hasta se casó con María, su novia de toda la vida, y que también había nacido en su misma escalera! Eso es tener suerte.


          La suerte que me faltó a mí cuando entré por la puerta de la pescadería y vi que Adrián no estaba tras el mostrador.


           — Buenas tardes y felices fiestas, María —le dije a su señora— ¿Está Adrián?


          La mujer me miró como si en lugar de su marido le hubiera nombrado al mismísimo Satanás.


           — ¿Tú lo ves por aquí? —me lanzó a la cara.


          Miré de lado a lado de la tienda, como si los casi dos metros que mide Adrián pudieran esconderse debajo de una silla.


           — No —dije al fin— No lo veo.

           — Pues yo tampoco —me dijo alzando la voz y visiblemente malhumorada— Y llevo así desde que esta mañana se percatara de no sé qué clase de gesto hecho por un cangrejo y no tuviera más remedio que llevarlo a la playa para soltarlo...

          Sí, ese era mi Adrián. Una persona empática como pocas, capaz de intuir una llamada de auxilio en los mínimos movimientos de cualquier cosa.


           — ... Y aquí me tienes —continuaba vociferando María— Más sola que la una y con todos los encargos de nochebuena pendientes. ¡Ah, por cierto! También me ha dejado un recado para ti.


          Soltó el cuchillo ancho y pesado de pescadera, se sacó los guantes y se agachó para sacar un paquete alargado del congelador. Lo puso sobre el mostrador y me acercó un papel que sacó de su bolsillo.


           — Toma, esto de parte de Adrián.


          Cogí la nota y me puse a leer.



           Querido Miguel, siento no poder recibirte, pero me ha surgido una urgencia. Como sé que te acercarás para regalarme las conservas del lote, esta vez he preparado una lubina para intentar corresponder a tantos años de generosidad. Sé que es martes y hoy comerás tortilla de patatas, por eso la he congelado, para que el sábado, que es el día en el que comes pescado, la puedas disfrutar con tu mujer. Un saludo y felices fiestas.
Fdo. Adrián

          Cogí la lubina, la aprisioné debajo del brazo y entré en una especie de trance. Todo me salía del revés. Primero con la desdicha sufrida con el lote. Y luego, en lugar de haber ido desprendiéndome de su contenido, iba acumulando regalos que mis amigos me ofrecían. Peor no podía ir el día.


          Tras despedirme de María de la mejor forma posible (en mi estado aún no sé ni cómo pude articular palabra) me dirigí a casa. No sé con cuantos vecinos me crucé durante el trayecto y mucho menos las frases que les dije. Mi cabeza estaba tan embotada que a mi memoria le fue imposible retener aquellas palabras vacías e intrascendentes, si es que en verdad hubo alguna. Para avivar mi tormento, sólo veía que la gran mayoría se dirigía a casa con un lote entre sus manos y los ojos llenos de dicha.


          Fue al salir del ascensor y mirar hacia la puerta de mi piso cuando espabilé y me di cuenta de que aún me quedaba una última parada pendiente: la casa de don Armando. Ya que era mi vecino de al lado no supondría ningún problema cumplir con el trámite, pero estaba exhausto, agotado, cansado de tantos sucesos insólitos; mi capacidad para asimilarlos había llegado a su límite. Así que pensé en reponer fuerzas entrando en casa y, si acaso luego, después de comer, ya le llamaría al timbre para felicitarle las fiestas y excusarme por no poder regalarle los turrones del lote. Pero una vez más la suerte me fue esquiva.


          Nunca se me han dado bien los juegos malabares. Cualquiera que me conozca medianamente bien hasta podría decir que soy bastante torpe. Con todas estas pistas os haréis cargo de la dificultad que conlleva, al menos para mí, sacar las llaves del bolsillo mientras tienes una mano ocupada con una bolsa llena de carbón de azúcar y la otra sujeta una pesada lubina. Por eso se me escurrieron y acabaron impactando contra el suelo. Aunque fue el eco del rellano el culpable de amplificar ese tremendo estruendo.


          Don Armando es el típico vejestorio viudo de setenta y dos años. Encorvado por la artritis, medio ciego y con la tensión por las nubes. Pero el muy canalla todavía conserva un oído de murciélago. Y aún no había tenido tiempo de recoger las llaves del suelo cuando descorrió los dos cerrojos de su puerta y la abrió de golpe.


           — ¡Miguel! —gritó mirando al frente con cara de espanto.


          Yo seguía de cuclillas y no estaba seguro de que me hubiera visto. Aún así delaté mi posición.


           — Ehh... ¿si?

           — ¿Qué haces ahí tirado? —dijo al descubrirme, como si esa postura fuese más molesta para él que para a mí; aunque ni se molestó en esperar respuesta— Ven, entra, necesito tu ayuda.

          Se dio media vuelta y desapareció tras el recibidor.


          Solté un bufido. Yo sólo tenía ganas de llegar a casa y descansar, pero no podía negarme a echarle una mano. En el fondo me sentía culpable por no poder darle unos míseros turrones, de modo que entré para ayudarle. No sabía si podría llegar a compensarlo, pero estaba seguro de que aquella visita sería mi penitencia.


          El piso de don Armando nunca me ha gustado. Ya desde fuera suelta un olor a naftalina que tira para atrás. Pero lo peor viene cuando te adentras por sus antiguas paredes de papel encolado y descubres que no ha dejado un solo hueco sin colocar un marco con foto. Allí no falta nadie de su familia. Incluso hay un rincón del comedor dedicado a todas las mascotas que ha tenido. A mí me da un poco de grima ver tanta cara enganchada por las paredes; parece como si don Armando sufriera de alzheimer y necesitara verlos a todas horas para no olvidarse de sus seres queridos, y para nada es el caso.


           — Mira —me dijo en cuanto llegué al comedor— ¿qué te parece? —y me plantó su móvil a un palmo de la cara— ¿cómo los ves? —insistió.


          Tardé dos segundos en enfocar la vista para ver la figura de Rafael, su hijo, agarrado a una rubia nórdica que le sacaba dos palmos de altura por tres de anchura.


           — Pues... parecen felices —acerté a decir.

           — ¿Felices? —me preguntó, como si le hubiera hablado en chino— Me la sopla lo felices que parezcan. Lo que quiero saber es si ese mastodonte de carne humana es hembra o macho.

          Volví a mirar la foto.


           — Es una mujer —decidí al instante.

           — ¿Seguro?
           — Sí, sí, estoy completamente seguro.

          Don Armando se dejó caer en el sillón y soltó un suspiro.


           — Uff, me has quitado un peso de encima. He ido a Correos a buscar ese paquete —dijo señalando la mesa—, y cuando le he llamado para decirle que había llegado sin incidencias va y me manda esta foto junto con la frase "aquí estoy con mi pareja". Ya me dirás tú a que viene eso de llamar "pareja" a la novia, cuando de toda la vida se le ha dicho... pues eso, novia, mujer, esposa... Cuando la gente utiliza una palabra como "pareja" siempre es para ocultar algo obsceno...


          Rafael tiene cuarenta años y llevaba uno viviendo en Noruega. La versión oficial de su marcha había sido "por motivos de trabajo", aunque a nadie se le escapaba la difícil relación que había mantenido con su padre tras la muerte de su madre. Nunca habían gozado de una gran comunicación entre padre e hijo; y poner tierra de por medio no parecía haberla mejorado.


           — ... Y encima va y me manda un paquete con galletitas saladas y huevas de esturión... —continuó quejándose don Armando.


          Miré hacia la mesa y, efectivamente, allí estaba la caja de cartón abierta.


           — ...¿Acaso no sabe que no puedo comer nada de eso?, anda Miguel, te llevas la caja para casa y la aprovecháis vosotros.


          <<Hala, venga, —pensé— dos productos más. Lo que me faltaba>>. Ya había completado mi particular lote. Entonces me acordé de los turrones que no podía regalarle.


           — Lo siento mucho, don Armando —dije con voz ahogada.

           — ¿Por qué?
           — Pues porque este año no he recibido el lote y no tengo ningún dulce que ofrecerle.
           — ¡Ah, eso! No te preocupes: el mes pasado me hicieron un análisis de sangre y ahora también soy diabético. Creo que no existe una enfermedad que no se sienta atraída por mi cuerpo.

          Luego soltó tres toses y, como si hubiese sido yo el que hubiera llamado a su puerta, me dijo:


           — Y ahora vete para casa, que se me va a enfriar la comida.


          Atravesé el umbral de mi hogar e inspiré con fuerza. Mis fosas nasales fueron invadidas por un delicioso aroma a tortilla de patatas. ¡¡Por fin!! Aquello consiguió acercarme a la normalidad, devolverme por un momento a la dulce rutina.


           — Hola, Miguel —dijo Ana desde la cocina al escucharme entrar— ¿Qué tal el día?

           — De locos —contesté a mi mujer.

          Se asomó al recibidor y puso los ojos redondos como ciruelas.


           — Pero... ¿qué te ha pasado?


          Puede que le impresionara verme llegar con las manos llenas. Yo tampoco sabía muy bien que hacía con una bolsa hasta arriba de carbón de azúcar, otra con una lubina congelada y una caja de cartón con el logotipo de una empresa de transportes noruega. Esa escena no tenía ningún sentido. Ni para mí ni para nadie. Aunque sospecho, por cómo miraba mi cabeza, que la mayor sorpresa se la llevó por el tupé engominado que lucía.


           — Déjame poner todo esto sobre la mesa y ahora te explico...


          Y así fue como sucedió: entré en el comedor, me acerqué a una mesa que ya estaba preparada con los cubiertos, y aparté con el codo el lote que había sobre ella para descargar todo lo que llevaba encima.


          ¿Un lote? ¡¿Un lote?! ¡¿Qué demonios hacía ahí un lote?!


           — Por cierto, —dijo mi mujer mientras aparecía por el comedor portando una estupenda tortilla— acaba de venir un transportista y ha dejado tu lote de empresa.


          Yo no dije nada. No podía. Estaba derrotado por los acontecimientos. Dejé de mirar el lote y desvié los ojos hasta dar con la esponjosa tortilla de patatas. Dorada, gelatinosa, con dos centímetros de grosor. Como a mí me gusta, como debe ser. Aquella circunferencia perfecta era el punto y final al peor día de nochebuena que he vivido hasta la fecha. A partir de ese momento todo se volvería a encauzar, todo volvería a la normalidad. O al menos esa era mi esperanza. 


          Y entonces sonó mi teléfono. Totalmente ido como estaba, descolgué sin mirar la pantalla. 

          — ¿Sí? —contesté.
           ¿Miguel, has sido tú el que me ha llamado siete veces y me ha puesto tres mensajes? —dijo una voz exactamente igual a la de Javier, mi jefe.
          — Ehh... creo que sí —contesté con timidez.
          — ¿Y bien? ¿Qué es eso tan urgente que tienes que decirme?

          Había estado preparando una batería de preguntas a cerca del pago de los lotes, sobre su fecha de entrega. Quería saber hasta el nombre de la empresa encargada de hacérnoslos llegar. Pero sobre todo iba a despotricar contra mi jefe por marcharse y olvidarse de todo. Y ahora, con Javier por fin al aparato, sólo me salió un bobo <<¡FELIZ NAVIDAD!>>.        

martes, 22 de noviembre de 2016

Traducción simultánea


Que en la programación televisiva podemos encontrar una enorme diversidad de canales es algo que todo el mundo sabe. Están los de entretenimiento puro y duro (la gran mayoría de ellos mezquinos) pertenecientes a Mediaset, los supuestamente progresistas (véase La Sexta), los conservadores (Antena3, Nueve, Intereconomía y alguno más), también los autonómicos (centrados cada uno en su región), etc...

Y también existen los canales temáticos, con muy poca carga de adoctrinamiento, donde apenas se aprecian inclinaciones políticas. Algo así como los canales blancos, diría yo. Se centran en su materia y tratan de no herir sensibilidades ni hacer juicios morales, procurando llegar siempre de forma diáfana a los interesados en sus contenidos exclusivos. Aquí podríamos situar a los musicales, los de cocina, los infantiles, los deportivos, etc...

La gran mayoría de estos últimos canales tienen la particularidad de emitirse en varios países, por eso no es de extrañar encontrarnos con documentales doblados o locutores narrando en los diferentes idiomas de cada territorio. Lo importante es que el espectador entienda cuanto sucede en pantalla. Pero, ¿qué pasa cuando, en un territorio como es Cataluña, los espectadores son bilingües? Pues que, en principio, se ha de optar por un idioma. En este caso, y con muy buen criterio, el catalán, que para algo es el idioma oficial de la región.

Partiendo de esta decisión tan lógica, es del todo consecuente que su programación sea en catalán y se doblen, o se subtitulen, todos los documentales y entrevistas en ese idioma. Pero lo que es una práctica habitual y espontánea, jamás debería utilizarse de forma tan estricta como para llevarla hasta límites absurdos, y me explico.

El otro día, zapeando con el mando, fui a parar al canal Barça, justo unos minutos antes de celebrarse la presentación oficial de Rakuten, el nuevo patrocinador para el año que viene. Como nunca había presenciado un acto semejante, me picó la curiosidad y aguanté hasta que dio comienzo.

Primero tomó la palabra el presidente del F.C. Barcelona, Josep Mª Bartomeu, hablando en catalán, para seguidamente hacerlo en inglés y en castellano. Se trataba de una emisión internacional, así que era de lo más sensato expresarse en cuantas más lenguas mejor. Y cuando utilizó el inglés vi muy razonable sobreponer la voz en catalán del traductor simultáneo para que pudiéramos entender lo que decía. Lo que ya no me pareció tan normal fue que emplearan el mismo proceder cuando Bartomeu habló en castellano.

¿Acaso no presumimos los catalanes de bilingüismo?, pues no nos tratemos nosotros mismos de catetos y dejemos escuchar un idioma que dominamos igual de bien que el catalán. Porque una traducción simultánea sólo tiene sentido si ayuda a clarificar el mensaje, y para nada era ese el caso. Es más, entorpecía la fluidez del acto. Pero el disparate fue aún más allá cuando tomó la palabra el Sr. Mikitani, fundador, presidente y consejero delegado de Rakuten.

Dado que Mikitani es japonés, habló, como es lógico, en su idioma natal. El supuesto problema surgió cuando, imagino yo que por falta de soltura con el idioma del club, la traductora simultánea tradujo la perorata del japonés al castellano. Entonces, no sabemos si alentado por unos jefes empecinados en que todo el acto se escuchara en catalán o por voluntad propia, pudimos oír al traductor catalán traducir lo que la traductora había traducido previamente del japonés al castellano, con el consecuente lío de voces y la no menos desconcertante escena. Hubo un momento en el que hablaban tres personas a la vez: Mikitani en japonés, la traductora traduciendo al castellano y el traductor que traducía al catalán lo que había traducido anteriormente la traductora. Y yo no me enteraba de nada con tantas voces pisándose las unas a las otras. O mejor dicho, únicamente comprendí que aquello era un despropósito.

¿Tan difícil era, ya que no hallaron una traductora japonesa que dominara el catalán, dar por buena la traducción castellana? Porque estoy completamente seguro de que, ni aún buscando a conciencia, aparecería en Cataluña un solo espectador que no entendiera el castellano. ¿Era necesario forzar tanto la situación? Me parece a mí que no.

Algunos justificarán ese proceder esgrimiendo el vengativo argumento de que era en defensa del idioma catalán, que también ha sufrido muchas veces este trato para acabar anulado por la cabezonería de traducirlo todo al castellano. ¿En cuántas ocasiones hemos tenido que aguantar los catalanes la innecesaria traducción al castellano de "bon día", "bona tarda" o "bona nit", cuando hasta el más cazurro de los españoles lo entiende?

Que esos desmanes han existido, y que aún hoy en día se observan sus últimos coletazos, es del todo cierto, pero pertenecen a otra época y no creo que se deba volver a esas prácticas represivas, no creo que para defender a un idioma se deba aplastar a otro. La convivencia de los dos idiomas en la tele debería darse de una forma tan natural como la encontramos en nuestras calles. A mí nadie me traduce al catalán (ni mucho menos me reprende) si voy a la panadería y pido una barra de cuarto en castellano, igual que tampoco me traducen al castellano cuando hablo en catalán.

No me gustó para nada el proceder de ese traductor. Y sólo espero que fuese debido a un pequeño desliz, a un malentendido en sus funciones y que nada tenga que ver con absurdas revanchas. Porque ya lo dijo Gandhi en una de sus muchas frases célebres: "La filosofía del ojo por ojo solo puede terminar dejando a todo el mundo ciego".

viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuenta atrás



El otro día fui al cine con mi mujer y vimos Dr. Strange. Es otro calco de esas películas infantiles, basadas en un cómic, a las que, desgraciadamente, tan acostumbrados nos tiene la Marvel. Así que de ningún modo me molestaré en recomendarla; pero he de reconocer que, esta al menos, me resultó bastante más entretenida que todas las anteriores con superhéroe adosado. ¿Por qué?, os preguntaréis; ¿es acaso mejor que Thor, Capitán América o cualquier otra de la factoría? Pues no. Más bien es normalita tirando a floja, sobre todo gracias a un guión que nos lleva por un camino mil veces visto y que alguien (seguramente un productor en busca de que le otorgaran la calificación "para todos los públicos") ha salpicado con un humor soso e infantil. Lo único que la salva de su mediocridad son los caleidoscópicos paisajes (dicen que vale la pena verlos en 3D) y el impresionante plantel de actores (Benedict Cumberbatch, Chiwetel Ejiofor, Rachel McAdams, Mads Mikkelsen, Tilda Swinton...). ¡Ah, sí!, y que los personajes son capaces de dominar el espacio y el tiempo, ahí es nada.

Es aquí donde, al menos para mí, radica lo interesante. Desde el Dr. Who que no había encontrado a un tipo con unos poderes similares. Y no solo es algo que traiga de cabeza a nuestro héroe, sino que también el villano de turno está preocupado por el transcurrir del tiempo. De hecho, su mayor obsesión es situar a nuestro planeta en un universo paralelo donde no existe el factor tiempo, así viviremos todos eternamente.

Esta teoría, en sí, ya es un poco disparatada, porque en un universo donde no existe el tiempo tampoco debería existir el concepto "vida eterna". Hablar de "eterno" (o infinito), quieras que no, solo tiene sentido si hablamos de tiempo, aunque sea de su totalidad. Pero bueno, no me voy a liar con reflexiones filosóficas. En la película, la eternidad queda más bien traducida en el hecho de trasladarnos a una dimensión sin tiempo para hacernos inmortales. Aunque, insisto, poca cosa tenga que ver con la una con la otra. En fin, cada cual que saque sus propias conclusiones.

Lo que ha captado mi interés es que centran gran parte del argumento en una preocupación tan humana y ancestral como es tratar de controlar el tiempo. Con un gancho así de goloso, casi se perdona ese guión plagado de agujeros tan imponentes como el que dejó la bomba atómica en Hiroshima. Porque aprovechar el tiempo es, sin lugar a dudas, la mayor obsesión de la humanidad.

Quizá por eso, desde hace unos años, está el mundo lleno de relojes. Mires a donde mires, te topas con uno. Al parecer, es imprescindible saber en todo momento el rato que nos queda para comenzar con cualquier otra absurda tarea pendiente. Así de previsores somos.

Pero el ser humano, en aras de su desenfrenada evolución, siempre ha querido ir un paso más allá. De eso me di cuenta al salir del cine. Ya no nos conformamos con saber la hora y disponer de ella a nuestro libre antojo, no. Ahora, para saciar nuestra obsesión por el control, necesitamos que nos programen los desplazamientos con una cuenta atrás.

Esto ocurrió cuando íbamos a montarnos en el coche y, automáticamente, saltó un aviso en el móvil de mi mujer. Yo soy un defensor a ultranza de la intimidad personal, pero al ver lo embelesada que se quedaba mirándolo, me atreví a preguntar quién le mandaba aquel mensaje.

 — Nadie —me contestó con indiferencia— Es el propio móvil, que ha detectado la proximidad del coche y me dice el tiempo que tardaremos en llegar a casa. ¿Ves?, —dijo, enseñándome la pantalla— tan sólo siete minutos. Siempre hace igual.

Yo me quedé perplejo.

 — ¿Y cómo sabe que nos dirigimos a casa? —pregunté extrañado.
 — No lo sabe, no hace falta decírselo. Cada vez que montamos en el coche me da esa información, junto con la ruta más rápida.

<<Qué curioso>>, pensé mientras mi mujer arrancaba el coche. <<Ni que fuéramos miedosas fichas de parchís calculando, desde cualquier casilla del tablero/mapa, los movimientos precisos para llegar a casa sanos y salvo>>. Y entonces entendí lo útil que puede resultar, en caso de sufrir cualquier indicio de ansiedad, el saber exactamente cuánto vas a tardar en volver a casa.

Asombrado como estaba por la libertad que se tomaba el teléfono y lo calculados que tenemos los tiempos, llegamos al primer semáforo y miré, casi sin querer, la señal luminosa de los peatones. Estaba en rojo, pero lo que me dejó ensimismado fue una cuenta atrás que indicaba los segundos restantes para que cambiara a verde. Hasta entonces, nunca la había visto. Vale que ese comportamiento se puede encontrar en multitud de semáforos, sobre todo en avenidas anchas, donde es muy conveniente prevenir a las personas del próximo cambio para evitar un posible atropello, pero... ¿estando el semáforo en rojo? Eso era algo nuevo.

¿De qué sirve saber cuándo va a cambiar a verde si, mientras esperamos, no corremos ningún peligro? Esa cuestión me tuvo un rato pensativo. Entonces llegué a la conclusión de que sólo es eficaz en el caso de querer aplacar el estrés que puede causar la simple espera de unos segundos. O el cabreo, para según qué persona inquieta, ocasionado por la infame pérdida de tiempo. Quizá de ese modo se frenen las ansias indomables de quienes se lanzan a la aventura de cruzar en rojo por una calle tan transitada. Con lo obedientes que nos hemos vuelto con la tecnología, prestando toda nuestra atención cuando oímos un timbre o se dispara una alarma, ese sencillo cronómetro podía ser muy persuasivo, y asimismo hacer de la molesta espera un momento algo menos angustioso.

Cansado como estaba ya de darle vueltas al asunto, agarré mi maza imaginaria de subastador y di por bueno adjudicar a mi favor el lote de estos razonamientos para seguir disfrutando del recorrido. Hasta que, unas calles más tarde, vi una parada de autobús.

Era una sencilla marquesina con un banco y un único pasajero a la espera. Pero lo que me volvió a llamar la atención fue otra cuenta atrás, esta vez incrustada en el lateral acristalado, que avisaba al señor de la aparición inminente del siguiente autobús. <<¿Otra vez?>>, pensé. <<¿Tan obsesionados estamos con el tiempo que necesitamos calcularlo todo?>>. Y sí, eso parece.

Entonces miré a ese solitario viajero y sentí lástima por él. No porque estuviera tan pendiente del cronómetro que fuese incapaz de pensar en otra cosa (de hecho, ni tan siquiera lo miraba), sino porque, precisamente, no paraba de matar el tiempo hurgándose la nariz. Y según señalaba la cuenta atrás, faltaban pocos segundos para ver aparecer el siguiente autobús. Si continuaba con ese ejercicio de espeleología, decenas de pasajeros lo iban a pillar con las manos en la masa; verde y viscosa, eso por supuesto. Pero también pude dibujar una sonrisa en mis labios.

Mira tú por dónde, al fin le había encontrado una verdadera utilidad a la cuenta atrás: señalaba el momento exacto para dejar de hacer el guarro.

martes, 18 de octubre de 2016

Amenaza de nueva generación




Todos nacemos con dones, de eso no me cabe la menor duda. Vienen incrustados en nuestros genes y forman parte indisoluble de nuestra personalidad, siendo utilizados de una forma tan natural que muchas veces no nos damos ni cuenta a la hora de emplearlos. Luego, a lo largo de los años y a base de insistir, podemos desarrollar otros talentos bien diferentes, pero nunca los manejaremos con la misma soltura de aquellos con los que nos engendraron.

Buscad, pensad un momento sobre cualquier ejercicio que se os dé mejor que nadie. Yo lo hice el otro día y no tuve la menor dificultad en detectarlo. Mi auténtico don, mi indiscutible talento, es desquiciar a la gente; ponerla muy nerviosa. Y lo manifiesto a través todo mi ser: en el barniz de mi humor ácido y surrealista, tras la inexistente bravura de mi infinita calma, bajo ese timbre de voz agudo y desagradable que emito cuando hablo, en la imperturbable pachorra que desprendo cuando me siento agredido por las situaciones más adversas, con la insistencia inhumana que exhibo cuando algo, de forma irremediable, se me mete entre ceja y ceja... Y así podría estar enumerando aspectos sobre mí carácter hasta agotar vuestra paciencia y conseguir alteraros, porque todo, absolutamente todo, va encaminado a poneros de los nervios.

Como comprenderéis, este don mío, lejos de facilitarme las cosas, ha sido un obstáculo perpetuo en mi noble afán de interactuar con las personas. No sólo me aleja de mis objetivos, sino que también hace que me granjee no pocos sobresaltos en forma de malentendidos, pudiendo llegar al improperio, bramido o cualquier otra forma de desahogo a la que se preste mi interlocutor. Aunque, para ser sinceros, la reacción que más provoco cuando despliego "mis encantos" es la de la amenaza.

Amenazar es un procedimiento de lo más efectivo, aunque algo rudimentario, para hacer llegar al contrario que no estás del todo de acuerdo con su actitud. Pero, para que de una amenaza surja el efecto deseado, debe poner en peligro algo que importe mucho, algo que sea tan necesario para el amenazado como el respirar. Y no siempre se logra.

Como podréis sospechar, a mí me han amenazado de múltiples y variadas formas. Y he de admitir que con casi todas me he sentido enormemente intimidado.

Las primeras me las lanzaron mis padres. Eran amenazas sencillas, sin atentar contra la vida ni ninguna parte indispensable de mi cuerpo. Pero, precisamente por salir de las personas que mejor me conocían, eran las más dolorosas y acertaban sin demasiado esfuerzo en el blanco de mis mayores intereses.

Luego llegaron las de los compañeros del colegio y vecinos del barrio. Para quien no lo sepa, el lugar donde me crié es, sin lugar a dudas, el peor suburbio de Barcelona (por no decir de España o del mundo entero), de modo que si te señalaban con el dedo y te decían que iban a arrancarte la cabeza para echársela de comer a los cerdos (y juro haberlos oído gruñir a través de las finas paredes que separaban nuestros hacinados pisos), te lo creías y procurabas echar un tupido velo sobre cualquier cosa por la que se debatiese.

También recuerdo con cariño las advertencias de mi sargento durante el cumplimiento del servicio militar. Pobre hombre, una noche me gritó tanto que a la mañana siguiente no podía ni mandar a ponernos firmes de lo afónico que estaba. Allí sólo podían apelar a un castigo de ejercicios físicos (cosa que por aquella época podía superar sin problemas) o a la privación de salida. Que iluso. Ni que tuviera algún lugar a dónde ir en una ciudad extraña y sin un maldito duro...

Os contaré dos secretos sobre esta bonita y amedrentadora práctica. Una de las características indispensables para lanzar una buena amenaza, ha de ser la incuestionable viabilidad a la hora de llevarse a cabo. La persona amenazada ha de creer a pies juntillas que ese ultimátum es del todo realizable; si no, no dará resultado. Y el segundo secreto, y quizá el más difícil de creer por chocar frontalmente con el primero, es que las amenazas son lo más parecido que podemos encontrar a los sueños: por más que se griten al viento, rara vez se cumplen.

Pero no quiero andarme por las ramas desentrañando las esencias de una correcta amenaza, ni buscar las pautas perfectas que permitan ejecutarlas con éxito. ¿Quién soy yo para privar a nadie de experimentar con ellas hasta encontrar la excelencia? Así que iré al grano y me centraré en la última que he sufrido.

Para poneros en situación empezaré explicando que trabajo de mozo de almacén ubicando envíos y preparando rutas en una agencia de transportes, de seis de la tarde a dos de la madrugada. O sea, la mitad de mi horario es nocturno. Pues bien, todo comenzó en la empresa, cuando detecté un fallo en un albarán y quise comentarlo con mi encargado. A ciertas horas de la noche, aprovechando que ya no hay jefes para vigilarnos, el hombre desaparece por el almacén y ya no hay forma humana de localizarlo.

Pocos compañeros lo intentan, pues saben de sobras que anda por algún oscuro rincón con los auriculares puestos, jugando o chateando con el móvil. Es de esa clase de personas que si le dieran a escoger entre su teléfono o un paracaídas, acabaría aplastado contra el suelo. Eso sí, se enteraría todo el mundo, porque lograría mandar cientos de WhatsApps con esa velocidad cósmica que imprime a sus dedos, antes de hacerse papilla. No faltaría a la verdad si dijera que a según qué horas ya se le puede dar por perdido en todos los sentidos imaginables. Mejor dicho, se le podría dar por perdido si no existiera en la empresa una persona tan asquerosamente quisquillosa como yo.

Normalmente lo llamo a grito "pelao", como si fuese un pastor tirolés comunicándome con otro rebaño. Pero presiento que no le hace ninguna gracia, porque cada vez se aleja más de nosotros (o se esconde mejor) y ya no me alcanzan los decibelios para doblegar su voluntad. O se hace el sordo, vete tú a saber.

Llegados a este punto, no hubiese estado de más haber comprendido aquel día el poco interés que mostraba en dejarse ver, pero es muy difícil claudicar cuando todas tus moléculas te exigen poner a la gente histérica perdida. En cualquier caso, sentía unas ansias irrefrenables de molestarlo y no había manera. Entonces se me ocurrió una idea: grabaría una nota de voz gritando su nombre y se la mandaría por WhatsApp, así no tendría escapatoria. Además, para eso están las redes sociales, ¿no? Para hacer llegar, vía satélite, los mensajes que las ondas sonoras son incapaces de transmitir por el aire. Pues dicho y hecho.

El tío apareció ante mí a los diez segundos, cabreado como una mona. Al parecer le habría interrumpido una partida memorable, porque jamás le había visto mirarme con esos ojos asesinos. Lo cierto es que asustaba. Se puso a gritarme que lo dejara en paz, que no tenía que jorobarlo con cualquier chorrada a cada momento. Yo, en mi defensa, intenté mostrarle el albarán con el error, pero cuanto más intentaba replicar, más se enfurecía. Hasta que, rozando el punto álgido de su cabreo, pasó a la parte de la amenaza.

Yo esperaba que embistiera recurriendo a una intervención ante los jefes que pusiera en peligro mi empleo (aunque no se cómo iba a justificar esa denuncia cuando lo único que pretendía era hacer bien mi trabajo) o con la típica amenaza física de partirme las piernas. Pero no, él quiso ir más allá: buscó algo de vital importancia, algo que pudiera situar mi orgullo al borde del abismo. Urdió un plan tan maquiavélico como para dejar mi autoestima tirada por los suelos. O eso pensaba...

Me miró fijamente a la cara, entrecerrando los párpados con fuerza, dibujando unas estupendas patas de gallo en la comisura de sus ojos, como si fuera Clint Eastwood en "Sin perdón", y me dijo muy serio: "si no paras, te bloquearé en el WhatsApp"

En medio segundo pase de estar a punto de mearme encima de miedo, a descojonarme de risa. Aunque, por supuesto, no lo hice de forma visible. No iba a tentar la suerte burlándome de su absurda amenaza. Sencillamente, me callé y continué trabajando.

Fue gracioso, a la par que sorprendente, constatar la gran disparidad existente de criterios cuando hablamos de prioridades. Lo que para mí no tenía la menor relevancia, para él resultaba ser del todo indispensable. Quizá por eso deseé con todas mis fuerzas que llevara a cabo su amenaza. A ver cómo se las arreglaba cuando, por ejemplo, tuviera que notificarme el adelantamiento de una hora en nuestro horario laboral.

No le quedaría más remedio que llamarme por teléfono. Y yo, por supuesto, lo dejaría sonar... y sonar... y sonar... hasta contar al menos con tres llamadas perdidas. O hasta que faltasen pocos minutos para entrar a trabajar. Pero no os llevéis a engaño, porque para nada sería una venganza o un juste de cuentas. Tan sólo mi irracional instinto, mi don,  ese talento con el que resulta tan difícil convivir, manifestándose en forma de indiferencia y aprovechando la circunstancia para ponerlo del todo histérico.

viernes, 7 de octubre de 2016

Entierro honorífico



Ya estamos aquí otra vez. Y, desoyendo a todas aquellas señales que indican lo cansino que puedo llegar a ser (prometo escribir otro tipo de entrada para la próxima vez), con otro minirelato de reciente creación. Bueno, lo llamo minirelato por no decirle ocurrencia, porque imaginar una situación no sé si posee la suficiente consistencia como para considerarla cuento.

He de confesar que soy una persona altamente maleable. Cualquier cosa que vea, por intranscendente que parezca, me proporciona el justo alimento para poner en marcha la imaginación. Esta vez ha sido la reseña de otra persona sobre la visita a un museo llevada a cabo en el transcurso de sus vacaciones. Publicada en el blog LA TERTULIA PEREZOSA, fantasee con uno de los personajes mencionados en dicha entrada y... bueno, todo acabó en esto. Que sea leve.




Entierro honorífico

       A primera hora de la mañana apareció un soldado del Tercer Reich empujando una carretilla por la cuesta del cementerio. Le seguía de cerca un segundo soldado, portando a sus espaldas un saco. Era un día desapacible, plomizo, en consonancia con las tristes y solitarias lápidas que surgían como setas por todo el montículo.

       Se detuvieron ante el inmenso hoyo de la fosa común, descargaron el saco en el suelo y, entre los dos, vertieron el contenido de la carretilla sobre la amalgama de cuerpos. Luego abrieron el saco para echar un buen puñado de cal viva sobre los restos recientes; con maña de agricultor, como si esparcieran las simientes entre los surcos.

       Se expulsaron el polvo de las manos y permanecieron unos segundos en silencio, observando el grado de descomposición que afectaba al millar de cuerpos.

        — ¿Sabes quién era ese? —preguntó Lothar, el más alto y fornido, con voz impasible.
        — ¿Quién era quién? —respondió Fred, el bajito y regordete, mientras recorría con la mirada el centenar de caras que todavía mantenían algún rasgo.
        — El cadáver que acabamos de arrojar.
        — Ah, ese. Ni idea.
        — El Sargento Henrick Schultz.
        — ¿Schultz? No puede ser... Es el probador de los nuevos prototipos de aviones que se están construyendo en la base aérea. Ese hombre es un héroe, jamás se desharían de su cuerpo así.
        — Pues es él. Murió la semana pasada y ha acabado aquí.

       Durante cinco segundos un silencio reflexivo se adueñó del lugar.

        — Tuvo que hacer algo muy gordo para que no lo despidieran como es debido —dedujo Fred.
        — No creas. El informe señalaba que fue degradado de inmediato por abandonar su puesto de trabajo. Al parecer saltó de un avión en pleno vuelo. Encontraron el paracaídas enredado en un árbol y el cuerpo del sargento, ya sin vida, columpiándose entre sus ramas.
        — Vaya, un mal aterrizaje. Era un tipo muy impulsivo, probablemente no supo mantener la cabeza fría.
        — ¡Ja! —rió Lothar. Luego volvió a su imperturbable postura— Ese fue, precisamente, el dictamen del forense. Según los datos extraídos de la caja negra, hubo un fallo de evacuación en los motores de propulsión. La salida de gases se filtró por los conductos de la calefacción y fueron a parar de lleno sobre el cuello del piloto, siendo estos tan abrasadores como para disolverle la carne en segundos. Te he comentado que hallaron el cuerpo sin vida, ¿verdad?
        — Sí...
        — Pero no te he dicho nada sobre la cabeza. No la encontraron. El forense defendía la honestidad del sargento asegurando que ya estaba muerto en el momento de salir propulsado, y que fue el desprendimiento de su cabeza lo que hizo que esta rodara por la cabina hasta presionar, sin querer, el botón eyector.
        — ¿En serio?
        — Como lo oyes...

       Una brisa glacial cruzó el cementerio, de norte a sur, para acabar atravesando sus cuerpos y hacerlos estremecer.

        — Pero... ¿cómo es posible que reciba este trato de disidente? ¿No estaba ya muerto cuando abandonó el avión?

       Lothar se encogió de hombros.

        — Bueno, esa era la hipótesis del forense; una conjetura a la que nadie dio validez por falta de pruebas. Incluso hubo quien acusó al sargento de mestizo, de poseer genes cobardes que le hicieron abandonar su tarea a las primeras de cambio. "Un verdadero soldado alemán no huiría de su puesto; y menos aún estando muerto", se oyó decir en el Consejo de Guerra que le hicieron.
        — ¿De verdad?
        — De verdad.

       Otro escalofrío recorrió sus cuerpos. Esta vez sin necesidad de ningún viento helado.

       Tras dar un sonoro taconazo, Lothar se cuadró y honró los restos del sargento con un saludo marcial. Fred no tardó ni un segundo en unirse al gesto, conscientes los dos de estar protagonizando un trato totalmente inapropiado para ese tipo de actos. Luego regresaron desandando sus pasos, con la certeza de, al igual que el sargento Schultz, haber hecho cuanto podían en su puesto de trabajo.