viernes, 4 de noviembre de 2016

Cuenta atrás



El otro día fui al cine con mi mujer y vimos Dr. Strange. Es otro calco de esas películas infantiles, basadas en un cómic, a las que, desgraciadamente, tan acostumbrados nos tiene la Marvel. Así que de ningún modo me molestaré en recomendarla; pero he de reconocer que, esta al menos, me resultó bastante más entretenida que todas las anteriores con superhéroe adosado. ¿Por qué?, os preguntaréis; ¿es acaso mejor que Thor, Capitán América o cualquier otra de la factoría? Pues no. Más bien es normalita tirando a floja, sobre todo gracias a un guión que nos lleva por un camino mil veces visto y que alguien (seguramente un productor en busca de que le otorgaran la calificación "para todos los públicos") ha salpicado con un humor soso e infantil. Lo único que la salva de su mediocridad son los caleidoscópicos paisajes (dicen que vale la pena verlos en 3D) y el impresionante plantel de actores (Benedict Cumberbatch, Chiwetel Ejiofor, Rachel McAdams, Mads Mikkelsen, Tilda Swinton...). ¡Ah, sí!, y que los personajes son capaces de dominar el espacio y el tiempo, ahí es nada.

Es aquí donde, al menos para mí, radica lo interesante. Desde el Dr. Who que no había encontrado a un tipo con unos poderes similares. Y no solo es algo que traiga de cabeza a nuestro héroe, sino que también el villano de turno está preocupado por el transcurrir del tiempo. De hecho, su mayor obsesión es situar a nuestro planeta en un universo paralelo donde no existe el factor tiempo, así viviremos todos eternamente.

Esta teoría, en sí, ya es un poco disparatada, porque en un universo donde no existe el tiempo tampoco debería existir el concepto "vida eterna". Hablar de "eterno" (o infinito), quieras que no, solo tiene sentido si hablamos de tiempo, aunque sea de su totalidad. Pero bueno, no me voy a liar con reflexiones filosóficas. En la película, la eternidad queda más bien traducida en el hecho de trasladarnos a una dimensión sin tiempo para hacernos inmortales. Aunque, insisto, poca cosa tenga que ver con la una con la otra. En fin, cada cual que saque sus propias conclusiones.

Lo que ha captado mi interés es que centran gran parte del argumento en una preocupación tan humana y ancestral como es tratar de controlar el tiempo. Con un gancho así de goloso, casi se perdona ese guión plagado de agujeros tan imponentes como el que dejó la bomba atómica en Hiroshima. Porque aprovechar el tiempo es, sin lugar a dudas, la mayor obsesión de la humanidad.

Quizá por eso, desde hace unos años, está el mundo lleno de relojes. Mires a donde mires, te topas con uno. Al parecer, es imprescindible saber en todo momento el rato que nos queda para comenzar con cualquier otra absurda tarea pendiente. Así de previsores somos.

Pero el ser humano, en aras de su desenfrenada evolución, siempre ha querido ir un paso más allá. De eso me di cuenta al salir del cine. Ya no nos conformamos con saber la hora y disponer de ella a nuestro libre antojo, no. Ahora, para saciar nuestra obsesión por el control, necesitamos que nos programen los desplazamientos con una cuenta atrás.

Esto ocurrió cuando íbamos a montarnos en el coche y, automáticamente, saltó un aviso en el móvil de mi mujer. Yo soy un defensor a ultranza de la intimidad personal, pero al ver lo embelesada que se quedaba mirándolo, me atreví a preguntar quién le mandaba aquel mensaje.

 — Nadie —me contestó con indiferencia— Es el propio móvil, que ha detectado la proximidad del coche y me dice el tiempo que tardaremos en llegar a casa. ¿Ves?, —dijo, enseñándome la pantalla— tan sólo siete minutos. Siempre hace igual.

Yo me quedé perplejo.

 — ¿Y cómo sabe que nos dirigimos a casa? —pregunté extrañado.
 — No lo sabe, no hace falta decírselo. Cada vez que montamos en el coche me da esa información, junto con la ruta más rápida.

<<Qué curioso>>, pensé mientras mi mujer arrancaba el coche. <<Ni que fuéramos miedosas fichas de parchís calculando, desde cualquier casilla del tablero/mapa, los movimientos precisos para llegar a casa sanos y salvo>>. Y entonces entendí lo útil que puede resultar, en caso de sufrir cualquier indicio de ansiedad, el saber exactamente cuánto vas a tardar en volver a casa.

Asombrado como estaba por la libertad que se tomaba el teléfono y lo calculados que tenemos los tiempos, llegamos al primer semáforo y miré, casi sin querer, la señal luminosa de los peatones. Estaba en rojo, pero lo que me dejó ensimismado fue una cuenta atrás que indicaba los segundos restantes para que cambiara a verde. Hasta entonces, nunca la había visto. Vale que ese comportamiento se puede encontrar en multitud de semáforos, sobre todo en avenidas anchas, donde es muy conveniente prevenir a las personas del próximo cambio para evitar un posible atropello, pero... ¿estando el semáforo en rojo? Eso era algo nuevo.

¿De qué sirve saber cuándo va a cambiar a verde si, mientras esperamos, no corremos ningún peligro? Esa cuestión me tuvo un rato pensativo. Entonces llegué a la conclusión de que sólo es eficaz en el caso de querer aplacar el estrés que puede causar la simple espera de unos segundos. O el cabreo, para según qué persona inquieta, ocasionado por la infame pérdida de tiempo. Quizá de ese modo se frenen las ansias indomables de quienes se lanzan a la aventura de cruzar en rojo por una calle tan transitada. Con lo obedientes que nos hemos vuelto con la tecnología, prestando toda nuestra atención cuando oímos un timbre o se dispara una alarma, ese sencillo cronómetro podía ser muy persuasivo, y asimismo hacer de la molesta espera un momento algo menos angustioso.

Cansado como estaba ya de darle vueltas al asunto, agarré mi maza imaginaria de subastador y di por bueno adjudicar a mi favor el lote de estos razonamientos para seguir disfrutando del recorrido. Hasta que, unas calles más tarde, vi una parada de autobús.

Era una sencilla marquesina con un banco y un único pasajero a la espera. Pero lo que me volvió a llamar la atención fue otra cuenta atrás, esta vez incrustada en el lateral acristalado, que avisaba al señor de la aparición inminente del siguiente autobús. <<¿Otra vez?>>, pensé. <<¿Tan obsesionados estamos con el tiempo que necesitamos calcularlo todo?>>. Y sí, eso parece.

Entonces miré a ese solitario viajero y sentí lástima por él. No porque estuviera tan pendiente del cronómetro que fuese incapaz de pensar en otra cosa (de hecho, ni tan siquiera lo miraba), sino porque, precisamente, no paraba de matar el tiempo hurgándose la nariz. Y según señalaba la cuenta atrás, faltaban pocos segundos para ver aparecer el siguiente autobús. Si continuaba con ese ejercicio de espeleología, decenas de pasajeros lo iban a pillar con las manos en la masa; verde y viscosa, eso por supuesto. Pero también pude dibujar una sonrisa en mis labios.

Mira tú por dónde, al fin le había encontrado una verdadera utilidad a la cuenta atrás: señalaba el momento exacto para dejar de hacer el guarro.

2 comentarios:

  1. Qué estrés, puesto así todo junto. A mí un cálculo del tiempo que me pone enferma es el del metro y el tren. No es exacto porque depende de varios factores. Pero estoy atada a él. Me cabrea un poco esa esclavitud.

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  2. Olvidar el paso de los segundos para mí es un placer, un lujo para mi conciencia que no estoy dispuesto a perder; y, como comprenderás, encontrarme relojes y cronómetros por todos lados es un fastidio. Cuando quiera saber la hora ya la miraré, no hace falta plantar un reloj delante de las narices a cada paso. Pero lo curioso del caso es que, lo que para mí es un engorro, para la gran mayoría actúa como un ansiolítico. Sí, reduce el estrés, pero si te pasas puede crear adicción.

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