martes, 6 de octubre de 2015

Glock 745



Debería escribir con más regularidad. Y no hace falta que nadie me lo diga porque ya me lo digo yo solo. Lo que me pasa es que arrastro varios déficits. El primero sería el de no dedicarle el tiempo suficiente. Y además, el poco rato que me pongo, es de ínfima calidad. O sea, que suele ser delante de la tele y más distraído que concentrado. El segundo es que tengo la sensación de escribir muy despacio. Esto provoca que se me pasen más tonterías por la cabeza de las que mis manos alcanzan a escribir, con el consecuente apelotonamiento de ideas, claro. Y el tercero es que empiezo a querer sobrepasar mis límites y me da por escribir relatos cada vez más complejos y cuidados. Y eso que construir frases bonitas no es que se me dé demasiado bien. La mayoría de veces, cuando corrijo un relato, me invade una inmensa sensación de torpeza. Como si me enfundara unos guantes de boxeo y tratara de mimar a un bebé.

En fin, que ya me gustaría acabar los tres relatos de ciencia-ficción que tengo a medio escribir, y continuar publicando por aquí a un ritmo parecido al de hace unos meses. Prometo enseñarlos para que veáis lo malo que soy. Mientras estoy en ello, y para dar algo de vida al blog, os dejo una de esas ideas que te pones a redactar y no te llevan a ningún lado. Que sea leve.


GLOCK 745

Bill se encontraba solo en la oscura recepción de Mackintosh & Save. Se arremangó el brazo izquierdo de su ajustado traje negro y, asomando la mirada por los agujeros del pasamontañas, echó un vistazo a su reloj. Las dos y cuarto de la madrugada. Aún disponía de quince minutos antes de que hiciera acto de presencia la policía. Desdobló la manga con el cuidado de quien se ciñe una segunda piel y dirigió la vista al centro de la sala. Allí, bajo un foco de luz que magnificaba su presencia a todo aquel que la observara, permanecía la mítica Glock 745, la más inexpugnable caja fuerte creada hasta la fecha por el hombre.

Tanto era así que nadie se había molestado en instalar a su alrededor ni tan siquiera una alarma, un sensor o una vitrina que la protegiera. Con su sola estructura se bastaba. Sólo existía una forma de abrirla, y esta no era otra que poseyendo las claves que únicamente se hallaban almacenadas en su creador, Steve Mackintosh. El gran problema era que Steve había fallecido dos años atrás en un trágico incendio, llevándose a la urna, en forma de cenizas, los dieciocho dígitos guardados en su memoria, su peculiar timbre de voz declamando la palabra secreta y el iris de su ojo derecho. Sin esos atributos, la Glock 745 se mantendría cerrada para siempre. Y si permanecía cerrada nadie tendría acceso a los únicos planos que facilitaban crear más copias de ese fortín.

Como maquinaria inservible que había demostrado ser, quedó expuesta al público y apartada de las funciones para las que fue creada. Hacía dos años que aquel armatoste, capaz de soportar presiones y temperaturas imposibles de manejar por el ser humano, había dejado de ser útil para el ciudadano común. Ya no era más que una pieza de museo.

Pero Bill distaba mucho de ser una persona común.

Había sorteado vallas, puertas y ventanas; burlado cerrojos, sensores de movimiento, escáneres térmicos y claves encriptadas; dejado fuera de combate a perros adiestrados y guardias de seguridad. Todo para llegar donde estaba, donde llevaba tiempo queriendo estar. Ante aquella maravilla tecnológica que era el centro de sus deseos. Pero si Bill llegaba siempre donde se le antojaba, era gracias a que encontraba una solución a todas y cada una de las barreras con las que se topaba; ya fueran mecánicas o biológicas. Podía descifrar el interior de los seres vivos con la misma facilidad que se abría paso entre los elementos de un mecanismo. Y no me refiero solamente a las personas, también dominaba a las bestias. Para Bill no existían obstáculos ni secretos. Todo cuanto había tocado era susceptible de ser desentrañado.

Todo menos la Glock 745.

Se aproximó con pasos cortos y pausados; en parte por el gran respeto que le profesaba y en parte porque estaba acostumbrado a actuar con sigilo. Detuvo su avance ante su frontal y la observó con admiración. Extendió el brazo y acarició los dispositivos de apertura. <<Qué maravilla>>, pensó. De pronto, volvió a mirar el reloj con un veloz movimiento y se percató de que ya estaba perdiendo demasiado tiempo. Inspiró una bocanada de aire, soltó un largo suspiro y se puso manos a la obra.

Descargó la mochila que portaba a la espalda, deslizó la cremallera y extrajo un amasijo de aluminio que comenzó a desplegar de forma metódica. En quince movimientos dejó armada una delgada, a la par que robusta, carretilla. Colocó la lengüeta bajo la caja fuerte, asió los mangos y tiró con fuerza hacia él. Una vez la tuvo suspendida, empujó con brío y se dispuso a abandonar la sala por el recorrido que anteriormente había despejado.

Para cuando la policía llegó a las oficinas, Bill ya accedía a su hogar por la puerta que enlazaba el garaje con la vivienda. No sin un gran esfuerzo, logró depositar la Glock 745 en su dormitorio. Se desvistió, se metió en la cama y apagó la luz. Aquella noche durmió como un niño.

Despertó con fuerzas renovadas, como hacía décadas que no descansaba. Y había soñado, al fin. Se vio abriendo la Glock 745, introduciendo la cabeza en su interior y asomándose tras una puerta dimensional que le mostraba un paisaje futurista de calles iluminadas. Para ser la primera noche no había estado nada mal.

Cada anochecer acometía el mismo ritual: admiraba durante un rato el brillo metálico de la caja fuerte, se recostaba en la cama, apagaba la luz y se dejaba llevar por los misterios que albergara en su interior.

Jamás probó a abrirla. Entre otras cosas, porque sabía que le sería imposible; pero sobre todo porque no estaba dispuesto a romper su profunda incertidumbre. Ningún conocido o familiar de Steve Mackintosh sabía con exactitud qué había guardado allí. Aseguraban que los planos de la Glock 745, pero ¿sería cierto?, ¿habría colocado algo más? También podría haber alojado alguna joya de infinito valor o algo nimio y sin importancia. Lo cierto es que nadie podría nunca conocer el inventario de su interior. Y este hecho fascinaba a Bill.

En sus entrañas podría haber cualquier cosa. Desde una cura para el cáncer hasta un Donut mohoso. Para Bill, al contrario que le sucediera con el resto de elementos, era una caja de sorpresas infinitas. Un recipiente donde todo era posible. Justo lo que necesitaba para alimentar su imaginación. La mejor cura contra el insomnio. Un lienzo en blanco para que, noche tras noche, Morfeo desplegara todo su ingenio.


5 comentarios:

  1. Me ha sabido a poco. Puede que a Bill le llegue con tener la caja frente a él para dormir como un lirón, pero a mí no :) quiero saber qué pasa después.Quizás debería hacer como él y ponerme a maquinar para crearle unas cuantas historias.

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    1. Es normal que te sepa a poco. Ya he avisado que era una idea que no me llevó a ningún lado. Pero el que avisa no es traidor, ¿no? Tenía pensado algo más para Bill, pero me pareció que no mejoraba el escrito y que, encima, me haría perder un tiempo precioso que no dedicaría a los otros tres que tengo pendiente. Y dejarlo para más adelante sería acumular otro relato inconcluso. Pero, oye, que si te apetece maquinar y le creas unas cuantas historias, el personaje es todo tuyo. Yo las leeré encantado.

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    2. Sí, lo sé, pero incluso avisando, me metí tanto en la historia, que quería más :) Si lo pienso un poco más objetivamente, está muy bien terminado así. En cuanto a las historias, me temo que sólo están en mi mente.

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  2. lo leeré con tranquilidad y tiempo. tiene buena pinta.

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    1. Puestos a leer, permíteme recomendarte el siguiente, el de La Baldosa Negra. No es que esté mejor escrito, pero al menos es una historia. No como este, que se quedó en tan solo una idea.

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