Hoy me apetece contar una anécdota. Pero no una de esas historias cotidianas que suelen suceder cualquier día de la semana, no. Me refiero a esa clase de episodios que, por algún misterioso proceso químico en el cerebro, quedan grabados en la mente de forma indeleble. Y para eso tengo que escarbar en el pasado, porque, cuanto más antiguo es un hecho, más me gusta contarlo. Seguramente se deba a que disfruto dando forma a todas aquellas partes que no logro rescatar de mi memoria. Igual que un buceo da para lo que uno es capaz de aguantar la respiración, un recuerdo alcanza sólo para lo que ha quedado esculpido en la mente. Aunque, en definitiva, los dos representen un pequeño viaje a las profundidades. Pero mejor me dejo de ilustraciones baratas y me pongo a narrar.
Todo empezó hace veinte años, cuando yo tenía diecinueve. ¿Sabéis cual era la principal preocupación de un chico de mi edad por aquel entonces? Puede que no lo recordéis; incluso es posible, según lo jóvenes que seáis, que no tengáis ni idea. La respuesta es sencilla: estar pendiente de cumplir con el servicio militar obligatorio. O, en caso de ser objetor de conciencia, con los servicios sociales que los sustituían. A mí, como buen pasota que era (y soy), me daba igual hacer una cosa que la otra. Pero como era más pesado rellenar instancias y esperar a que les apeteciera asignarme una labor, decidí presentarme a la llamada a filas y acabar en nueve meses (ocho, si tenemos en cuenta que uno pertenecía a las vacaciones) con todas las obligaciones con y para el estado. Así fue como acabé disfrazado de artillero en un cuartel de Palma de Mallorca, sin saber muy bien qué pintaba allí.
Ya está, pensaréis. Ya llegó ese maldito día en el que este pesado empieza a contar batallitas de la "mili" que aburren, que no tienen gracia alguna y que no interesan a nadie excepto a quienes las protagonizaron. Y, en cierto modo, tendréis razón. Pero, si no tenéis otra cosa mejor que hacer (y haber llegado hasta aquí, leyendo, me hace sospechar que no), dadme una oportunidad para que os cuente esta especie de fábula. No puedo prometeros una historia fantástica, pero lo que sí aseguro es un suceso peculiar. O igual no, ya veremos.
Pues estaba yo en Mallorca, vestido todo de verde e inmerso en unas maniobras militares. ¿Que qué son unas maniobras militares? Muy sencillo: básicamente una excursión. Una acampada de una semana, en el campo o en la playa, donde se intenta hacer ver que estamos en medio de un conflicto bélico. Vamos, lo que se viene denominando "jugar a la guerra". Aunque estas maniobras eran un tanto especiales, pues en ellas participaban todos los cuarteles de la isla. Para que la contienda fuese más realista, se habían creado dos bandos que debían enfrentarse entre sí. Por un lado las COE (Compañía de Operaciones Especiales) o boinas verdes, que son la élite de nuestras fuerzas armadas. Y por el otro el resto, que éramos muchos más, principalmente infantería y artillería, pero en teoría menos preparados. El escenario escogido para la ocasión era el Puig Major, un enclave de alta montaña precioso, con un lago artificial creado por una presa, sobre la que recibimos órdenes específicas de defender día y noche.
Y en una de esas noches me encontraba yo.
Solo.
Haciendo una guardia de tres a cinco de la madrugada.
Si tenemos en cuenta que las guardias se producen entre las once de la noche y las siete del día posterior, y que siempre se alargan durante dos horas, estaremos de acuerdo en que el segundo y tercer turno, que era precisamente el que me traía entre manos, son los más engorrosos. Porque con el primero es, sencillamente, como si trasnocharas, y hacer el cuarto es igual que pegarse un buen madrugón. Pero eso de interrumpir el sueño para salir a pasear un rato, sin hacer nada y volver a acostarse, es uno de los mayores incordios que puede sufrir uno en el servicio militar. Pero era lo que tocaba. Y no me podía quejar.
Observé la hora en las agujas de mi reloj. Las tres y diez, y una aburrida noche por delante. No era mi primera guardia (ni, desgraciadamente, fue la última) y pensé que, mirándolo bien, tenía la suerte de estar al aire libre y no encerrado en un cuartel, que es como suelen hacerse todas las guardias. De toda la vida me he sentido más atraído por la montaña que por el mar y, como ya he comentado antes, el lugar era espectacular. Tres cimas de escasa vegetación y mucha roca suelta rodeaban el lago. Desde mi punto de vista, una a cada lado de la presa y una tercera más atrás, tras la quietud de sus aguas. Todo iluminado por el suave brillo de una luna que parecía situada en el lugar preciso para disfrutar de su reflejo en el estanque. El silencio de la naturaleza lo inundaba todo, quebrado tan solo por el sonido lejano de unos cencerros que colgaban del pescuezo de unas asilvestradas cabras que poblaban los riscos. La temperatura era ideal para la gruesa ropa mimetizada que vestía, y poder disfrutar de la vía láctea sobre mi cabeza era un festín inesperado para un despistado contador de estrellas como yo.
Tras dar un par de paseos taciturnos hacia el centro de la presa y volver, comprobando que no había nada que alterara mi idílica soledad, me senté en el suelo, y me dispuse a disfrutar de la estupenda panorámica mientras esperaba la hora de dar el relevo. La misión consistía en salvaguardar el lado de la presa que yo custodiaba, así que tampoco podía alejarme demasiado de la vera de la montaña.
A decir verdad, me importaba un pimiento la guardia. Por mí como si nos atacaban las COE, los marines americanos o nos invadían los marcianos. Es más, si nos cercaba un batallón enemigo y nos llenaban el campamento de mochilas que simulaban ser bombas, aún gozaríamos de un día de descanso por ser abatidos. Eso mismo era lo que le había ocurrido a la primera batería anti-aérea el día anterior (yo pertenecía a la segunda) y no sufrieron consecuencia alguna. Salvo holgazanear veinticuatro horas. Desear mi propia muerte, durante las maniobras, era una muestra más de la poca implicación que sentía hacia las fuerzas armadas.
Pero aquella noche no pasaba nada.
Nada de nada.
Como ya llevaba un buen rato disfrutando de la más absoluta nadería, se me ocurrió mirar el reloj para saber cuánto más debía resistir el exasperante sopor. Y, sorprendentemente, no pude ver nada. Para ser más exactos diré que distinguí un borrón de plástico oscuro que se mantenía enganchado a mi muñeca izquierda, aunque fui incapaz de hallar las agujas, y mucho menos los números, en esa mancha tan oscura. Pero es que ni colocándola a un palmo de mi nariz.
Por lo pronto me extrañé. ¿Cómo era posible que no viera la hora cuando hacía unos minutos reconocía hasta el segundero? ¿Podían haber sido maldecidos mis ojos, de forma espontánea y por caprichos del universo, con tres o cuatro dioptrías de golpe? Por mucho que me esforzaba, no lo entendía. Hasta que, ya desesperado, alcé la vista al cielo y me percaté de que, ¡ops!, ya no estaba. La diosa de las mareas había desaparecido. Entonces lo vi claro. Bueno, la verdad es que lo veía todo igual de oscuro, pero comprendí que, faltando la Luna en el firmamento, ni mil millones de soles (o estrellas, que tanto da) brillando desde galaxias lejanas darían para alumbrar las manecillas de mi reloj.
¿Y dónde había ido a para la Luna? Porque hacía un momento estaba ahí, enfocando con su luz sobre un cielo raso y estrellado. Mis ojos no daban crédito.
Como podéis comprobar, por aquel entonces yo era un chaval muy inocente. Lo era entonces y lo continúo siendo ahora. Si hay una cualidad en mí que nunca cambiaría es lo ingenuo que puedo llegar a ser. Con esta filosofía consigo que la vida me sorprenda a diario, que me deje maravillado. Aunque en esta ocasión, y vistas las circunstancias del relato, más bien quedé horrorizado.
Imagino que ya sabéis qué misterio lleva a que la Luna desaparezca así, de sopetón y sin avisar. Pero de todas formas, por si, tal como sucedió conmigo hace veinte años, jamás os habéis parado a pensarlo, lo explico en un santiamén. Yo guardaba el convencimiento, adquirido desde mi más tierna infancia, de que la Luna iba tan ligada a la noche como el Sol lo estaba al día, pero realmente no es así. Aquí el único que marca el tempo es el Sol, anunciando el día con su salida y provocando la noche con su ausencia. La Luna, en cambio, pasea por libre, aunque siempre dentro de su calendario, pero no se ciñe al día y la noche para marcharse o aparecer. Tan pronto se puede ver de día como despedirse durante la noche. O al revés. Y, si coincide su salida con la oscuridad, no tiene porqué estar visible hasta que amanezca. Sí, ya sé que se trata de una explicación muy simple e inexacta, pero creo que suficiente para entendernos, porque no voy a liarme con tecnicismos ni ciclos lunares a estas alturas de relato. Así que, medio aclarado el tema, mejor lo retomo por donde lo había dejado.
La Luna se había esfumado, eso seguro. Cansada de que no sucediera nada, como lo estaba yo, decidió marcharse sin tan siquiera despedirse. Por un momento me enfadé. Conmigo mismo por no haber previsto la situación y con ella por traicionarme de esa forma. Sin Luna, sin linterna y sin una mísera cerilla o mechero a mano (jamás he fumado), procuré girar mi muñeca en todas direcciones para encontrar, al menos, algo de luz en la naturaleza. Pero nada. Todo era inútil. Ni una mísera luciérnaga.
Cuando ya pensaba que nada podría empeorar mi guardia, y con la certeza de que acabaría arrestado por no dar el relevo a la hora pactada, ocurrió algo que me desconcertó aún más. No sé si fue por quedarme prácticamente ciego o tuvo algo que ver la desesperación del momento, pero noté una extraña sensación, cómo si de pronto agudizara los sentidos. Y creí percibir, bajo aquellos sonidos de cencerro que no habían dejado de acompañarme durante toda la noche, a uno que destacaba sobre el resto. Me levanté del suelo y me dirigí con cuidado, casi a tientas, hacía el extremo de la presa donde se escuchaba ese tañido. Dejándome guiar más por la curiosidad que por el deber, paré mi andadura a cierta distancia del repecho y miré hacia la cima. Como era de esperar, no vi nada raro. Aunque tampoco nada normal. De hecho, estaba tan oscuro que no veía nada. Apenas la silueta del monte dibujada en el cielo punteado de estrellas. Sobre su manto se cernía la más inmensa de las negruras. Sin embargo, volví a escuchar el sonido del cencerro. Como si un solista quisiera resaltar su melodía por encima del resto de la banda. Esta vez más cerca. Me pareció extraño que se tratara de una cabra abandonando a sus semejantes, pues llevábamos dos días dando vueltas por allí y a ninguna se le había ocurrido acercarse a nosotros.
Otro repiqueteo. Aún más próximo. Sí, ya no había dudas, algo que portaba un cencerro bajaba por la ladera del monte.
En los días anteriores habíamos sido aleccionados sobre los grandes recursos utilizados por nuestro enemigo en el combate. Así que era posible, pensé, que se tratara de un boina verde (o dos, vete tú a saber) haciéndose pasar por una cabra para adentrarse en nuestras líneas. Mi sargento había insistido en que las COE eran capaces de hacer cualquier cosa para culminar una misión, así que camuflarse entre un rebaño de cabras silvestres se me antojó que podría tratarse de una buena táctica. Puede que un poco rara, sí, pero al fin y al cabo ingeniosa.
Entonces se me ocurrió una idea. Podría librarme del arresto, ese que me caería por no dar el relevo a la hora convenida, con una captura. Tampoco tenía que pelearme con nadie, con dar el alto y descubrir la treta del enemigo sería suficiente para que se entregara. O al menos eso era lo pactado al principio de las maniobras.
Decidí acercarme sin hacer ruido. Paso a paso, con cautela, como el que pisa un puente a punto de desmoronarse. Yo no podía ver nada, pero era igual de cierto que mi enemigo tampoco podía verme a mí. Con la jugada desvelada tenía la ventaja de conocer su posición en todo momento gracias a su estridente cencerro, así que me planté justo delante de la trayectoria que seguía el sonido y me quedé muy quieto, al acecho de mi presa.
Una sombra difusa se dirigía hacia a mí sin vacilar, con la determinación de quien sabe exactamente a donde va. No podía calcular si era una persona, dos o un elefante, pero me daba igual. Lo tenía controlado. Tan pronto lo tuve a diez metros le di el alto y esperé su rendición.
Nada. Ni caso. Seguía avanzando de forma inapelable.
Llegados a este punto, me asusté. ¿Y si no era una persona y se trataba de un animal? No podía distinguir nada, pero la sombra seguía creciendo a medida que el bicho, o lo que fuera, se aproximaba. No podía concretar su forma, aunque su volumen iba en aumento. Unos segundos más tarde, su tamaño era ya monstruoso. Y el cencerro sonando, como un tren de mercancías avisando de que no iba a parar.
Juro que lo tenía a tres metros y su velocidad era la misma. No había frenado ni un ápice su marcha, como una apisonadora. Era inmenso, inabarcable. No era una persona, ¡no podía ser una persona! Y se me echaba encima.
El pánico se apoderó de mí y me paralizó.
La negrura de ese ser estaba tan cerca que lo llenaba todo. Si no se detenía me iba a atravesar. Me tragaría en su oscuridad y desaparecería para siempre. El cencerro sonaba tan fuerte que me dejaba sin aliento, como si unas campanas doblaran por mi trágico final.
De golpe, cuando ya me encontraba caído de culo y sólo cabía esperar la muerte, todo terminó. Aunque, más que de golpe, fue por el golpe.
Ese ser, que resultó ser una cabra, se espachurró contra la verja que cercaba la presa y salió en estampida por donde había venido, hacia la cima. Una verja, por cierto, que ni ella ni yo habíamos visto pese a estar situada a escasos centímetros de mi cara. ¿Qué sentido tenía, a parte de para darme un susto de muerte, que esa cabra bajara de la montaña para tragarse la valla ante mis narices? Ninguno. Sólo fue un hecho más, como tantos otros sucesos extraños que acontecen a lo largo de una vida.
Yo estaba en el suelo, con los ojos fuera de las órbitas y el corazón desbocado. Tardé al menos medio minuto en reponerme. Cuando fui capaz de incorporarme me dirigí sin pensarlo hacia el puesto de relevos, y me daba igual la hora que fuese. Para mí, la guardia había terminado. Demasiados sobresaltos para una noche.
Al llegar no hizo falta despertar al nuevo centinela ni al sargento. Llevaban quince minutos esperándome y ya se temían lo peor. O sea, que me hubiese fulminado el enemigo y que toda la presa estuviera infestada de bombas. Sólo les expliqué el problema que tuve con mi reloj, guardándome para mí, y ahora para vosotros, la cita a ciegas que protagonicé con la cabra. Así fue como me gané una reprimenda y los dos primeros días de arresto, de un total de seis, que cumplí al finalizar las maniobras. Nada que no me esperara.
Lo cierto es que fueron unas maniobras muy movidas. También recuerdo cuando fui reclutado, dos días después, para realizar la emboscada más surrealista que os podáis imaginar. Pero... espera un momento. Esto ya es otra historia. ¿Será posible? Aquí está la prueba irrefutable de que, cuando un hombre empieza a contar batallitas de la mili, luego ya no hay quien lo pare. Así que, si os parece bien, mejor lo dejamos para otro día. Siempre y cuando os haya gustado esta, claro.
Por mí, sigue. A mí las batallitas de la mili o de los abuelos cebolletas me encantan :D
ResponderEliminarNo me tientes, que tengo tanto material como para crear un blog enterito donde explicar historias de la mili. Por el momento, y ya que te empeñas, contaré otro día la de la emboscada. Y tampoco creo que sean tan viejas. Del noventa y seis. ¡¿Veinte años?! Madre mía, como pasa el tiempo...
ResponderEliminarAunque sean de relleno, cuando no se te ocurra otra cosa :)
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