Hacía dos días que el paleontólogo Charles Zhickarius, la mayor eminencia sobre el Paleolítico superior, había regresado a su laboratorio de Londres para practicar unas pruebas al estómago del hombre momificado desenterrado en Somalia, la cuna del Homo Sapiens. Sobre los primeros análisis efectuados a pie de excavación no se albergaban dudas: existían trazas de ADN humano entre los alimentos digeridos. Sólo con aparatos más sofisticados se podría determinar a qué zonas del cuerpo pertenecían esos restos.
Como buen científico, Charles ya había publicado una teoría que, aún sin su consentimiento, fue divulgada en revistas especializadas y traducida a quince idiomas. No le importaba. En cuanto aparecieran los resultados podría completar su tesis y acabaría dando por buena esa conjetura que acusaba a nuestros antepasados de caníbales. Hipótesis que él mismo había defendido en multitud de convenciones.
95%...
98%...
100%
El Dr. Zhickarius clavó la vista sobre los datos aparecidos en la pantalla de su ordenador. Durante un buen rato.
— Y bien, Doctor —interrumpió, al fin, su ayudante.
Charles lo miró de soslayo, sin decir palabra, con el ceño fruncido, pensando hasta qué punto se podría considerar canibalismo, o una broma pesada perpetrada entre aborígenes ancestrales, el aderezar la comida con mocos.
me ha encantado tu texto Y haber encontrado tu blog
ResponderEliminarabrazo
Y a mí me ha encantado tu visita.
EliminarOtro abrazo para ti.